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    'El lujo del candor' con locución de Josefina Meca


    El lujo del candor

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    Subo la escalera que va a mi estudio y la encuentro sobre mi escritorio, sonriéndome, vestida con su suéter azul y unos ojos de selva. Estaba mirando jugar a mis hijos mientras tejía quién sabe qué. Tejer era la paz para sus ratos de ocio que, por lo mismo, nunca fueron tales. No le gustaba el ocio. Quizás una de sus más tercas luchas la dio siempre contra la pérdida del tiempo. Incluso para conversar con su hermana Alicia, sólo se daba tregua después de comer. Las dos salían al jardín compartido y se acomodaban en una banca a vernos jugar un ratito mientras ellas hablaban, supongo que de su brega diaria. Mi tía Alicia marcó nuestras infancias tanto como nuestra mamá. Antes que viuda de mi padre, mi mamá fue la viuda de su hermana. Y nosotros sus huérfanos. Aún nos lastima imaginar todo lo que hubiera disfrutado quedándose. Si duda a la menor de sus nietas, entre arracadas y tacones, con el alma de fuera y los labios pintados de rojo, a los cinco años.


    El esposo de mi tía Alicia se llamaba el tío Nica y durante la semana parecía ensimismado. Tras la comida dormía una siesta breve y al despertar volvía a la fábrica de hilados y tejidos que administraba con un rigor sólo comparable a su pasión por la lectura. Yo no me supe bien su infancia, ni su juventud, ni una gota del agua que todos guardamos en el río subterráneo de la memoria. Uno hubiera pensado que mi papá era todo lo contrario, porque solía tener cuentos hechos con frases cortas como destellos, y le gustaba conversar. Pero hace rato sabemos que también él escondía un mundo y que no todo se hablaba en nuestras casas. Así que ellas platicaban de lo suyo que en parte habría sido elucubrar sobre ellos y en parte sobre lo nuestro. Luego compartían secretos fijándose muy bien en que todos tuviéramos los tímpanos en otra parte. 

    Quizás los de ellas no eran los grandes secretos, pero eran las cosas que los niños no teníamos por qué saber. Cosas como cuánto costaban las cosas incosteables. Como a quién añoraban y con cuál novio no se casaron. Como qué fiesta había que preparar para sorprender a quién. Cosas, sobre todo, como la risa de alguien cayéndose de golpe en mitad de la vida que llevábamos. No se hablaba de tristezas a los niños. Fuera de la historia de Jesucristo, que no podría ser más de asustar, aunque ellas eso no lo notaran, el drama no se permitía a nuestros oídos. Mucho menos algo que pudiera considerarse inmoral en el comportamiento de otros. Mantener frente a nuestro arrojo la indisoluble candidez del mundo fue, sobre cualquiera, su deber y su destino. Y de eso, si alguien supo todo, fue la tía Alicia. Porque mi mamá de repente dejaba escapar alguna pena, se ponía sería y nos dejaba ver la entretela de una decepción. También contradecía la dicha cuando se le oponía al deber. Mi tía Alicia jamás. Yo nunca la vi triste. Lo habrá estado a veces, como todo el mundo, pero casi sólo ella lo sabía. Y seguro su hermana, porque una supo todo lo de la otra desde que fueron creciendo juntas, como los gajos de una misma trenza. 

    Alicia tenía los ojos cercados por la profundidad de unas ojeras que le daban a su cara una sombra de misterio, rota a cada minuto por la contundencia de sus labios. Sonreír era lo suyo. Y hacerse cargo de los juegos. Cuando íbamos al mar, siempre fue la líder indiscutible de lidia y desafío a las olas. Por eso no hay playa, ni larga ni pequeña, que no la traiga dentro animándome a todo. 

    Mi mamá era ahí la encargada de la gravedad y ella la dueña de las llaves con que se desvanecía. Juntas eran una mancuerna imbatible. Nos referíamos a ellas como “las mamás”. No había ruptura en ese pacto. No que fuera visible. Sus hijos éramos hermanos, si no de padre, de todo lo demás. Eso me parecía. Ahora me pregunto qué tanto de todo esto que invoco fue así de preciso. Sin duda la voz de Alicia Guzmán pidiendo una porra para algún malherido. Nunca faltaba quien se cayera del columpio o se hiciera un raspón en la rodilla. Nunca fue que ella no estuviera junto a la cama en que mi mamá se hacía cargo de buscar el polvo de sulfatiazol y las curitas.

    Cuando tomé la foto, desde la que hoy mira mi madre, su hermana Alicia ya no vivía más que en la memoria y la nostalgia con la que ella nunca nos agobió. Ahora sé de qué tamaño puede ser la adoración por una hermana y no logro entender cómo es que ella sobrevivió a esa pérdida con tantísima integridad. 

    Su hermana Alicia murió a los treinta y nueve años, cuando mi mamá tenía cuarenta y dos. Justo la época en que uno acude a su hermana como al agua limpia. Porque es entonces cuando todo parece estar fraguando sin remedio para un lado o para otro. Una historia como tantas, haciéndose excepcional y horrenda cuando encarna en los nuestros. Mi madre la acompañó en todo el ir y venir por los hospitales y hubiera querido protegerla y salvarla incluso de la caprichosa mano del dios bíblico que, como bien sabemos, no perdona jamás. 

    Alicia jugaba frontón. Un día al volver del juego le contó que tenía un dolor en un pecho y tocó una bolita. Supongo que se la enseñó. Entonces la gente no se andaba enseñando el pecho y tocándoselo en busca de una adivinanza. La prevención es un cuento de ahora y, con todo, viene el daño y espanta como el de antes. Ya existía el fardo ahí, quién sabe desde cuándo. 

    Fueron a Houston con el tío sobrio y preciso. Allá una doctora les dijo que el cáncer ya estaba muy avanzado, pero que podían operarla y ver qué sucedía. La operaron. No se vio diferencia para bien. La amenaza de muerte era una sombra de tal tamaño que en el rostro de las hermanas vimos poca esperanza en esos meses. Menos de doce. Mi mamá nunca imaginó peor crueldad que la contundencia con que la doctora le dijo a su hermana que no tenía remedio. Así se usaba ya en los hospitales gringos, pero en nuestro mundo proteger la inocencia era sagrado y romperla un sacrilegio. Ahora también aquí ya nada se le esconde al paciente, los médicos se dirigen a los enfermos y no, igual que antes, a sus familiares para que ellos protegieran la verdad como un acertijo. Entonces, más aún en nuestra familia, el candor, que ahora sería un lujo, era un deber. 

    Alicia sabía de su mal, tanto o más que cualquier doctor, pero creo que hubiera preferido el engaño para conceder a los suyos la misma coartada que los suyos hubieran querido para ella. Sólo hasta entonces conocimos nosotros una desgracia imbatible. No sé cómo pasaba algo así, pero lo nuestro no era la verdad a secas. La verdad en nuestro mundo, que era antes que ninguno el de nuestras madres, si traía un descalabro era mejor callarla. Quizás por eso el tío, que era diez años mayor que su esposa, dijo tan poco. Y mi padre que entró a la familia casi tan pronto como volvió de una guerra con todos sus horrores, nunca quiso hablar de eso. Ni pudo. Era doce años mayor que mi madre. Cuando se casaron tenía treinta y seis con sus treinta y seis mil espantos. Ella tenía veinticuatro y una sonrisa del tamaño del mundo todo, no de su pequeño mundo, sino del mundo que aún llega hasta mi escritorio cuando miro las fotos de su primera juventud. Luego, mientras fuimos niños, no sonreía de más sino cuando veía a su hermana. Era como si la vida la hubiese amonestado, como si algo imposible se hubiera roto y ella no pudiera sacarse la decepción sino junto a su hermana. Es de entonces que la recuerdo atenida al deber como a un nudo marino y a su hermana como al ancla de toda fortaleza. 

    Dos años después que la intrépida tía Alicia, murió mi padre y terminó de abrirse el temblor de la verdad a secas. Ya entonces ella era fuerte para todo. Incluso para sonreír en lugar de su hermana, cuando las cosas tristes no podían acallarse.




    "El lujo del candor" escrito por Ángeles Mastretta, incluido en el libro "La emoción de las cosas", editado por Seix Barral en el año 2013, con la locución de Josefina Meca, mezclada con la músic a: "Danzi-Wind Quintet op 67, n 3 in E-Flat Major, 2 Andante Moderato" de Franz Danzi descargada de la página web http://freemusicarchive.org

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