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  • Banco de Relatos Sonoros de la Red de Bibliotecas de Lorca
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    'La noche en que Jacinto se encontró con el Carbonero' con locución de Adela Mendiola


    PRIMERA PARTE 

    Después de mucho insistir y de organizar alguna que otra pataleta a lo largo de aquel verano, sus padres otorgaron por fin el permiso a Jacinto para acompañar al abuelo en el viaje que realizaba, como una costumbre inquebrantable, a principios de septiembre. 

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    A sus doce años recién cumplidos ya se consideraba con derecho más que suficiente y con la edad adecuada para visitar, el día de la Patrona, el Santuario del Saliente. Pero, sobre todo, él era el único de los primos que aún no había acompañado al abuelo a la romería anual que reclutaba una inmensa cantidad de gente de aquellos contornos y de lejanos lugares del resto del país. 
    Jacinto se desplazaba todos los veranos, desde una populosa capital del sur donde vivía, a la casa familiar del abuelo. Tres meses de felicidad, de interesantes aventuras, de libertad plena. Allí, a las orillas de la Fuente de las Mercedes, los días adquirían para él la tonalidad de lo nuevo, del verano emocionante y prometedor, recién estrenado. 

    El sol inclemente de la estación no era impedimento para disfrutar yendo de aquí para allá, internándose en los maizales para quebrar las cañas y las panochas, en busca de los gusanos con los que cebar los cepos para cazar pájaros. Días de baños a cuerpo desnudo con la chiquillería en las minas por las que circulaba el agua fresquísima de la acequia nacida de la fuente. Tardes de después de la siesta, en la pared trasera de la casa, ya en la umbría, cuando sus tías le traían torradas con miel para reponer las fuerzas empleadas en subir a las higueras para coger los frutos que aún no habían picoteado los pájaros. La ciudad permanecía olvidada por entonces en un pequeño rincón del cerebro. 

    Sin embargo, a Jacinto algo le enturbiaba aquella felicidad. Y es que, allá por el final de las vacaciones, a primeros de septiembre, el abuelo solía emprender un viaje para acudir a la feria del Saliente, acompañado por uno de los primos de más edad. La vuelta de los viajeros venía empapada de anécdotas, de regalos, de horas y horas de conversación entre los mayores, que se hacían lenguas sobre la enorme cantidad de peregrinos, sobre las músicas y bailes, sobre la fiesta y el bullicio del encuentro. Como recuerdo de aquella singular peregrinación, al niño le traían algún regalo que contribuía a acrecentar aún más su curiosidad y su deseo de estar presente en un acontecimiento de tanto relieve. Una vez fue una navaja en cuya hoja estaba grabada la palabra Albacete, un nombre que él incorporó desde entonces a los lugares preferidos de su fantasía. Con esta navaja cortaba las cañas y las ramas con las que imitaba la espada de su héroe favorito por entonces: el Guerrero del Antifaz. En otra ocasión el regalo fue un coche de hoja de lata con un mecanismo de cuerda que le permitió jugar horas y horas en los interminables bochornos de la siesta.

    SEGUNDA PARTE 

    Los días previos al viaje, Jacinto se quedaba despierto hasta altas horas imaginando cómo sería aquel lugar maravilloso, cuántas y qué grandes las casetas de la feria, qué desconocidos juguetes atraerían su atención. Después soñaba con balones de cuero, con pelotas pequeñas de goma sujetas a un elástico, con espadas de madera de haya pintadas y sujetas a un correaje como el que lucían los personajes de sus tebeos favoritos. 

    Aquel año se cumplieron por fin sus deseos. Llegó el día siete de septiembre y a Jacinto lo acostaron temprano porque era preciso madrugar al día siguiente. Y en efecto, cumplido un sueño febril y sobresaltado, la mano de su madre lo sacudió con suavidad, despertándolo. Un leve ajetreo dentro de la casa le indicó que se estaban haciendo los preparativos. Le trajeron un café de malta con leche de cabra puesto en un tazón humeante con sopas. Después su madre le lavó la cara y le pasó un peine con el que le alzó el flequillo en un arribaespaña oloroso a agua de colonia. 

    Los mayores sacaron del corral la mula más tranquila y la enjaezaron con la mejor albarda de la casa. Subió el abuelo, y él en la grupa, abrigados ambos con una manta para evitar el relente de la noche. Fueron varias horas por ramblas y veredas al paso tranquilo de la mula, guiados tan sólo por la claridad de las estrellas y la intuición segura del animal, acostumbrado, después de muchos años, a aquellos viajes nocturnos, realizados con puntualidad en la fecha improrrogable del siete de septiembre. 

    A lo largo del camino, el abuelo le fue contando sus viajes por el Norte y su trabajo en las minas de carbón de las cuencas hulleras, y la vuelta a la tierra buscando de nuevo el sol y la seguridad del clima que le calmase los accesos de tos que le provocaba una lejana silicosis contraída por el polvo de la mina. Ahora entendía Jacinto las alusiones al maldito polvo de carbón con que a veces se despachaba el abuelo en los momentos de malhumor, y también la colección de minerales coleccionados en la caja con tapa de cristal que guardaba en un arca y que sólo le dejaba ver en muy contadas ocasiones.

    TERCERA PARTE 

    La llegada al Saliente se produjo con las primeras luces del día. A pesar de lo temprano de la hora, ya se percibía un bullicio y una expectación que asombraron a Jacinto. Acostumbrado durante los meses anteriores a la tranquila soledad del cortijo familiar, aquel trasiego de gentes y animales, aquel bullicio, la imponente mole del Santuario, contemplado por primera vez, lo dejaron casi aturdido. 
    Puesto el pie en tierra, y después de haber ayudado al abuelo, que, aunque firme y erguido en la montura, ya titubeaba algo en los andares, se dirigieron ambos al edificio. Las dimensiones internas del recinto llamaron la atención del niño, pero sobre todo el incesante entrar y salir de peregrinos, ataviados con las ropas de fiesta, y el olor a cera procedente de las velas de sebo que ardían por docenas al pie del altar principal. 

    El abuelo le hizo arrodillarse en el hueco libre de un banco y le indicó que rezara un padrenuestro y un avemaría. Mientras murmuraba automáticamente y sin especial devoción las oraciones, el niño percibió el contraste entre el recogimiento del interior y el ambiente de fiesta y de bullicio del exterior. 
    Salieron después a la explanada. A Jacinto le atraían los puestos de turrón y de bebidas, las gaseosas y naranjadas, las casetas cargadas de juguetes de todas clases. No sabía hacia dónde mirar, los ojos se le llenaban de aquella abundancia y aquella novedad. Pasearon por entre las casetas, mirando, saludando a conocidos y parientes lejanos. Mientras el abuelo hablaba, él se quedaba a un lado observando el trajín de gentes y animales, tragando aquel polvo persistente que se levantaba del suelo y que se depositaba sobre todo en los relucientes zapatos que le había comprado su madre para ese gran día. 

    Pasaron la jornada y, antes de marcharse, entraron de nuevo al Santuario. Allí, el abuelo puso una lamparilla en el candelero y una vela al pie del altar de la Virgen. 

    Era la atardecida cuando emprendieron el regreso. Jacinto se acomodó en la parte delantera de la albarda. De nuevo la noche, el paso acompasado y cansino de los cascos del animal, y la luminosa e impresionante cubierta de estrellas titilando allá lejos, en el fondo negro del firmamento. De pronto, entre las brumas del sueño producido por el cansancio y las emociones, Jacinto pudo oír una voz que rompió el silencio de la noche: 

    -Salud y buenas noches. 

    Jacinto, amodorrado junto al cuerpo de su abuelo, notó cómo éste le pasaba un brazo por delante y lo atrajo hacia él, como para protegerlo. -Buenas noches a usted y la compaña -respondió el abuelo. 

    El niño intuyó que algo anormal ocurría. El abuelo lo mantenía sujeto con fuerza mientras hablaba con aquella gente, sombras entre las sombras nocturnas, de las que sólo podía distinguir la lumbre de un cigarro que de tarde en tarde resplandecía en el rostro de quien parecía llevar la voz cantante. 

    Hubo después una conversación, no exenta de tonos agrios, de la que él sólo recuerda que al hilo de las palabras se deslizó en dos o tres ocasiones el nombre de el Carbonero. En un determinado momento, el abuelo descabalgó del animal y se acercó a aquellos hombres, manteniendo una breve conversación con ellos, cuyo sentido no pudo percibir. El episodio acabó cuando las sombras desaparecieron por una boquera de la rambla, con el mismo sigilo y misterio con el que habían aparecido.

    La llegada a la casa se produjo de madrugada, y Jacinto sólo recuerda que, cansado por el viaje, lo acostaron en su cama, en la que se durmió nada más apoyar el cuerpo sobre las sábanas. A1 día siguiente lo despertaron tarde, y cuando pasó a la cocina para desayunar le sorprendió que sus padres lo abrazaran con más fuerza y durante más tiempo que de costumbre. Su madre llegó incluso a derramar unas lágrimas. Al fin y al cabo, no había sido un viaje tan largo, pensaba. 
    Jacinto había casi olvidado el episodio nocturno, cuando una mañana, algunos días después, una de sus primas entró en la casa con cierta alteración y comentó que un vecino había encontrado a la orilla del camino del olivar unas cáscaras de huevo que tenían escrita la frase «Aquí estuvo el Carbonero». Entonces recordó de nuevo aquel nombre, ya olvidado, como si fuera un sueño, entre el cúmulo de emociones de la feria del Saliente. Preguntó quién era el Carbonero y su abuelo le respondió que los niños no deben saber ciertas cosas. 

    Aquel verano acabó y Jacinto hubo de regresar con sus padres a la lejana capital del Sur para proseguir sus estudios de Bachillerato en el Instituto. Le esperaba un año lento de monótonos y borrosos estudios y la única esperanza de volver a los días luminosos de las vacaciones en casa del abuelo. 

    Sin embargo, sólo el año siguiente pudo Jacinto terminar de comprender el sentido de aquella historia. Una tarde de julio, después de la siesta, el abuelo lo llamó: 

    -Jacinto, tú que tienes buena letra, saca la pluma, que me tienes que escribir unas cosas que he escrito. 

    El niño extrajo el plumier que guardaba en un armario, cogió la pluma y se dispuso a copiar lo que el abuelo le dictaba. Se trataba de un romance, algunas de cuyas peripecias no entendía, pero entre lo que pudo extraer y las explicaciones, ahora sí, de su abuelo, se enteró de que aquella noche lejana había conocido a una persona de la leyenda de aquellas tierras, un maquis huido de la justicia, héroe para unos, bandolero sin entrañas para otros. Junto a este recuerdo, Jacinto conserva hoy en la memoria, muchos años después, el fragmento inicial de aquel romance, que, pasado el tiempo, más parece una leyenda que una realidad.


    La noche en que Jacinto se encontró con el Carbonero

    de Pedro Felipe Granados



    "La noche en que Jacinto se encontró con el Carbonero", de Pedro Felipe Granados, incluido en el libro "El equipaje de Ulises", editado por Fundación Caja Murcia en el año 2011, con la locución de Adela Mendiola, mezclada con música basada en: "Capricho árabe", "Fantasía sobre motivos de La Traviata" y "Mazurka nº 1 en mi menor" de Francisco Tárrega, por Maurizio Oddone.


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    Para ello, se van a grabar una serie de lecturas de obras literarias breves con diversas personas (actores, poetas, profesores y periodistas) que generosamente han querido colaborar prestándonos su voz.

    Estas grabaciones se irán publicando a través de los portales de la Red Municipal de Bibliotecas y de la Concejalía de Política Social del Mayor.

    Paralelamente se realizarán talleres de escritura y narración que permitan grabar a los autores sus relatos, ampliando así los cauces de participación de nuestros mayores convirtiéndolos en creadores y narradores de sus propias historias.


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