Páginas

sábado, 11 de octubre de 2014

Juan Manso, cuento de muertos con locución de Ana Cruz Espín

Consulta su disponibilidad
Miguel de Unamuno (1868-1936) fue poeta, dramaturgo, novelista, filósofo y ensayista, pero por encima de cualquier clasificación fue dueño de una sagacidad, agudeza e independencia poco frecuentes en la literatura hispánica. Su primera novela fue Paz en la guerra (1897), una obra histórica sobre la última guerra carlista. Con Niebla (1914) inicia lo que él denominó nivolas: frente a la novela tradicional presenta el enfrentamiento de las almas, de las pasiones humanas, sin paisajes, ambientes ni costumbres. En 1917 publicaría Abel Sánchez y en 1921 La tía Tula. Una de sus obras maestras, y seguramente la más conocida, llegaría en 1931, San Manuel bueno mártir. Escribió también numerosos libros de ensayo como: En torno al casticismo (1902), Vida de Don Quijote y Sancho (1905), Por tierras de Portugal y España (1911), Andanzas y visiones españolas (1922) o, entre otros, Del Sentimiento trágico de la vida (1922).

ESCUCHA EL CUENTO



"Juan Manso, cuento de muertos", de Miguel de Unamuno, incluido en el libro "cuentos completos", publicado por Edit. Páginas de Espuma, en Madrid, el año 2011 , con locución de Ana Cruz Espín, con música basada en "Tangled branches", de Sergey Kovchik.

LEE EL CUENTO





martes, 15 de julio de 2014

El arte del disimulo con locución de Esther Sánchez Martín

Consulta su disponibilidad
El perfume del cardamomo es un libro de cuentos del escritor español Andrés Ibáñez

Se compone de veinticinco «cuentos chinos» que, en palabras del autor, constituyen «un homenaje a una cultura, a un sistema poético y a un cierto tono de decir las cosas que, una vez escuchado, jamás puede olvidarse. Este tono es la música de la poesía y de la prosa chinas, esa mezcla incomparable de lirismo, melancolía y un súbito sentido práctico de las cosas...».

En esta compilación de cuentos, la mayoría de muy corta extensión, convergen una variedad de historias que destacan por su audacia y sutileza y por el tono poético y evocador de sus personajes y de las historias en las que se ven inmersos: bellas historias de amor ("Las hermanas Wang"), historias de criminales compasivos ("La mujer del bandido"), de animales y alquimistas o la de un ingeniero que intenta reparar un puente invisible ("El puente colgante de Bosha"). El libro recibió el Premio NH de Relatos Inéditos en 2003.

ESCUCHA EL RELATO...




"El arte del disimulo", de Andrés Ibáñez, incluido en el libro "el perfume del cardamomo-cuentos chinos", editado por Edit. Impedimenta, en Madrid, el año 2008, con locución de Esther Sánchez Martín, música basada en "the little caterpillar", de Sergey Kovchik.

lunes, 7 de julio de 2014

Marcas de agua con locución de Esther Sánchez

Consulta su disponibilidad
El perfume del cardamomo es un libro de cuentos del escritor español Andrés Ibáñez

Se compone de veinticinco «cuentos chinos» que, en palabras del autor, constituyen «un homenaje a una cultura, a un sistema poético y a un cierto tono de decir las cosas que, una vez escuchado, jamás puede olvidarse. Este tono es la música de la poesía y de la prosa chinas, esa mezcla incomparable de lirismo, melancolía y un súbito sentido práctico de las cosas...».

En esta compilación de cuentos, la mayoría de muy corta extensión, convergen una variedad de historias que destacan por su audacia y sutileza y por el tono poético y evocador de sus personajes y de las historias en las que se ven inmersos: bellas historias de amor ("Las hermanas Wang"), historias de criminales compasivos ("La mujer del bandido"), de animales y alquimistas o la de un ingeniero que intenta reparar un puente invisible ("El puente colgante de Bosha"). El libro recibió el Premio NH de Relatos Inéditos en 2003.

ESCUCHA EL RELATO...



"Marcas en el agua", de Andrés Ibáñez, incluido en el libro "el perfume del cardamomo-cuentos chinos", editado por Edit. Impedimenta, en Madrid, el año 2008 , con locución de Esther Sánchez Martín, música basada en " Passagé du vent", de Adragante

lunes, 30 de junio de 2014

Malpocado con locución de Juan Ferrando

Dale al play (al final de la página)  y a continuación lee el relato...


Consulta su disponibilidad
La vieja más vieja de la aldea camina con su nieto de la mano, por un sendero de verdes orillas triste y desierto, que parece aterido bajo la luz del alba. Camina encorvada y suspirante, dando consejos al niño, que llora en silencio.

-Ahora que comienzas a ganarlo, has de ser humildoso, que es ley de Dios.

-Sí, señora, sí…

-Has de rezar por quien te hiciere bien y por el alma de sus difuntos.

-Sí, señora, sí…

-En la feria de San Gundián, si logras reunir para ello, has de comprarte una capa de juncos, que las lluvias son muchas.

-Sí, señora, sí…

Y la abuela y el niño van anda, anda, anda…

La soledad del camino hace más triste aquella salmodia infantil, que parece un voto de humildad, de resignación y de pobreza, hecho al comenzar la vida. La vieja arrastra penosamente las madreñas, que choclean en las piedras del camino, y suspira bajo el mantelo que lleva echado por la cabeza. El nieto llora y tiembla de frío; va vestido de harapos. Es un zagal albino, con las mejillas asoleadas y pecosas: lleva trasquilada sobre la frente, como un siervo de otra edad, la guedeja lacia y pálida, que recuerda las barbas del maíz.

En el cielo lívido del amanecer aún temblaban algunas estrellas mortecinas. Un raposo que viene huido de la aldea atraviesa corriendo el sendero. Oyese lejano el ladrido de los perros y el canto de los gallos… Lentamente el sol comienza dorar la cumbre de los montes; brilla el rocío sobre la yerba, revolotean en torno de los árboles con tímido aleteo los pájaros nuevos que abandonan el nido por vez primera; ríen los arroyos, murmuran las arboledas, y aquel camino de verdes orillas, triste y desierto, despiértase como viejo camino de geórgicas. Rebaños de ovejas suben por la falda del monte; mujeres cantando vuelven de la fuente; un aldeano de blancas guedejas pica la yunta de sus bueyes, que se detienen mordisqueando en los vallados; es un viejo patriarcal; desde larga distancia deja oír su voz.

-¿Vais para la feria de Barbanzón?

-Vamos para San Amedio, buscando amo para el rapaz.

-¿Qué tiempo tiene?

-El tiempo de ganarlo. Nueve años hizo por el mes de Santiago.

Y la abuela y el nieto van anda, anda, anda…

Bajo aquel sol amable que luce sobre los montes, cruza por los caminos la gente de las aldeas. Un chalán asoleado y brioso trota con alegre fanfarria de espuelas y de herraduras; viejas labradoras de Cela y Lestrove van para la feria con gallinas, con lino, con centeno. Allá, en la hondonada, un zagal alza los brazos para asustar a las cabras, que se gallardean encaramadas en los peñascales. La abuela y el nieto se apartan para dejar paso al señor arcipreste de Lestrove, que se dirige a predicar en una fiesta de aldea.

-¡Santos y buenos días nos dé Dios!

El señor arcipreste refrena su yegua, de andadura mansa y doctoral.

-¿Vais de feria?

-¡Los pobres no tenemos qué hacer en la feria! Vamos a San Amedio buscando amo para el rapaz.

-¿Ya sabe la doctrina?

-Sabe, sí, señor. La pobreza no quita el ser cristiano.

Y la abuela y el nieto van anda, anda, anda…

En una lejanía de niebla azul divisan los cipreses de San Amedio, que se alzan en torno del santuario, obscuros y pensativos, con las cimas mustias ungidas por un reflejo dorado y matinal. En la aldea ya están abiertas todas la puertas, y el humo indeciso y blanco que sube de los hogares se disipa en la luz, como salutación de paz. La abuela y el nieto llegan al atrio. Sentado en la puerta, un ciego pide limosna y levanta al cielo los ojos que parecen dos ágatas blanquecinas.

-¡Santa Lucía bendita vos conserve la amable vista y salud en el mundo para ganarlo!… ¡Dios vos otorgue qué dar y qué tener!… ¡Salud y suerte en el mundo para ganarlo!… ¡Tantas buenas almas del Señor como pasan, no dejarán al pobre un bien de caridad!…

Y el ciego tiende hacia el camino la palma seca y amarillenta. La vieja se acerca con su nieto de la mano y murmura tristemente:

¡Somos otros pobres, hermano!… Dijéronme que buscabas un criado…

-Dijéronte verdad. Al que tenía enantes abriéronle la cabeza en la romería de Santa Baya de Cela. ¡Está que loquea!

-Yo vengo con mi nieto.

-Vienes bien.

El ciego extiende sus brazos palpando en el aire.

-Llégate, rapaz.

La vieja empuja al niño, que tiembla como una oveja acobardada y mansa ante aquel viejo hosco, envuelto en un roto capote de soldado. La mano amarillenta y pedigüeña del ciego se posa sobre los hombros del niño, anda a tientas por la espalda, corre a lo largo de las piernas.

-¿No te cansarás de andar con las alforjas a cuestas?

-No, señor; estoy hecho a eso.

-Para llenarlas hay que correr muchas puertas. ¿Tú conoces bien los caminos de las aldeas?

-Donde no conozca, pregunto.

-En las romerías, cuando yo eche una copla, tú tienes que responderme con otras. ¿Sabrás?

-En aprendiendo, sí, señor.

-Ser criado de ciego es acomodo que muchos quisieran.

-Sí, señor, sí.

-Puesto que has venido, vamos hasta el Pazo de Cela. Allí hay caridad. En este paraje no se recoge una triste limosna.

El ciego se incorpora entumecido y apoya la mano en el hombro del niño, que contempla tristemente el largo camino y la campiña verde y húmeda, que sonríe en la paz de la mañana, con el caserío de las aldeas disperso y los molinos lejanos, desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules, y la nieve en las cumbres. A lo largo del camino, un zagal anda encorvado segando yerba, y la vaca de trémulas y rosadas ubres pace mansamente arrastrando el ronzal.

El ciego y el niño se alejan lentamente, y la abuela murmura, enjugándose los ojos:

-¡Malpocado, nueve años y gana el pan que come!… ¡Alabado sea Dios!

ESCÚCHALO



"¡Malpocado!", de Ramón María del C, incluido en su antología "100 años de cuentos", seleccionado por José Mª Merino y editado por Alfaguara, en Madrid, el año 1998, con locución de Juan Ferrando, música basada en "concerti di flauto, violini, violetta e bassi", de Alessandro Scarlatti.

viernes, 27 de junio de 2014

Palomas blancas y garzas morenas con locución de Moncha Molina Pinar


Consulta su disponibilidad



"Palomas blancas y garzas morenas", de Rubén Darío, incluido en su libro "Azul", editado por Alianza, en Madrid, el año 2008, con locución de Moncha Molina Pinar, música basada en "Concierto para piano nº 21: Andante" y "Concierto para flauta y Harpa: Andantino", de Mozart.


LEE EL RELATO...

PALOMAS BLANCAS Y GARZAS MORENAS
en Azul...
por Rubén Darío



PALOMAS BLANCAS Y GARZAS MORENAS

-Mi prima Inés era rubia como una alemana. Fuimos criados juntos, desde muy niños, en casa de la buena abuelita que nos amaba mucho y nos hacía vernos como hermanos, vigilándonos cuidadosamente, viendo que no riñésemos. ¡Adorable, la viejecita, con sus trajes a grandes flores, y sus cabellos crespos y recogidos como una vieja marquesa de Boucher!
* * *

Inés era un poco mayor que yo. No obstante, yo aprendí a leer antes que ella; y comprendía - lo recuerdo muy bien - lo que ella recitaba de memoria, maquinalmente, en una pastorela, donde bailaba y cantaba delante del niño Jesús, la hermosa María y el señor San José; todo con el gozo de las sencillas personas mayores de la familia, que reían con risa de miel, alabando el talento de la actrizuela.

Inés creía. Yo también; pero no tanto como ella. Yo debía entrar a un colegio, en internado terrible y triste, a dedicarme a los áridos estudios del bachillerato, a comer los platos clásicos de los estudiantes, a no ver el mundo -¡mi mundo de mozo! - y mi casa, mi abuela, mi prima, mi gato, un excelente romano que se restregaba cariñosamente en mis piernas y me llenaba los trajes negros de pelos blancos.

Partí.

Allá en el colegio mi adolescencia se despertó por completo. Mi voz tomó timbres aflautados y roncos; llegué al período ridículo del niño que pasa a joven. Entonces, por un fenómeno especial, en vez de preocuparme de mi profesor de matemáticas, que no logró nunca hacer que yo comprendiese el binomio de Newton, pensé - todavía vaga y misteriosamente - en mi prima Inés.

Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que los besos eran un placer exquisito.

Tiempo.

Leí Pablo y Virginia. Llegó un fin de año escolar, y salí, en vacaciones, rápido como una saeta, camino de mi casa. ¡Libertad!
* * *

-Mi prima- ¡pero, Dios santo, en tan poco tiempo!- se había hecho una mujer completa. Yo delante de ella me hallaba como avergonzado, un tanto serio. Cuando me dirigía la palabra, me ponía a sonreírle con una sonrisa simple.

Ya tenía quince años y medio Inés. La cabellera, dorada y luminosa al sol, era un tesoro. Blanca y levemente amapolada, su cara era una creación murillesca, si veía de frente. A veces, contemplando su perfil, pensaba en una soberbia medalla siracusana, en un rostro de princesa. El traje, corto antes, había descendido. El seno, firme y esponjado, era un ensueño oculto y supremo; la voz clara y vibrante, las pupilas azules, inefables; la boca llena de fragancia de vida y de color de púrpura. ¡Sana y virginal primavera!

La abuelita me recibió con los brazos abiertos. Inés se negó a abrazarme, me tendió la mano. Después, no me atreví a invitarla a los juegos de antes. Me sentía tímido. ¡Y qué! Ella debía sentir algo de lo que yo. ¡Yo amaba a mi prima!

Inés los domingos iba con la abuela a misa, muy de mañana.

Mi dormitorio estaba vecino al de ellas. Cuando cantaban los campanarios su sonora llamada matinal, ya estaba yo despierto.

Oía, oreja atenta, el ruido de las ropas. Por la puerta entreabierta veía salir la pareja que hablaba en voz alta. Cerca de mí pasaba el frufrú de las polleras antiguas de mi abuela, y del traje de Inés, coqueto, ajustado, para mí siempre revelador.

¡Oh, Eros!
* * *

-Inés...

-¿...?

Y estábamos solos a la luz de una luna argentina, dulce, una bella luna de aquellas del país de Nicaragua.

Le dije todo lo que sentía, suplicante, balbuciente, echando las palabras, ya rápidas, ya contenidas, febril, temeroso. ¡Sí! Se lo dije todo: las agitaciones sordas y extrañas que en mi experimentaba cerca de ella; el amor, el ansia; los tristes insomnios del deseo; mis ideas fijas en ella, allá en mis meditaciones del colegio; y repetía como una oración sagrada la gran palabra: ¡el amor! Oh, ella debía recibir gozosa mi adoración. Creceríamos más. Seríamos marido y mujer...

Esperé.

La pálida claridad celeste nos iluminaba. El ambiente nos llevaba perfumes tibios que a mí se me imaginaban propicios para los fogosos amores. ¡Cabellos áureos, ojos paradisíacos, labios encendidos y entreabiertos!

De repente, y con un mohín:

-¡Ve! La tontería...

Y corrió, como una gata alegre adonde se hallaba la buena abuela, rezando a la callada sus rosarios y responsorios.

Con risa descocada de educanda maliciosa, con aire de locuela:

-¡Eh, abuelita!- me dijo...

Ellas, pues, ya sabían que yo debía «decir».

Con su reír interrumpía el rezo de la anciana que se quedó pensativa acariciando las cuentas de su camándula. Y yo que todo lo veía, a la husma, de lejos, lloraba, sí, lloraba lágrimas amargas, ¡las primeras de mis desengaños de hombre!

Los cambios fisiológicos que en mí se sucedían y las agitaciones de mi espíritu me conmovían hondamente. ¡Dios mío! Soñador, un pequeño poeta como me creía, al comenzarme el bozo, sentía llena de ilusiones la cabeza, de versos los labios, y mi alma y mi cuerpo de púber tenían sed de amor. ¿Cuándo llegaría el momento soberano en que alumbraría una celeste mirada el fondo de mi ser, y aquel en que se rasgaría el velo del enigma atrayente?

Un día, a pleno sol, Inés estaba en el jardín, regando trigo, entre los arbustos y las flores, a las que llamaba sus amigas: unas palomas albas, arrulladoras, con sus buches níveos y amorosamente musicales. Llevaba un traje - siempre que con ella he soñado la he visto con el mismo - gris azulado, de anchas mangas, que dejaban ver casi por entero los satinados brazos alabastrinos; los cabellos los tenía recogidos y húmedos y el vello alborotado de su nuca blanca y rosa era para mí como luz crespa. Las aves andaban a su alrededor currucuqueando, e imprimían en el suelo oscuro la estrella acarminada de sus patas.

Hacía calor. Yo estaba oculto tras los ramajes de unos jazmineros. La devoraba con los ojos. ¡Por fin se acercó por mi escondite, la prima gentil! Me vio trémulo, enrojecida la faz, en mis ojos una llama viva y rara, y acariciante, y se puso a reír cruelmente, terriblemente. ¡Y bien! Oh, aquello no era posible. Me lancé con rapidez frente a ella. Audaz, formidable debía de estar, cuando ella retrocedió como asustada, un paso.

-¡Te amo!

Entonces tornó a reír. Una paloma voló a uno de sus brazos. Ella la mimó dándole granos de trigo entre las perlas de su boca fresca y sensual. Me acerqué más. Mi rostro estaba junto al suyo. Los rendidos animales nos rodeaban. Me turbaba el cerebro una onda invisible y fuerte y de aroma femenil. Se me antojaba Inés una paloma hermosa y humana, blanca y sublime: y al propio tiempo llena de fuego, de ardor. ¡Un tesoro de dichas! No dije más. Le tomé la cabeza y le di un beso en una mejilla, un beso rápido, quemante de pasión furiosa. Ella, un tanto enojada, salió en fuga. Las palomas se asustaron y alzaron el vuelo, formando un opaco ruido de alas sobre los arbustos temblorosos. Yo, abrumado, quedé inmóvil.
* * *

Al poco tiempo partía a otra ciudad. La paloma blanca y rubia no había ¡ay! mostrado a mis ojos el soñado paraíso del misterioso deleite.
* * *

¡Musa ardiente y sacra para mi alma, el día había de llegar! Elena la graciosa, la alegre, ella fue el nuevo amor. ¡Bendita sea aquella boca, que murmuró por primera vez cerca de mí las inefables palabras!

Era allá, en una ciudad que está a la orilla de un lago de mi tierra, un lago encantador, lleno de islas floridas, con pájaros de colores.

Los dos solos estábamos cogidos de las manos, sentados en el viejo muelle, debajo del cual el agua glauca y oscura chapoteaba musicalmente. Había un crepúsculo acariciador, de aquellos que son la delicia de los enamorados tropicales. En el cielo opalino se veía una diafanidad apacible que disminuía hasta cambiarse en tonos de violeta oscuro, por la parte del oriente, y aumentaba convirtiéndose en oro sonrosado en el horizonte profundo, donde vibraban oblicuos, rojos y desfallecientes los últimos rayos solares. Arrastrada por el deseo, me miraba la adorada mía y nuestros ojos se decían cosas ardorosas y extrañas. En el fondo de nuestras almas cantaban un unísono embriagador como dos invisibles y divinas filomelas.

Yo extasiado veía a la mujer tierna y ardiente; con su cabellera castaña que acariciaba con mis manos, su rostro color de canela y rosa, su boca cleopatrina, su cuerpo gallardo y virginal; y oía su voz queda, muy queda, que me decía frases cariñosas, tan bajo, como que sólo eran para mí, temerosa quizás de que se las llevase el viento vespertino. Fija en mí, me inundaban de felicidad sus ojos de Minerva, ojos verdes, ojos que deben siempre gustar a los poetas. Luego, erraban nuestras miradas por el lago, todavía lleno de vaga claridad. Cerca de la orilla, se detuvo un gran grupo de garzas. Garzas blancas, garzas morenas de esas que cuando el día calienta, llegan a las riberas a espantar a los cocodrilos, que con las anchas mandíbulas abiertas beben sol sobre las rocas negras. ¡Bellas garzas! Algunas ocultaban los largos cuellos en la onda o bajo el ala, y semejaban manchas de flores vivas y sonrosadas, móviles y apacibles. A veces una, sobre una pata, se alisaba con el pico las plumas, o permanecía inmóvil, escultural o hieráticamente, o varias daban un corto vuelo, formando en el fondo de la ribera llena de verde, o en el cielo, caprichosos dibujos, como las bandadas de grullas de un parasol chino.

Me imaginaba junto a mi amada, que de aquel país de la altura me traerían las garzas muchos versos desconocidos y soñadores. Las garzas blancas las encontraba más puras y más voluptuosas, con la pureza de la paloma y la voluptuosidad del cisne; garridas con sus cuellos reales, parecidos a los de las damas inglesas que junto a los pajecillos rizados se ven en aquel cuadro en que Shakespeare recita en la corte de Londres. Sus alas, delicadas y albas, hacen pensar en desfallecientes sueños nupciales; todas - bien dice un poeta - como cinceladas en jaspe.

¡Ah, pero las otras, tenían algo de más encantador para mí! Mi Elena se me antojaba como semejante a ellas, con su color de canela y de rosa, gallarda y gentil.

Ya el sol desaparecía, arrastrando toda su púrpura opulenta de rey oriental. Yo había halagado a la amada tiernamente con mis juramentos y frases melifluas y cálidas, y juntos seguíamos en un lánguido dúo de pasión inmensa. Habíamos sido hasta ahí dos amantes soñadores, consagrados místicamente uno a otro.

De pronto, y como atraídos por una fuerza secreta, en un momento inexplicable, nos besamos en la boca, todos trémulos, con un beso para mí sacratísimo y supremo: el primer beso recibido de labios de mujer. ¡Oh, Salomón, bíblico y real poeta! Tú lo dijiste como nadie: «Mel et lac sub lingua tua».

Aquel día no soñamos más.
* * *

¡Ah, mi adorable, mi bella, mi querida garza morena! Tú tienes en los recuerdos profundos que en mi alma forman lo más alto y sublime, una luz inmortal.

¡Porque tú me revelaste el secreto de las delicias divinas, en el inefable primer instante del amor!

sábado, 31 de mayo de 2014

Una víctima de la publicidad con locución de María Ros Navarro

Émile Zola

Conocí a un chico, fallecido el año pasado, cuya vida fue un prolongado martirio. Desde que tuvo uso de razón, Claude se había hecho este razonamiento: «El plan de mi existencia está trazado. No tengo más que aceptar las ventajas de mi tiempo. Para marchar con el progreso y vivir totalmente feliz, me bastará con leer los periódicos y los carteles publicitarios, mañana y tarde, y hacer exactamente lo que esos soberanos guías me aconsejen. En ello radica la verdadera sabiduría, la única felicidad posible». A partir de aquel día, Claude adoptó los anuncios de los periódicos y de los carteles como código de vida. Éstos se convirtieron en el guía infalible que le ayudaba a decidirlo todo; no compró nada, no emprendió nada que no le hubiera sido recomendado por la voz de la publicidad. Así fue como el desventurado vivió en un auténtico infierno.

Claude adquirió un terreno formado por tierras de aluvión donde sólo pudo construir sobre pilotes. La casa, construida según un sistema novedoso, temblaba cuando hacía viento y se desmoronaba con las lluvias tormentosas. En su interior, las chimeneas, provistas de ingeniosos sistemas fumívoros, humeaban hasta asfixiar a la gente; los timbres eléctricos se obstinaban en guardar silencio; los retretes, instalados según un modelo excelente, se habían convertido en horribles cloacas; los muebles, que debían obedecer a mecanismos particulares, se negaban a abrirse y cerrarse.

Tenía sobre todo un piano que no era sino un mal organillo y una caja fuerte inviolable e incombustible que los ladrones se llevaron tranquilamente a la espalda una hermosa noche invernal.

El infortunado Claude no sufría sólo en sus propiedades sino también en su persona: La ropa se le rompía en plena calle. La compraba en esos establecimientos que anuncian una rebaja considerable por liquidación total. Un día me lo encontré completamente calvo. Siempre guiado por su amor al progreso, se le había ocurrido cambiar su cabello rubio por otro moreno. El agua que acababa de usar había hecho que se le cayera todo el pelo rubio, y él estaba encantado porque -según decía- ahora podría usar cierta pomada que, con toda seguridad, le proporcionaría un cabello negro dos veces más espeso que su antiguo pelo rubio.

No hablaré de todos los potingues que se tomó. Era robusto pero se quedó escuálido y sin aliento. Fue entonces cuando la publicidad empezó a asesinarlo. Se creyó enfermo y se automedicó según las excelentes recetas de los anuncios y, para que la medicación fuera más efectiva siguió todos los tratamientos a la vez, hallándose confuso ante la idéntica cantidad de elogios que cada producto recibía.

La publicidad tampoco respetó su inteligencia. Llenó su biblioteca con libros que los periódicos le recomendaron. La clasificación que adoptó fue de lo más ingeniosa: ordenó los volúmenes por orden de mérito, quiero decir, según el mayor o menor lirismo de los artículos pagados por los editores. Allí se amontonaron todas las bobadas y todas las infamias contemporáneas. Jamás se vio un montón de ignominias semejante. Y además, Claude había tenido el detalle de pegar en el lomo de cada volumen el anuncio que se lo había hecho comprar. Así, cuando abría un libro, sabía por adelantado el entusiasmo que debía manifestar; reía o lloraba según la fórmula. Con ese régimen, llegó a ser completamente idiota.

El último acto de este drama fue lastimoso. Tras haber leído que había una sonámbula que curaba todos los males, Claude se apresuró a ir a consultarla acerca de las enfermedades que no tenía. La sonámbula le propuso obsequiosamente la posibilidad de rejuvenecerlo indicándole la forma para no tener más de dieciséis años. Se trataba simplemente de darse un baño y de beber determinada agua. Se tragó el agua, se metió en el baño y se rejuveneció en él de tal manera que, al cabo de media hora, lo encontraron asfixiado.

Claude fue víctima de la publicidad hasta después de muerto. Según su testamento, había querido ser enterrado en un ataúd de embalsamamiento instantáneo cuya patente acababa de obtener un droguero. En el cementerio, el ataúd se abrió en dos, y el miserable cadáver cayó al barro donde tuvo que ser enterrado revuelto con las planchas rotas de la caja. Su tumba, hecha de cartón piedra y en imitación de mármol, empapada por las lluvias del primer invierno, no fue pronto nada más que un montón de podredumbre sin nombre.


L’Inondation et autres nouvelles

ESCUCHA EL RELATO


"Una víctima de la publicidad", de Emile Zolá, tomado de la página web http://www.ciudadseva.com/ , con locución de María Ros Navarro, música basada en "Lonely traveller meets a jolly eagle-owl", de Dance of the Wind.

jueves, 29 de mayo de 2014

El principito (capítulo 7) con locución de Maruja Pinilla Quiñonero

Consulta su disponibilidad

CAPÍTULO VII

El quinto día, siempre gracias al cordero, me fue revelado este secreto de la vida del principito. Me preguntó bruscamente, sin preámbulo, como resultado de un problema meditado largo tiempo en silencio:

- Un cordero, si come arbustos, come también flores ?
- Un cordero come todo lo que encuentra.
- Hasta las flores que tienen espinas ?
- Sí. Hasta las flores que tienen espinas.
- Entonces las espinas, para qué sirven ?
Yo no lo sabía. Estaba ensimismado intentando desenroscar un bulón demasiado ajustado de mi motor. Estaba muy preocupado porque mi avería empezaba a parecerme muy grave, y el agua potable que se agotaba me hacía temer lo peor.
- Las espinas, para qué sirven ?
El principito no renunciaba nunca a una pregunta, una vez que la había formulado. Yo estaba irritado por mi bulón y respondí cualquier cosa:
- Las espinas no sirven para nada, es pura maldad de las flores !
- Oh!
Pero después de un silencio me largó, con un cierto rencor:
- No te creo ! Las flores son débiles. Son ingenuas. Se previenen como pueden. Se creen terribles con sus espinas. ..
No respondí nada. En ese momento me decía: "Si este bulón sigue resistiendo, lo haré saltar de un martillazo." El principito perturbó de nuevo mis reflexiones:
- Y tú crees que las flores...
- Pero no ! Pero no ! No creo nada ! Respondí cualquier cosa. Yo me ocupo de cosas serias !
Me miró estupefacto.
- De cosas serias !
Me veía, con el martillo en la mano y los dedos negros de grasa, inclinado sobre un objeto que le parecía muy feo.
- Hablas como los adultos !
Eso me dio un poco de vergüenza. Pero, implacable, agregó:
- Confundes todo... mezclas todo !
Estaba realmente muy irritado. Agitaba al viento la cabellera dorada:
- Conozco un planeta donde hay un Señor rubicundo. Nunca olió una flor. Nunca miró una estrella. Nunca amó a nadie. Nunca hizo nada más que cuentas. Y todo el día repite como tú: "Soy un hombre serio ! Soy un hombre serio !" y eso lo infla de orgullo. Pero no es un hombre, es un hongo !
- Un qué ?
- Un hongo !

El principito se había puesto todo pálido de rabia.


- Hace millones de años que las flores producen espinas. Hace millones de años que los corderos a pesar de todo se comen las flores. Y no es importante intentar entender por qué ellas se esfuerzan tanto en hacerse espinas que no sirven nunca para nada ? No es importante la guerra de los corderos y las flores ? No es más serio y más importante que las cuentas de un voluminoso Señor colorado ? Y si yo conozco una flor única en el mundo que no existe en ninguna parte salvo en mi planeta, a la que un corderito puede aniquilar de un golpe, así no más, una mañana, sin darse cuenta de lo que hace, eso no es importante !
Enrojeció, luego prosiguió:
Si alguien ama a una flor de la que no existe más que un ejemplar en los millones y millones de estrellas, eso basta para que se sienta feliz cuando las mira. Se dice: "Mi flor está allá en algún lado..." Pero si el cordero se come la flor, es para él como si, de golpe, todas las estrellas se apagaran ! Y eso no es importante !
No pudo decir nada más. Estalló bruscamente en sollozos. Había caído la noche. Yo había soltado mis herramientas. Bien me burlaba de mi martillo, de mi bulón, de la sed y de la muerte. Había en una estrella, un planeta, el mío, la Tierra, un principito para consolar ! Lo tomé entre mis brazos y lo mecí. Le decía: "La flor que amas no está en peligro... Dibujaré un bozal para tu cordero... Te dibujaré una coraza para tu flor... Te..." No sabía bien qué decir. Me sentía muy torpe. No sabía cómo alcanzarlo, dónde encontrarlo... Es tan misterioso el país de las lágrimas.

ESCÚCHALO



"El principito - capítulo 7", de Antoine de Saint Exupery, publicado por Emece Editores, en Barcelona, el año 1951, traducción de Bonifacio del Carril, con locución de Maruja Pinilla Quiñonero, música basada en "Sonata nº 7 en do mayor, andante", de Mozart.

viernes, 23 de mayo de 2014

El caudillo con locución de María Ros Navarro


Consulta su disponibilidad
Lee el relato mientras lo escuchas

Cuando el chofer, reapareciendo con los brazos engrasados, dijo que la única solución era empujar el ómnibus, nadie se movió de su asiento. Cada cual esperaba, sin duda, que su vecino se levantara, pero como el vecino pensaba lo mismo, reinó la más completa inmovilidad. 

Comenzaron, entonces, a lanzarse miradas oblicuas que eran una invitación y, a veces, hasta una orden. Pero el sol ardía implacable. Cayendo sobre los arenales se aplastaba en todas direcciones con una luz espesa que parecía humear.

–¿Cómo? –preguntó el chofer–. ¿Nadie se anima? ¡Entonces nos vamos a quedar botados en este lugar! Ustedes saben que por aquí pasan muy rara vez dos carros…

Pero esta arenga, lejos de persuadir a los pasajeros, los invitó a seguir observando el interior del vehículo, buscando una víctima propicia. En el último asiento había un mocetón en mangas de camisa, con unos poderosos bíceps de herrero, leyendo despreocupadamente su periódico. Todos repararon en él y, sin previo concierto, calcularon que sería él quien diera el empujón. Cuando el joven levantó el rostro vio la cuádruple fila de pasajeros mirándolo en silencio. En sus facciones se vislumbró una mueca de fastidio.

–Entonces, ¿yo? –dijo, señalándose el pecho.

Nadie respondió «sí» directamente, pero comenzaron a hacer comentarios más expresivos.

–Usted es el más fuerte…

–La ciudad está aún muy lejos…

–Hay que ser un poco desprendido...

Y no faltó quien buscara la excusa en su camisa:

–Me la acabo de cambiar esta mañana.

–¡Malaya! –exclamó el joven, levantándose al mismo tiempo que arrojaba su periódico–. 

Lo haré, pues.

Y comenzó a cruzar el ómnibus hacia la puerta. Una vez afuera lo vieron arrugar los párpados para protegerse del sol y remangarse más la camisa. Pronto se dirigió a la espalda del ómnibus con un paso decidido y atlético que despertó la admiración unánime por su corpulencia.

–¿Ya? –gritó al poco rato, y el chofer, apostándose en su asiento, encendió el motor.

Al principio el ómnibus no se movió, pero todos sintieron vibrar a través de su armadura una fuerza sobrehumana.

–¡Más fuerte! –gritó un pasajero.

Otro sacó la cabeza por la ventanilla:

–¡Dale, mozo! ¡Con fuerza!

Muchos lo imitaron y así el joven notó, de pronto, que casi todos los pasajeros lo alentaban, con medio cuerpo fuera de la ventana.

–¡Ahora! ¡Bravo! ¡Así! ¡Un poco más!

Él, para no defraudarlos, a pesar del calor que lo ahogaba, se aplicó con tal energía que el ómnibus comenzó a rodar lentamente. Después fue aumentando su velocidad, comenzó a roncar el motor, lanzó una gruesa columna de humo y arrancó con una rapidez vertiginosa.

El joven quedó en medio de la pista limpiándose el sudor con ambos brazos y al levantar la mirada, divisó al ómnibus que seguía su marcha. Esperó un momento que se detuviera, pero no tenía trazas de hacerlo. Entonces comenzó a correr detrás de él gritando y agitando los brazos con desesperación. Hubo un momento en que se aproximó tanto que pudo ver al conductor prendido del estribo.

–¡Pare! –gritó–. ¡No se olviden de mí!

–¡Si nos detenemos, se vuelve a malograr! –escuchó que le respondía.

–¡Lo vuelvo a empujar! –bramó el joven haciendo una promesa que seguramente no iba a poder cumplir.

El conductor se introdujo un momento, como si fuera a consultar con la mayoría. Poco después reapareció:

–¡Ya no podría hacerlo arrancar! ¡Está usted muy cansado!

Por último, en una curva cerrada, el ómnibus desapareció. El joven alcanzó a divisar aún los rostros de los últimos pasajeros que, vueltos hacia él, parecían reír.


"El caudillo", de Julio Ramón Ribeyro, incluido en el libro "la palabra del mudo", publicado por Seix Barral, en Barcelona, el año 2012, con locución de María Ros Navarro, con música basada en "Biting Irony", de Esther García.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Quiero jugar con locución de Georgina Rios Florean

Consulta su disponibilidad

Lee el texto a la vez que escuchas el relato

Quiero jugar a las montañas, a los pájaros, a que soy un perro con una mosca en la oreja: trémulo y enojado: olvidadizo. Ya no se acuerda qué lo molestaba, ahora intenta salir a la calle y olisquear las orillas de los árboles, en busca de no sé qué aroma inolvidable.



Quiero jugar a que no pasa nada, no pienso nada, nada recuerdo, nada temo y todo me da risa.


Quiero jugar a que el tiempo no se ha ido como arena, a que voy al colegio, ando descalza, no son mentira las tardes en el río. Jugar a que no sé sino este canto, este lamento, esta gana de ser lo que sí soy.

Quiero jugar a que aprendí a coser, a que sé cómo se toca una sonata de Beethoven, cómo se escucha a Mozart, cómo se teme al mar, cómo se tatúa el viento, el sembradío de gladiolas, las noches junto al lago, el fuego en esa hoguera que prendimos cuando aún no hacía frío.

Quiero jugar a que no es mi cumpleaños, a que fue mi cumpleaños, a que mi madre me regaló un burro gris que rebuznaba al jalarle un resorte.

Quiero jugar a que íbamos donde vendían las luces de bengala, jugar a que un globo de papel prendía por fin su luz llena abejas, y se iba para el cielo sin voltear hacia atrás.

Quiero jugar a que un día no sabré mi nombre. Ni el de mis más queridos. Quiero, como a ninguno, temerle a semejante juego. No quiero jugar al olvido, a ese le tengo miedo, a eso juega mi tía con casi noventa años, diciendo que, en su familia, nadie hace huesos viejos. Olvidando que tuvo dos hijas, muertas como verdades infalibles. Quiero olvidar así, para no recordar lo que no quiero.

Quiero jugar a que vive mi padre y anda conmigo y mis hermanos esperando que su mujer traiga la sopa. Jugar a que no fue a la guerra, como sí fue Mambrú, el héroe con que dormí a mis hijos tantas noches. Quiero cantar: no sé cuándo vendrá. Quiero jugar al cine, a los seis años, a que forro los libros en quinto de primaria. Y quiero desnudarme y ser divina. Que me manden las rosas de los años sesentas, la música y el alma de aquel músico. Quiero jugar a que me arrastra el viento, me hunden las olas, me recobra un pez. Quiero dulce de coco y un volcán y tres noches, como tres carabelas. Quiero que vuelva el sueño en que soñó Mateo que yo era azul marina. Quiero jugar a que si está nublado nos quedamos en cama viendo la tele, a que la diosa Cati se pone los anteojos en Los Ángeles para mirarnos desde allá, mirándola desde aquí.

Quiero jugar a que me quiso quien no me supo y saber que me quiere quien me sabe.

Quiero jugar a que no existe el mes, ni estoy para escribir nada cuando sólo quiero escribir: no sé, no entiendo.

Quiero jugar a que el mundo tiene alas, resuelve crucigramas, bendice los enigmas de quienes se preguntan qué hacer con sus finanzas y sus penas.

Quiero jugar a que sabía de rimas y poesía lo que sabe quien escribe sin firma en la página que antecede mi página. Quiero que un novelista me recuerde y que no haya en el mundo ni en mi patria, menos aquí en mi patria que en ninguna, una sola mujer capaz de concederle su elección a un señor. Y no quiero jugar a que no me da pena que existan estas hembras y estos hombres. Quiero, sí, irme de compras a la luna y encontrarme una tienda en la que vendan voluntad, síntesis, concentración, premura, certidumbres. Todo lo que no tengo para jugar a eso que juegan esos que sí tienen todo eso.

Quiero quedarme quieta, con el aliento en vilo, bajo la sombra de quienes me abrazan. Quiero jugar a que no es octubre, a que vivo viva, sin arrepentimiento y sin angustia. Como viven el sol y los cometas, como duermen los animales y las plantas, la espada de Damocles y los años que sigan a estos años.


Quiero jugar 
Ángeles Mastretta




"Quiero jugar", de Ángeles Mastretta, incluido en el libro "la emoción de las cosas", publicado por Seix Barral, en Barcelona, el año 2013, con locución de Georgina Rios Florean, con música basada en "Cuarteto de piano nº 3, en Do mayor, 2-Adagio", de Beethoven.

jueves, 15 de mayo de 2014

Los zapaticos de rosa con locución de Raúl Rey


"Los zapaticos de rosa", de José Martí, incluido en el libro "la Edad de Oro y otros relatos", publicado por Ediciones Cátedra, en Madrid, el año 2006, con locución de Raúl Rey, con música basada en "piano sonata nº 1, op.2, Adagio ", de Beethoven.

Consulta su disponibilidad


LOS ZAPATICOS DE ROSA


A Mademoiselle Marie

Hay sol bueno y mar de espuma, 
Y arena fina, y Pilar 
Quiere salir a estrenar 
Su sombrerito de pluma.

—«¡Vaya la niña divina!» 
Dice el padre y le da un beso: 
—«¡Vaya mi pájaro preso 
A buscarme arena fina!»

—«Yo voy con mi niña hermosa», 
Le dijo la madre buena: 
«¡No te manches en la arena 
Los zapaticos de rosa!»

Fueron las dos al jardín 
Por la calle del laurel: 
La madre cogió un clavel 
Y Pilar cogió un jazmín.

Ella va de todo juego, 
Con aro, y balde, y paleta: 
El balde es color violeta: 
El aro es color de fuego.

Vienen a verlas pasar: 
Nadie quiere verlas ir: 
La madre se echa a reír, 
Y un viejo se echa a llorar.

El aire fresco despeina 
A Pilar, que viene y va 
Muy oronda: —«¡Di, mamá! 
¿Tú sabes qué cosa es reina?»

Y por si vuelven de noche 
De la orilla de la mar, 
Para la madre y Pilar 
Manda luego el padre el coche.

Está la playa muy linda: 
Todo el mundo está en la playa: 
Lleva espejuelos el aya 
De la francesa Florinda.

Está Alberto, el militar 
Que salió en la procesión 
Con tricornio y con bastón, 
Echando un bote a la mar.

¡Y qué mala, Magdalena 
Con tantas cintas y lazos, 
A la muñeca sin brazos 
Enterrándola en la arena!

Conversan allá en las sillas, 
Sentadas con los señores, 
Las señoras, como flores, 
Debajo de las sombrillas.

Pero está con estos modos 
Tan serios, muy triste el mar: 
¡Lo alegre es allá, al doblar, 
En la barranca de todos!

Dicen que suenan las olas 
Mejor allá en la barranca, 
Y que la arena es muy blanca 
Donde están las niñas solas.

Pilar corre a su mamá: 
—«¡Mamá, yo voy a ser buena: 
Déjame ir sola a la arena: 
Allá, tú me ves, allá!»

—«¡Esta niña caprichosa! 
No hay tarde que no me enojes: 
Anda, pero no te mojes 
Los zapaticos de rosa.»

Le llega a los pies la espuma: 
Gritan alegres las dos: 
Y se va, diciendo adiós, 
La del sombrero de pluma.

¡Se va allá, dónde ¡muy lejos! 
Las aguas son más salobres, 
Donde se sientan los pobres, 
Donde se sientan los viejos!

Se fue la niña a jugar, 
La espuma blanca bajó, 
Y pasó el tiempo, y pasó 
Un águila por el mar.

Y cuando el sol se ponía 
Detrás de un monte dorado, 
Un sombrerito callado 
por las arenas venía.

Trabaja mucho, trabaja 
Para andar: ¿qué es lo que tiene 
Pilar que anda así, que viene 
Con la cabecita baja?

Bien sabe la madre hermosa 
Por qué le cuesta el andar: 
—«¿Y los zapatos, Pilar, 
Los zapaticos de rosa?»

—«¡Ah, loca! ¿en dónde estarán? 
¡Di, dónde, Pilar!» —«Señora», 
Dice una mujer que llora: 
«¡Están conmigo: aquí están!»

—«Yo tengo una niña enferma 
que llora en el cuarto oscuro. 
Y la traigo al aire puro 
A ver el sol, y a que duerma.

»Anoche soñó, soñó 
con el cielo, y oyó un canto: 
Me dio miedo, me dio espanto, 
Y la traje, y se durmió.

»Con sus dos brazos menudos 
Estaba como abrazando; 
Y yo mirando, mirando 
Sus piececitos desnudos.

»Me llegó al cuerpo la espuma, 
Alcé los ojos, y vi 
Esta niña frente a mí 
Con su sombrero de pluma».

—«¡Se parece a los retratos 
Tu niña!» dijo: «¿Es de cera? 
¿Quiere jugar? ¡Si quisiera!... 
¿Y por qué está sin zapatos?

»Mira: ¡la mano le abrasa, 
Y tiene los pies tan fríos! 
¡Oh, toma, toma los míos; 
Yo tengo más en mi casa!»

«No sé bién, señora hermosa, 
Lo que sucedió después: 
¡Le vi a mi hijita en los pies 
Los zapaticos de rosa!»

Se vio sacar los pañuelos 
A una rusa y a una inglesa; 
El aya de la francesa 
Se quitó los espejuelos.

Abrió la madre los brazos: 
Se echó Pilar en su pecho, 
Y sacó el traje deshecho, 
Sin adornos y sin lazos.

Todo lo quiere saber 
De la enferma la señora: 
¡No quiere saber que llora 
De pobreza una mujer!

—«¡Sí, Pilar, dáselo! ¡y eso 
También! ¡Tu manta! ¡Tu anillo!» 
Y ella le dio su bolsillo: 
Le dio el clavel, le dio un beso.

Vuelven calladas de noche 
A su casa del jardín: 
Y Pilar va en el cojín 
De la derecha del coche.

Y dice una mariposa 
Que vio desde su rosal 
Guardados en un cristal 
Los zapaticos de rosa.

miércoles, 14 de mayo de 2014

El mar de Cuba de Raul Rey



 Os dejamos con "El mar de Cuba" cuya autoría y locución pertenece a Raúl Rey, relato inédito del propio lector.



"El mar de Cuba", de Raul Rey, con locución del autor y música basada en "nocturnos op. 9 y 62", de Chopin.

jueves, 3 de abril de 2014

'Proverbios y cantares' con locución de Miguel Ángel Hernández


"Proverbios y cantares" de Antonio Machado, en conmemoración del 75 aniversario de la muerte del autor, recitados por Miguel Ángel Hernández, con música basada en "preludio op. 28, en re bemol mayor, sostenido", de Chopin.

Consulta su disponibilidad


I

Nunca perseguí la gloria
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles
como pompas de jabón.
Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse.

II

¿Para qué llamar caminos
a los surcos del azar?...
Todo el que camina anda,
como Jesús, sobre el mar.

III

A quien nos justifica nuestra desconfianza
llamamos enemigo, ladrón de una esperanza.
Jamás perdona el necio si ve la nuez vacía
que dio a cascar al diente de la sabiduría.

IV

Nuestras horas son minutos
cuando esperamos saber,
y siglos cuando sabemos
lo que se puede aprender.

V

Ni vale nada el fruto
cogido sin sazón...
Ni aunque te elogie un bruto
ha de tener razón.

VI

De lo que llaman los hombres
virtud, justicia y bondad,
una mitad es envidia,
y la otra, no es caridad.

VII

Yo he visto garras fieras en las pulidas manos;
conozco grajos mélicos y líricos marranos...
El más truhán se lleva la mano al corazón,
y el bruto más espeso se carga de razón.

VIII

En preguntar lo que sabes
el tiempo no has de perder..
Y a preguntas sin respuesta
¿quién te podrá responder?

IX

El hombre, a quien el hambre de la rapiña acucia,
de ingénita malicia y natural astucia,
formó la inteligencia y acaparó la tierra.
¡Y aun la verdad proclama! ¡Supremo ardid de guerra!

X

La envidia de la virtud
hizo a Caín criminal.
¡Gloria a Caín! Hoy el vicio
es lo que se envidia más.

XI

La mano del piadoso nos quita siempre honor;
mas nunca ofende al damos su mano el lidiador.
Virtud es fortaleza, ser bueno es ser valiente;
escudo, espada y maza llevar bajo la frente
porque el valor honrado de todas armas viste:
no sólo para, hiere, y más que aguarda, embiste.
Que la piqueta arruine, y el látigo flagele;
la fragua ablande el hierro, la lima pula y gaste,
y que el buril burile, y que el cincel cincele,
la espada punce y hienda y el gran martillo aplaste.

XII

¡Ojos que a luz se abrieron
un día para, después,
ciegos tornar a la tierra,
hartos de mirar sin ver!

XIII

Es el mejor de los buenos
quien sabe que en esta vida
todo es cuestión de medida:
un poco más, algo menos...

XIV

Virtud es la alegría que alivia el corazón
más grave y desarruga el ceño de Catón.
El bueno es el que guarda, cual venta del camino,
para el sediento el agua, para el borracho el vino.

XV

Cantad conmigo en coro: Saber, nada sabemos,
de arcano mar vinimos, a ignota mar iremos...
Y entre los dos misterios está el enigma grave;
tres arcas cierra una desconocida llave.
La luz nada ilumina y el sabio nada enseña.
¿Qué dice la palabra? ¿Qué el agua de la peña?

XVI

El hombre es por natura la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de nada un mundo y, su obra terminada,
«Ya estoy en el secreto -se dijo-, todo es nada.»

XVII

El hombre sólo es rico en hipocresía.
En sus diez mil disfraces para engañar confía;
y con la doble llave que guarda su mansión
para la ajena hace ganzúa de ladrón.

XVIII

¡Ah, cuando yo era niño
soñaba con los héroes de la Ilíada!

Ayax era más fuerte que Diómedes,
Héctor, más fuerte que Ayax,
y Aquiles el más fuerte; porque era
el más fuerte... ¡Inocencias de la infancia!
¡Ah, cuando yo era niño
soñaba con los héroes de la Ilíada!

XIX

El casca-nueces-vacías,
Colón de cien vanidades,
vive de supercherías
que vende como verdades.

XX

¡Teresa, alma de fuego,
Juan de la Cruz, espíritu de llama
por aquí hay mucho frío, padres, nuestros
corazoncitos de Jesús se apagan!

XXI

Ayer soñé que veía
a Dios y que a Dios hablaba;
y soñé que Dios me oía...
Después soñé que soñaba.

XXII

Cosas de hombres y mujeres,
los amoríos de ayer,
casi los tengo olvidados,
si fueron alguna vez.

XXIII

No extrañéis, dulces amigos,
que esté mi frente arrugada;
yo vivo en paz con los hombres
y en guerra con mis entrañas.

XXIV

De diez cabezas, nueve
embisten y una piensa.
Nunca extrañéis que un bruto
se descuerne luchando por la idea.

XXV

Las abejas de las flores
sacan miel, y melodía
del amor, los ruiseñores;
Dante y yo -perdón, señores-,
trocamos -perdón, Lucía-,
el amor en Teología.

XXVI

Poned sobre los campos
un carbonero, un sabio y un poeta.
Veréis cómo el poeta admira y calla,
el sabio mira y piensa...
Seguramente, el carbonero busca
las moras o las setas.
LlevadIos al teatro
y sólo el carbonero no bosteza.
Quien prefiere lo vivo a lo pintado
es el hombre que piensa, canta o sueña.
El carbonero tiene
llena de fantasías la cabeza.

XXVII

¿Dónde está la utilidad
de nuestras utilidades?
Volvamos a la verdad:
vanidad de vanidades.

XXVIII

Todo hombre tiene dos
batallas que pelear:
en sueños lucha con Dios;
y despierto, con el mar.

XXIX

Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.

XXX

El que espera desespera,
dice la voz popular.
¡Qué verdad tan verdadera!
La verdad es lo que es,
y sigue siendo verdad
aunque se piense al revés.

XXXI

Corazón, ayer sonoro,
¿ya no suena
tu monedilla de oro?
Tu alcancía,
antes que el tiempo la rompa,
¿se irá quedando vacía?
Confiemos
en que no será verdad
nada de lo que sabemos.

XXXII

¡Oh fe del meditabundo!
¡Oh fe después del pensar!
Sólo si viene un corazón al mundo
rebosa el vaso humano y se hincha el mar.

XXXIII

Soñé a Dios como una fragua
de fuego, que ablanda el hierro,
como un forjador de espadas,
como un bruñidor de aceros,
que iba firmando en las hojas
de luz: Libertad. -Imperio.

XXIV

Yo amo a jesús, que nos dijo
Cielo y tierra pasarán.
Cuando cielo y tierra pasen
mi palabra quedará.
¿Cuál fue, jesús, tu palabra?
¿Amor? ¿Perdón? ¿Caridad?
Todas tus palabras fueron
una palabra: Velad.

XXXV

Hay dos modos de conciencia:
una es luz, y otra, paciencia.
Una estriba en alumbrar
un poquito el hondo mar;
otra, en hacer penitencia
con caña o red, y esperar
el pez, como pescador.
Dime tú. ¿Cuál es mejor?
¿Conciencia de visionario
que mira en el hondo acuario
peces vivos,
fugitivos,
que no se pueden pescar,
o esa maldita faena
de ir arrojando a la arena,
muertos, los peces del mar?

XXXVI

Fe empirista. Ni somos ni seremos.
Todo nuestro vivir es emprestado.
Nada trajimos; nada llevaremos.

XXXVII

¿Dices que nada se crea?
No te importe, con el barro
de la tierra, haz una copa
para que beba tu hermano.

XXXVIII

¿Dices que nada se crea?
Alfarero, a tus cacharros.
Haz tu copa y no te importe
si no puedes hacer barro.

XXIX

Dicen que el ave divina
trocada en pobre gallina,
por obra de las tijeras
de aquel sabio profesor
(fue Kant un esquilador
de las aves altaneras;
toda su filosofia,
un sport de cetrería),
dicen que quiere saltar
las tapias del corralón,
y volar
otra vez, hacia Platón.
¡Hurra! ¡Sea!
¡Feliz será quien lo vea!

XL

Sí, cada uno y todos sobre la tierra iguales:
el ómnibus que arrastran dos pencos matalones,
por el camino, a tumbos, hacia las estaciones,
el ómnibus completo de viajeros banales,
y en medio un hombre mudo, hipocondríaco, austero,
a quien se cuentan cosas y a quien se ofrece vino...
Y allá, cuando se llegue, ¿descenderá un viajero
no más? ¿O habránse todos quedado en el camino?

XLI

Bueno es saber que los vasos
nos sirven para beber;
lo malo es que no sabemos
para qué sirve la sed.

XLII

¿Dices que nada se pierde?
Si esta copa de cristal
se me rompe, nunca en ella
beberé, nunca jamás.

XLIII

Dices que nada se pierde,
y acaso dices verdad;
pero todo lo perdemos
y todo nos perderá.

XLIV

Todo pasa y todo queda;
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar.

XLV

Morir.. ¿Caer como gota
de mar en el mar inmenso?
¿O ser lo que nunca ha sido:
uno, sin sombra y sin sueño,
un solitano que avanza
sin camino y sin espejo?

XLVI

Anoche soné que oía
a Dios, gritándome: ¡Alerta!
Luego era Dios quien dormía,
y yo gritaba: ¡Despierta!

XLVII

Cuatro cosas tiene el hombre
que no sirven en la mar:
ancla, gobernalle y remos,
y miedo de naufragar.
Mirando mi calavera
un nuevo Hamlet dirá:
He aquí un lindo fósil de una
careta de carnaval.

XLIX

Ya noto, al paso que me torno viejo,
que en el inmenso espejo,
donde orgulloso me miraba un día,
era el azogue lo que yo ponía.
Al espejo del fondo de mi casa
una mano fatal
ya rayendo el azogue, y todo pasa
por él como la luz por el cristal.

L

-Nuestro español bosteza.
¿Es hambre? ¿Sueño? ¿Hastío?
Doctor, ¿tendrá el estómago vacío?
-El vacío es más bien en la cabeza.

LI

Luz del alma, luz divina,
faro, antorcha, estrella, sol...
Un hombre a tientas camina;
lleva a la espalda un farol.

LII

Discutiendo están dos mozos
si a la fiesta del lugar
irán por la carretera
o campo atraviesa irán.
Discutiendo y disputando
empiezan a pelear.
Ya con las trancas de pino
furiosos golpes se dan;
ya se tiran de las barbas,
que se las quieren pelar.
Ha pasado un carretero,
que va cantando un cantar:
«Romero, para ir a Roma,
lo que importa es caminar;
a Roma por todas partes,
por todas partes se va.»

LIII

Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.
Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.