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miércoles, 29 de enero de 2014

'El hombre mochuelo' con locución de Ginés García Agüera

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Por Eduardo Boix


Con una prosa directa nos sumerge en su mundo, una mezcla ente Kafka, Goya y Buñuel. Ya nos lo indica la contra del libro:

 «Javier Tomeo domina con maestría el relato: la distancia corta es muy adecuada para un escritor que opera a menudo con la sugerencia de una amenaza imprecisa e inminente. La obra que presentamos en esta edición –que reúne las piezas breves publicadas en los libros Bestiario, Historias mínimas, Problemas oculares, Zoopatías y zoofilias, El nuevo bestiario, Cuentos perversos, Los nuevos inquisidores y una colección de inéditos, que incluye obras nuevas y reescrituras de antiguos relatos– recoge algunos de sus mejores textos» (del prólogo de Daniel Gascón).

Obras como Los cuentos completos de Javier Tomeo, son una obra magna de la literatura española. Un libro base de una cultura tan arraigada a la tierra como fue la obra de Buñuel y es la de Tomeo. El cierzo ha dotado a este autor de una fuerza inusual. Tomeo tiene una lucidez y una inteligencia que lo demuestra en cada texto. Desde el primer al último cuento nos relata, demuestra su amor por la vida, los animales, el humor, la sátira. Una mezcla explosiva entre Kafka y La Codorniz, que nos ofrece el humor puramente aragonés. Los cuentos completos de Javier Tomeo son un deleite para los sentidos, un libro imprescindible para todos los amantes de lo breve.

"El hombre mochuelo" escrito por Javier Tomeo, incluido en su libro "Cuentos completos", editado por "Páginas de Espuma", en Madrid, el año 2012, con la locución de Ginés García Agüera, mezclada con música basada en "Jardin d'enfants" de Francesco. 


lunes, 27 de enero de 2014

'El caballero sobre el hielo' con locución de José Modesto García Zamarreño

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EL CABALLERO SOBRE EL HIELO
Hermann Hesse

Era un invierno largo y riguroso, y nuestro hermoso río, que discurría por la Selva Negra, permaneció durante semanas completamente helado. No puedo olvidar aquel sentimiento peculiar, de repulsión y hechizo a la vez, con el que al inicio de un día gélido me adentré en el río, ya que éste era tan profundo y el hielo tan claro que dejaba ver, como a través de un fino cristal, el agua verde, el lecho arenoso con piedras, las fantásticas y enmarañadas plantas acuáticas y, de cuando en cuando, el dorso oscuro de un pez.

Pasaba la mitad del día sobre el hielo con mis compañeros, las mejillas ardientes y las manos amoratadas, el corazón palpitando enérgicamente por el fuerte y rítmico movimiento del patinaje, pletórico de la maravillosa y despreocupada capacidad de fruición de la adolescencia. Nos entrenábamos haciendo carreras, saltos de longitud, saltos de altura, y jugábamos a pillarnos. Los que todavía llevábamos los anticuados patines de bota, que se anudaban fuertemente con cordones, no éramos los que corríamos peor. Pero un chico, hijo de un fabricante, poseía un par de «Halifax», que no se sujetaban con cordones ni correas y que se ponían y quitaban en un abrir y cerrar de ojos. La palabra Halifax se mantuvo desde entonces durante muchos años en mi lista de regalos deseados por Navidad, pero sin ningún éxito; y cuando doce años más tarde, al querer comprar lo mejor en patines, pedí unos Halifax en una tienda, tuve que desprenderme, con gran consternación, de un ideal y de una parcela de mi fe infantil cuando me aseguraron sonriendo que los Halifax eran un modelo viejo, superado ya desde hacía tiempo. Prefería correr solo, a menudo hasta la caída de la noche. Iba a toda velocidad, y mientras patinaba, aprendía a detenerme o a dar la vuelta en el punto deseado; me balanceaba con el deleite de un aviador que mantiene el equilibrio mientras describe hermosas piruetas. Muchos de mis compañeros aprovechaban aquellos momentos sobre el hielo para ir detrás de las chicas y cortejarlas. Para mí, las chicas no existían. Mientras algunos se recreaban en el galanteo, ya fuera para rodearlas ansiosos y tímidos o para seguirlas en parejas con atrevimiento y desparpajo, yo disfrutaba del libre placer de deslizarme. A los «perseguidores de chicas» los observaba sólo con compasión o sorna. Porque gracias a las confesiones de varios de mis amigos, creía yo saber cuán dudosos eran en el fondo sus regodeos galantes.

Un día, hacia finales de invierno, de la escuela llegó a mis oídos la noticia de que «Cafre del Norte» había vuelto a besar a Emma Meier al quitarse los patines. ¡Besado! Se me agolpó la sangre en las mejillas. Sin duda, eso nada tenía que ver con las vagas conversaciones y los tímidos apretujones de manos que, de ordinario, bastaban para hacer las delicias de los perseguidores de chicas. ¡Besado! Aquéllo provenía de un mundo extraño, cerrado, vagamente intuido, que desprendía el aroma exquisito de las frutas prohibidas. Tenía algo de misterioso, de poético, de innombrable; pertenecía a aquel terrible y agridulce territorio, oculto a todos, pero lleno de presentimientos y someramente esclarecido con las lejanas y míticas aventuras amorosas de los héroes galanes expulsados de la escuela. «Cafre del Norte» era un escolar hamburgués de catorce años, fanfarrón hasta la médula, a quien yo veneraba profundamente y cuya fama, que trascendía los límites de la escuela, a menudo me impedía dormir. Y Emma Meier era indiscutiblemente la chica más guapa de Gebersau, rubia, despierta, orgullosa y de mi misma edad.

A partir de aquel día discurrí planes y preocupaciones de índole parecida. Besar a una chica: aquéllo sí superaba todos los ideales que me había forjado hasta entonces. Era un ideal tanto por lo que representaba en sí mismo como también porque, sin duda alguna, estaba prohibido y sancionado por el reglamento escolar. Pronto se me hizo evidente que nada mejor que la pista de hielo para dar pie a mi cortejo solemne. Acto seguido, procuré mejorar mi aspecto para hacerlo más presentable. Dedicaba tiempo y atención a mi peinado; cuidaba con esmero la limpieza de mi ropa; como seña de hombría, me ponía ladeada la gorra de piel, y tras implorárselo a mis hermanas, conseguí un pañuelo de seda rosa. Al mismo tiempo, empecé a saludar cortésmente a las chicas que me interesaban y constaté que ese desacostumbrado homenaje, aunque sorprendía, no era acogido con desagrado.

Me resultaba mucho más dificil, en cambio, llegar a entablar una primera conversación, porque jamás en mi vida me había «comprometido» con chica alguna. Intenté espiar a mis amigos en esta ceremonia de aproximación. Algunos se limitaban a hacer una reverencia y ofrecían la mano; otros tartamudeaban algo incomprensible; pero la gran mayoría se servía de la elegante fórmula: ¿Me concede el honor? La frase me impresionó y la practiqué en casa, en mi habitación, inclinándome delante de la estufa mientras pronunciaba las caballerosas palabras.

Llegó el momento de dar ese dificil primer paso. El día anterior había tenido veleidades de seductor, pero, acobardado, había vuelto a casa sin haberme atrevido a emprender nada. Por fin me había propuesto llevar a cabo, sin falta, lo que tanto temía y anhelaba. Con palpitaciones, acongojado como si fuera un criminal, fui a la pista de hielo y, al ponerme los patines, creí notar que me temblaban las manos. Me metí entre la multitud y tomé carrera con amplias piruetas procurando asimismo conservar algún residuo de mi seguridad y aplomo habituales. Crucé dos veces la pista entera a gran velocidad; el aire cortante y el movimiento intenso me sentaban bien. De pronto, justo debajo del puente, choque violentamente contra alguien y, aturdido, me fui tambaleante hacia un lado. Pero sobre el hielo estaba sentada la hermosa muchacha, Emma, que reprimiendo a ojos vista su dolor, me lanzó una mirada llena de reproches. La cabeza me daba vueltas. «¡Ayudadme!», dijo a sus amigas. Entonces, ruborizado, me quite la gorra, me arrodillé y la ayude a levantarse. Estabamos el uno delante del otro, asustados y desconcertados; no dijimos palabra. La piel, la cara y los cabellos de la hermosa chica me azoraban por su novedosa proximidad. Busque sin éxito una forma de disculparme, a la vez que sujetaba la gorra con la mano. Y, de repente, mientras me parecía tener los ojos nublados, hice mecánicamente una profunda reverencia y balbucí: ¿Me concede el honor? No me contesto, pero tomo mis manos con sus delicados dedos, cuya calidez percibí a través de los guantes, y me siguió. Me sentía como en un extraño sueño. El sentimiento de felicidad, vergüenza, calidez, deseo y turbación me dejaba casi sin aliento. Corrimos juntos un cuarto de hora largo. De pronto, en un descanso, sus pequeñas manos se desasieron delicadamente de las mías, dijo un «muchas gracias» y siguió adelante, mientras yo, con cierta demora, me quite la gorra y permanecí todavía un buen rato en el mismo sitio. Sólo mucho después caí en la cuenta de que durante todo aquel tiempo ella no había pronunciado ni una palabra.

El hielo se derritió y no pude repetir mi intento. Fue mi primera aventura amorosa. Pero habían de pasar años antes de que mi sueño se cumpliera y mi boca se posara en los rojos labios de una chica.



"El caballero sobre el hielo" escrito por Hermann Hesse, incluido en su libro "Cuentos de Amor", editado por Muchnik editores en su colección "La Medianoche", en Barcelona, el año 1999, con la locución de José Modesto García Zamarreño, mezclada con música basada en "Ciacoma en fam" de J. Pachelbel, por Re-Lab.

viernes, 24 de enero de 2014

'Las medias de los flamencos' con locución de Inma Guillén


Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río, los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.

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Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.

Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgando como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.

Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.

Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en las puntas de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.

Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentina, los flamencos se morían de envidia.

Un flamenco dijo entonces:

–Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas, blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.

Y levantando todos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén del pueblo.

–¡Tantan! –pegaron con las patas.

–¿Quién es? –respondió el almacenero.

–Somos los flamencos. ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?

–No, no hay –contestó el almacenero–. ¿Están locos? En ninguna parte van a encontrar medias así.

Los flamencos fueron entonces a otro almacén.

–¡Tantan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?

El almacenero contestó:

–¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quiénes son?

–Somos los flamencos –respondieron ellos.

Y el hombre dijo:

–Entonces son con seguridad flamencos locos.

Fueron entonces a otro almacén.

–¡Tantan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?

El almacenero gritó:

–¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse enseguida!

Y el hombre los echó con la escoba.

Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los echaban por locos.

Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:

–¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.

Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y le dijeron:

–¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirle las medias coloradas, blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.

–¡Con mucho gusto! –respondió la lechuza–. Esperen un segundo, y vuelvo enseguida.

Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino cueros de víbora de coral, lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado.

–Aquí están las medias –les dijo la lechuza–. No se preocupen de nada, sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van entonces a llorar.

Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro de los cueros que eran como tubos. Y muy contentos se fueron volando al baile.

Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias.

Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban hasta el suelo para ver bien.

Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista de las medias, y se agachaban también, tratando de tocar con la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar, aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.

Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron enseguida a las ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de cansados.

Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más, tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado. Enseguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la orilla del Paraná.

–¡No son medias! –gritaron las víboras–. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de víbora de coral!

Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no pudieron levantar una sola ala. Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaban las medias a pedazos, enfurecidas, y les mordían también las patas, para que se murieran.

Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro, sin que las víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de su traje de baile.

Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido, eran venenosas.

Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.

Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas.

A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por tierra, para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven enseguida, y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden estirarla.

Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.

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"Las medias de los flamencos" escrito por Horacio Quiroga, incluido en su libro "Cuentos de la Selva", editado por Seix Barral en el año 1985, con la locución de Inma Guillén, música basada en diversos temas de Podington Bear. "Las medias de los flamencos"

lunes, 20 de enero de 2014

'Lo sé... pero no me acuerdo' con locución de Miguel Ángel Hernández y Patricio Martínez González

"Lo sé... pero no me acuerdo", incluido en el libro "Juanillo el del Cabezo, de Pedro Ruiz Fortes. y editado en Lorca en el año 1961.

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Pedro Ruiz Fortes ("Juanillo el del cabezo")


Pedro Ruiz Fortes nació en lorca (Murcia) en 1907.
Sus primeros pasos conocieron la aridez de nuestro campo y su instruccion consistió en algunas lecciones de un sencillo maestro rural.

P. Ruiz Fortes también apodado como "Juanilllo el del Cabezo, es el ejemplo de un hombre que da rienda suelta a lo que lleva dentro.Un diamante sin pulidos, ni engarces, pero que brilla entre quienes aprecian esa sinceridad, libre de las influencia extrañas.









 
"Lo sé... pero no me acuerdo", incluido en el libro "Juanillo el del Cabezo, por Pedro Ruiz Fortes. Editado en Lorca, en el año 1961, con locución de Miguel Ángel Hernández y Patricio Martínez González, con música basada en "andante" de Antonio Vivaldi. 

Uno de sus poemas dice así:

Una caida al Descubierto


Yo no fí nunca mu listo
más bien fí argo atoniscao
pero, si bien descreido
y mu mal intencionao.

Si argo veia en su sitio
lo gorvia del otro lao;
rompia toi plato u lebrillo
que no lo fuan encerrao
y en allegando los higos,
ya me tenias desertao.

Como andaba esentranquilo,
n´habia perro esocupao
que yo no lo fua lisiao.

N'habia denguna zagalico
que yo no fua aporreao,
n'habia tapia ni cañizo
que yo no la hubiá sartao.

No ecesitaba barbero
(mi madre tenia el cuidao
de darme, con las tijeras,
una pelá cá verano).

Allevaba las patillas
que me s'habian ramangao,
pero no por ser poeta
si no por ser esastrao.

No ecesité apargatero
(siempre iba a pié careao)
y si por casolidá;
angun dia pisaba un clavo,
él a mi no m'hacia na
pero se queaba infeltao.

Nunca lleve icarzoncillos
ni en invierno ni en verano;
un pantalon de mi agüelo
anda arriba arremangao,
la chaqueta de mi padre,
y el chaleco de mi hermano.

Y como anda que nací
nunca me gustó er trabajo
(y ande yo lo vide le huí
como a la crud er diablo)
por ande quiera que fí


jueves, 16 de enero de 2014

'Una ilusión rojiza' con locución de Georgina Rios Florean


Una ilusión rojiza
Escrito por: Ángeles Mastretta 


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Recuerdo la luz rojiza yendo y viniendo en la breve oscuridad de la madrugada. El árbol de entonces tenía unas luces como velas que al calentarse hacían burbujas. No sé si fue mi hermana quien gritó el “¡ya llegaron!”. Es probable, porque ella siempre ha sido acertada. Entonces se dormía de golpe al principio mientras yo despertaba varias veces al empezar la noche y luego me quedaba, por fin, exhausta. Había un placer grande en hacerse del privilegio de llamar a los demás, de ser quien descubría los zapatos en la punta de los regalos y un silencio iluminado sobre ellos y el mundo expectante. Ahora imagino que todo parecía saber que en ese silencio había un mundo de emociones en vilo. Tras el llamado, los demás hermanos bajábamos corriendo y una sensación de plenitud lo envolvía todo. Así lo recuerdo. Hay, entre las seis noches que habrá de memoria en torno a esos días, porque a los cuatro empieza a tejerse la memoria y a los diez se acabó la fe en el milagro, una que recuerdo mejor. Fue la noche de las muñecas con trenzas y el tren el eléctrico. ¿Habrán sido la misma vez? Dos muñecas. Una de pelo negro y otra de pelo rubio. Una de Verónica y otra mía. ¿Cuántos años tendríamos? ¿Ocho? ¿Siete? Estoy viendo a Verónica con los labios apretados jaloneando la caja para sacar a la morena.

Cuando trajeron el tren eléctrico el más entusiasmado era mi papá. No puedo pensar en ese tren sin pensarlo. Así como no puedo pensar en el día de Reyes sin pensar en mi mamá. Sé que el esfuerzo de buscar los juguetes, cargarlos, encontrar el mejor precio, fue siempre de ella. Imagino que mi papá la ayudaba a colocar lo que iba junto a cada zapato, los invoco a los dos poniendo los juguetes, mirando cómo les había quedado toda la escenografía que encontraríamos sus hijos al día siguiente. Y los bendigo.

Unas cosas se nos quedan en la memoria como fotos, otras como videos, otras como párrafos de un libro, cómo poemas, como cuentos. Casi ningún recuerdo es del tamaño de una novela. Como no sean un recuerdo de Proust, los recuerdos duran segundos o minutos, a veces son una obsesión de horas, pero siempre son a saltos. Ponerlos cerca y tejer un libro es un reto que pocas veces resulta un prodigio. Creo, a propósito de la reciente pasión de MCJ, que Canetti lo consigue de maravilla.

“Los Santos Reyes son los papás”, dijo alguien o dijeron uno tras otros varios de los niños entre los que crecí. Ya no era muy chica. Tenía diez años. Edad en la que ahora es imposible seguir creyendo que del cielo bajan unos reyes con regalos. ¿Hasta qué edad creerán ahora los niños en los Reyes Magos? Mis hijos llegaron como hasta los ocho y siete. En parte fue mi culpa porque ellos se adelantaron a Puebla con uno de mis hermanos y yo los alcancé con los juguetes en la cajuela de mi coche. Mateo y Arturo, que tenían eso, como nueve años, hurgaron por ahí y al encontrar las bicis le fueron a contar a Catalina que ahí estaba la prueba de que yo era los Santos Reyes y la afligieron muchísimo. “¿Cómo no me lo dijiste?”, le pregunté hace poco. “Yo te hubiera inventado que las bicis las traía yo, pero que ellos traerían algo más”. “No te lo dije porque Mateo me pidió que no te quitara la ilusión”.



"Una ilusión rojiza" escrito por Ángeles Mastretta, incluido en el libro "la emoción de las cosas", editado por Seix Barral en el año 2013, con la locución de Georgina Rios Florean, música basada en "enchanted journey" de Kevin Macleod. "Una ilusión rojiza"

miércoles, 15 de enero de 2014

'La matanza del chinico' con locución de Miguel Ángel Hernández y Patricio Martínez González

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Pedro Ruiz Fortes ("Juanillo el del cabezo")

Pedro Ruiz Fortes nació en Lorca (Murcia) en 1907.
Sus primeros pasos conocieron la aridez de nuestro campo y su instruccion consistió en algunas lecciones de un sencillo maestro rural.

Pero, el tipismo de los lorquinos, las costumbres que vio a su alrededor y la luminosidad del sol lorquino, le introdujo un gusanillo que pugno sin tregua hasta convertido en poeta.
Sin saber como, fueron saliendo a la palestra poesia tras poesia; primero sus amigos, despues el periodico y despues la radio, han difundido ese manantial de Fortes, que ahora llega compendiado en este libro.

P. Ruiz Fortes tambien apodado como "Juanilllo el del Cabezo, es el ejemplo de un hombre que da rienda suelta a lo que lleva dentro.Un diamante sin pulidos, ni engarces, pero que brilla entre quienes aprecian esa sinceridad, libre de las influencia extrañas.




"La matanza del chinico", incluido en el libro "Juanillo el del Cabezo, negocios que me han pasao, y algunas cosuchas más" de Pedro Ruiz Fortes, editado en Lorca, en el año 1961, en la imprenta Gra fisol, con locución de Miguel Ángel Hernández y Patricio Martínez González, con música basada en "evening roofs" de Sergey Kovchik.


martes, 14 de enero de 2014

'Yo estoy solo en la tarde' con locución de Juan Guirao García

Rafael Montesinos

'Yo estoy solo en la tarde'

Yo estoy solo en la tarde. Miro lejos,
desesperadamente lejos. Quedan
por el aire las últimas palabras
de los enamorados que se alejan.
Las nubes saben dónde van, mi sombra
nunca sabrá dónde el amor la lleva.
¿Oyes pasar las nubes, dime, oyes
resbalar por el césped mi tristeza?
Nadie sabe que amo. Nadie sabe
que si llegó el amor trajo su pena.
Yo estoy sólo en la tarde y miro lejos.
No sé de dónde vienes a mis venas.
Te me vas de las manos, no del alma.
  Nos separan montañas, vientos, fechas.
El amor, cuando menos lo pensamos,
se nos viste de ausencia.
Estoy en soledad. Miro a lo lejos
oscurecer la tarde y mi tristeza.
Estoy pensando en ti y estoy pensando
que acaso en soledad también me piensas.
Yo estoy solo en la tarde
Rafael Montesinos


ESCÚCHALO"Yo estoy solo en la tarde", de Rafael Montesinos, de la antología "la soledad y los días" editado por Afrodisio Aguado en 1956, con la locución de Juan Guirao García, mezclada con música basada en: "Opus 45" de Gabriel Fauré, por Warhol Piano Quartet. Poema


lunes, 13 de enero de 2014

'La noche en que Jacinto se encontró con el Carbonero' con locución de Adela Mendiola

PRIMERA PARTE 

Después de mucho insistir y de organizar alguna que otra pataleta a lo largo de aquel verano, sus padres otorgaron por fin el permiso a Jacinto para acompañar al abuelo en el viaje que realizaba, como una costumbre inquebrantable, a principios de septiembre. 

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A sus doce años recién cumplidos ya se consideraba con derecho más que suficiente y con la edad adecuada para visitar, el día de la Patrona, el Santuario del Saliente. Pero, sobre todo, él era el único de los primos que aún no había acompañado al abuelo a la romería anual que reclutaba una inmensa cantidad de gente de aquellos contornos y de lejanos lugares del resto del país. 
Jacinto se desplazaba todos los veranos, desde una populosa capital del sur donde vivía, a la casa familiar del abuelo. Tres meses de felicidad, de interesantes aventuras, de libertad plena. Allí, a las orillas de la Fuente de las Mercedes, los días adquirían para él la tonalidad de lo nuevo, del verano emocionante y prometedor, recién estrenado. 

El sol inclemente de la estación no era impedimento para disfrutar yendo de aquí para allá, internándose en los maizales para quebrar las cañas y las panochas, en busca de los gusanos con los que cebar los cepos para cazar pájaros. Días de baños a cuerpo desnudo con la chiquillería en las minas por las que circulaba el agua fresquísima de la acequia nacida de la fuente. Tardes de después de la siesta, en la pared trasera de la casa, ya en la umbría, cuando sus tías le traían torradas con miel para reponer las fuerzas empleadas en subir a las higueras para coger los frutos que aún no habían picoteado los pájaros. La ciudad permanecía olvidada por entonces en un pequeño rincón del cerebro. 

Sin embargo, a Jacinto algo le enturbiaba aquella felicidad. Y es que, allá por el final de las vacaciones, a primeros de septiembre, el abuelo solía emprender un viaje para acudir a la feria del Saliente, acompañado por uno de los primos de más edad. La vuelta de los viajeros venía empapada de anécdotas, de regalos, de horas y horas de conversación entre los mayores, que se hacían lenguas sobre la enorme cantidad de peregrinos, sobre las músicas y bailes, sobre la fiesta y el bullicio del encuentro. Como recuerdo de aquella singular peregrinación, al niño le traían algún regalo que contribuía a acrecentar aún más su curiosidad y su deseo de estar presente en un acontecimiento de tanto relieve. Una vez fue una navaja en cuya hoja estaba grabada la palabra Albacete, un nombre que él incorporó desde entonces a los lugares preferidos de su fantasía. Con esta navaja cortaba las cañas y las ramas con las que imitaba la espada de su héroe favorito por entonces: el Guerrero del Antifaz. En otra ocasión el regalo fue un coche de hoja de lata con un mecanismo de cuerda que le permitió jugar horas y horas en los interminables bochornos de la siesta.

SEGUNDA PARTE 

Los días previos al viaje, Jacinto se quedaba despierto hasta altas horas imaginando cómo sería aquel lugar maravilloso, cuántas y qué grandes las casetas de la feria, qué desconocidos juguetes atraerían su atención. Después soñaba con balones de cuero, con pelotas pequeñas de goma sujetas a un elástico, con espadas de madera de haya pintadas y sujetas a un correaje como el que lucían los personajes de sus tebeos favoritos. 

Aquel año se cumplieron por fin sus deseos. Llegó el día siete de septiembre y a Jacinto lo acostaron temprano porque era preciso madrugar al día siguiente. Y en efecto, cumplido un sueño febril y sobresaltado, la mano de su madre lo sacudió con suavidad, despertándolo. Un leve ajetreo dentro de la casa le indicó que se estaban haciendo los preparativos. Le trajeron un café de malta con leche de cabra puesto en un tazón humeante con sopas. Después su madre le lavó la cara y le pasó un peine con el que le alzó el flequillo en un arribaespaña oloroso a agua de colonia. 

Los mayores sacaron del corral la mula más tranquila y la enjaezaron con la mejor albarda de la casa. Subió el abuelo, y él en la grupa, abrigados ambos con una manta para evitar el relente de la noche. Fueron varias horas por ramblas y veredas al paso tranquilo de la mula, guiados tan sólo por la claridad de las estrellas y la intuición segura del animal, acostumbrado, después de muchos años, a aquellos viajes nocturnos, realizados con puntualidad en la fecha improrrogable del siete de septiembre. 

A lo largo del camino, el abuelo le fue contando sus viajes por el Norte y su trabajo en las minas de carbón de las cuencas hulleras, y la vuelta a la tierra buscando de nuevo el sol y la seguridad del clima que le calmase los accesos de tos que le provocaba una lejana silicosis contraída por el polvo de la mina. Ahora entendía Jacinto las alusiones al maldito polvo de carbón con que a veces se despachaba el abuelo en los momentos de malhumor, y también la colección de minerales coleccionados en la caja con tapa de cristal que guardaba en un arca y que sólo le dejaba ver en muy contadas ocasiones.

TERCERA PARTE 

La llegada al Saliente se produjo con las primeras luces del día. A pesar de lo temprano de la hora, ya se percibía un bullicio y una expectación que asombraron a Jacinto. Acostumbrado durante los meses anteriores a la tranquila soledad del cortijo familiar, aquel trasiego de gentes y animales, aquel bullicio, la imponente mole del Santuario, contemplado por primera vez, lo dejaron casi aturdido. 
Puesto el pie en tierra, y después de haber ayudado al abuelo, que, aunque firme y erguido en la montura, ya titubeaba algo en los andares, se dirigieron ambos al edificio. Las dimensiones internas del recinto llamaron la atención del niño, pero sobre todo el incesante entrar y salir de peregrinos, ataviados con las ropas de fiesta, y el olor a cera procedente de las velas de sebo que ardían por docenas al pie del altar principal. 

El abuelo le hizo arrodillarse en el hueco libre de un banco y le indicó que rezara un padrenuestro y un avemaría. Mientras murmuraba automáticamente y sin especial devoción las oraciones, el niño percibió el contraste entre el recogimiento del interior y el ambiente de fiesta y de bullicio del exterior. 
Salieron después a la explanada. A Jacinto le atraían los puestos de turrón y de bebidas, las gaseosas y naranjadas, las casetas cargadas de juguetes de todas clases. No sabía hacia dónde mirar, los ojos se le llenaban de aquella abundancia y aquella novedad. Pasearon por entre las casetas, mirando, saludando a conocidos y parientes lejanos. Mientras el abuelo hablaba, él se quedaba a un lado observando el trajín de gentes y animales, tragando aquel polvo persistente que se levantaba del suelo y que se depositaba sobre todo en los relucientes zapatos que le había comprado su madre para ese gran día. 

Pasaron la jornada y, antes de marcharse, entraron de nuevo al Santuario. Allí, el abuelo puso una lamparilla en el candelero y una vela al pie del altar de la Virgen. 

Era la atardecida cuando emprendieron el regreso. Jacinto se acomodó en la parte delantera de la albarda. De nuevo la noche, el paso acompasado y cansino de los cascos del animal, y la luminosa e impresionante cubierta de estrellas titilando allá lejos, en el fondo negro del firmamento. De pronto, entre las brumas del sueño producido por el cansancio y las emociones, Jacinto pudo oír una voz que rompió el silencio de la noche: 

-Salud y buenas noches. 

Jacinto, amodorrado junto al cuerpo de su abuelo, notó cómo éste le pasaba un brazo por delante y lo atrajo hacia él, como para protegerlo. -Buenas noches a usted y la compaña -respondió el abuelo. 

El niño intuyó que algo anormal ocurría. El abuelo lo mantenía sujeto con fuerza mientras hablaba con aquella gente, sombras entre las sombras nocturnas, de las que sólo podía distinguir la lumbre de un cigarro que de tarde en tarde resplandecía en el rostro de quien parecía llevar la voz cantante. 

Hubo después una conversación, no exenta de tonos agrios, de la que él sólo recuerda que al hilo de las palabras se deslizó en dos o tres ocasiones el nombre de el Carbonero. En un determinado momento, el abuelo descabalgó del animal y se acercó a aquellos hombres, manteniendo una breve conversación con ellos, cuyo sentido no pudo percibir. El episodio acabó cuando las sombras desaparecieron por una boquera de la rambla, con el mismo sigilo y misterio con el que habían aparecido.

La llegada a la casa se produjo de madrugada, y Jacinto sólo recuerda que, cansado por el viaje, lo acostaron en su cama, en la que se durmió nada más apoyar el cuerpo sobre las sábanas. A1 día siguiente lo despertaron tarde, y cuando pasó a la cocina para desayunar le sorprendió que sus padres lo abrazaran con más fuerza y durante más tiempo que de costumbre. Su madre llegó incluso a derramar unas lágrimas. Al fin y al cabo, no había sido un viaje tan largo, pensaba. 
Jacinto había casi olvidado el episodio nocturno, cuando una mañana, algunos días después, una de sus primas entró en la casa con cierta alteración y comentó que un vecino había encontrado a la orilla del camino del olivar unas cáscaras de huevo que tenían escrita la frase «Aquí estuvo el Carbonero». Entonces recordó de nuevo aquel nombre, ya olvidado, como si fuera un sueño, entre el cúmulo de emociones de la feria del Saliente. Preguntó quién era el Carbonero y su abuelo le respondió que los niños no deben saber ciertas cosas. 

Aquel verano acabó y Jacinto hubo de regresar con sus padres a la lejana capital del Sur para proseguir sus estudios de Bachillerato en el Instituto. Le esperaba un año lento de monótonos y borrosos estudios y la única esperanza de volver a los días luminosos de las vacaciones en casa del abuelo. 

Sin embargo, sólo el año siguiente pudo Jacinto terminar de comprender el sentido de aquella historia. Una tarde de julio, después de la siesta, el abuelo lo llamó: 

-Jacinto, tú que tienes buena letra, saca la pluma, que me tienes que escribir unas cosas que he escrito. 

El niño extrajo el plumier que guardaba en un armario, cogió la pluma y se dispuso a copiar lo que el abuelo le dictaba. Se trataba de un romance, algunas de cuyas peripecias no entendía, pero entre lo que pudo extraer y las explicaciones, ahora sí, de su abuelo, se enteró de que aquella noche lejana había conocido a una persona de la leyenda de aquellas tierras, un maquis huido de la justicia, héroe para unos, bandolero sin entrañas para otros. Junto a este recuerdo, Jacinto conserva hoy en la memoria, muchos años después, el fragmento inicial de aquel romance, que, pasado el tiempo, más parece una leyenda que una realidad.


La noche en que Jacinto se encontró con el Carbonero

de Pedro Felipe Granados



"La noche en que Jacinto se encontró con el Carbonero", de Pedro Felipe Granados, incluido en el libro "El equipaje de Ulises", editado por Fundación Caja Murcia en el año 2011, con la locución de Adela Mendiola, mezclada con música basada en: "Capricho árabe", "Fantasía sobre motivos de La Traviata" y "Mazurka nº 1 en mi menor" de Francisco Tárrega, por Maurizio Oddone.

viernes, 10 de enero de 2014

'El ruiseñor y la rosa' con locución de Adela Mendiola

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-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.
-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.
Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.
-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.
-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.
-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.
-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.
-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.
Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.
-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.
-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.
-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.
-Llora por una rosa roja.
-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!
Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.
Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.
De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.
Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.
En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.
-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el arbusto meneó la cabeza.
-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.
-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?
-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.
-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.
-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.
-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?
Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.
El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.
-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.
El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.
Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.
-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!
Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.
Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.
"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"
Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.
Al poco rato se quedo dormido.
Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.
Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.
Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.
Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.
Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.
La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.
Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.
Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.
Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.
Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.
Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.
Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.
Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.
Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.
Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.
La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.
El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.
El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.
-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.
Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.
A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.
-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.
E inclinándose, la cogió.
Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.
La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.
-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.
Pero la joven frunció las cejas.
-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.
-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.
Y tiró la rosa al arroyo.
Un pesado carro la aplastó.
-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.
Y levantándose de su silla, se metió en su casa.
"¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."
Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.

"El ruiseñor y la rosa",

El príncipe feliz y otros cuentos





"El ruiseñor y la rosa", de Oscar Wilde, incluido en el libro "El principe feliz y otros cuentos", editado por "libros del zorro rojo" en el año 2013, con la locución de Adela Mendiola, mezclada con música basada en: "Romeo y Julieta" de Serguéi Prokófiev.



jueves, 9 de enero de 2014

'La naturaleza' con locución de Semari Linares Vidal

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La naturaleza [relato del libro Ocnos]

Le gustaba al niño ir siguiendo paciente, día tras día, el brotar oscuro de las plantas y de las flores. La aparición de una hoja, plegada aún y apenas visible su verde traslúcido junto al tallo donde ayer no estaba, le llenaba de asombro, y con ojos atentos, durante largo rato, quería sorprender su movimiento, su crecimiento invisible, tal otros quieren sorprender, en el vuelo, cómo mueve las alas el pájaro.

Tomar un renuevo tierno de la planta adulta y sembrarlo aparte, con mano que él deseaba de aire blando y suave, los cuidados que entonces requería, mantenerlo a la sombra los primeros días, regar su sed inesperta a la mañana y al aterdecer en tiempo caluroso, le embebecían de esperanza desinteresada.

Qué alegría cuando veía las hojas romper al fin, y su color tierno, que a fuerza de transparencia casi parecía luminoso, acusando en relieve las venas, oscurecerse poco a poco con la savia más fuerte. Sentía como si él mismo hubiese obrado el milagro de dar vida, de despertar sobre la tierra fundamental, tal un dios, la forma antes dormida en el sueño de lo inexistente.

"La naturaleza", de Luis Cernuda, incluido en el libro "Ocnos", editado por Huerga y Fierro en el año 2002, con la locución de Semari Linares Vidal, mezclada con música basada en: "Fantasías de Tr aviata y Aida" de Verdi, por Luca Fanfoni. "La naturaleza", de Luis Cernuda, incluido en el libro "Ocnos", editado por Huerga y Fierro en el año 2002, con la locución de Semari Linares Vidal, mezclada con música basada en: "Fantasías de Traviata y Aida" de Verdi, por Luca Fanfoni.


'El piano' con locución de Semari Linares Vidal

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El piano
Luis Cernuda

Pared frontera de tu casa vivía la familia de aquel pianista, quien siempre ausente por tierras lejanas, en ciudades a cuyos nombres tu imaginación ponía un halo mágico, alguna vez regresaba por unas semanas a su país y a los suyos. Aunque no aprendieras su vuelta por haberle visto cruzar la calle, con su aire vagamente extranjero y demasiado artista, el piano al anochecer te lo decía.

Por los corredores ibas hacia la habitación a través de cuya pared él estudiaba, y allí solo y a oscuras, profundamente atraído mas sin saber por qué, escuchabas aquellas frases lánguidas, de tan penetrante melancolía, que llamaban y hablaban a tu alma infantil, evocándole un pasado y un futuro igualmente desconocidos.

Años después otras veces oíste los mismos sones, reconociéndolos y adscribiéndolos ya a tal músico de ti amado, pero aún te parecía subsistir en ellos, bajo el renombre de su autor: la vastedad. La expectación de una latente fuerza elemental que aguarda un gesto divino, el cual, dándole forma, ha de hacerla brotar bajo la luz.

El niño no atiende a los nombres sino a los actos, y en éstos al poder que los determina. Lo que en la sombra solitaria de una habitación te llamaba desde el muro, y te dejaba anhelante y nostálgico cuando el piano callaba, era la música fundamental, anterior y superior a quienes la descubren e interpretan, como la fuente de quien el río y aun el mar sólo son formas tangibles y limitadas



"El piano", de Luis Cernuda, incluido en el libro "Ocnos", editado por Huerga y Fierro en el año 2002, con la locución de Semari Linares Vidal, mezclada con música basada en: "prelude in C-BWV 846" de J.S. Bach, por Kevin Macleod. "El piano", de Luis Cernuda, incluido en el libro "Ocnos", editado por Huerga y Fierro en el año 2002, con la locución de Semari Linares Vidal, mezclada con música basada en: "prelude in C-BWV 846" de J.S. Bach, por Kevin Macleod


miércoles, 8 de enero de 2014

'El parque' con locución de Semari Linares Vidal

El parque
Luis Cernuda

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El Parque de María Luisa aparece reflejado en varios capítulos de Ocnos. Durante los años que vivió en el Cuartel de la Borbolla, Luis Cernuda estuvo en permanente contacto con el mismo. Así puede comprobarse, por poner un par de ejemplos, en El placer o Primavera. Pero quizá sea en El parque donde el autor más se recrea al describirlo:

Sobre la hierba, donde orillan la avenida bancos sin nadie, pequeños en la distancia al pie de los grandes árboles, la luz matinal cae en haces alternados con otros de sombra. Los troncos, componiendo la perspectiva, parecen desde lejos demasiado frágiles para sostener, aunque aligerada por el otoño, la masa de sus frondas, a través de las cuales se transparenta el celeste tan leve del cielo, indeciso aquí y allá entre el rosado y el gris. Un viso de oro lo envuelve todo, armonizando los diferentes verdores, más que como obra de la luz, como obra del tiempo sedimentado en atmósferas sucesivas. La naturaleza a solas recoge en su seno tanta calma y tanta hermosura, originadas y sostenidas una por otra, igual que sonido y sentido en un verso afortunado.

A la tarde, el viento se lleva por la alameda algo que en su alada rapidez no se sabe si son hojas secas o doradas aves migratorias. Tibia la hora, algún grupo de árboles manteniendo su verdor intacto, las palomas revuelan tocadas de ímpetu vernal, y los niños vienen con sus triciclos, con sus cometas, con sus veleros. Si bajo el píe no crujiesen las hojas, nadie diría que fuese otoño, ni siquiera ese perro valetudinario que, encelado y envidioso, ronda los juegos de sus congéneres jóvenes. La luminosidad de un verano de San Martín llena la tarde de promesas engañosas: el buen tiempo presenta un futuro dilatorio, de momentos tan plenos como los días largos de toda una primavera que comienza. Allá entre los troncos más lejanos, donde un vapor ofusca la trasparencia del aire, por la llama de esa hoguera se diría que arde, en pira de sacrificio, buscando transustanciación, el otoño mismo.

Esta glorieta hacia la cual convergen ascendentes las avenidas, parece a la madrugada extinta cavidad de un cráter, en cuyo centro delata a las aguas negras del gran estanque, con un iris rojo, extrañamente cercana y encendida, la luna. Cómo llega a los huesos la frialdad húmeda de la noche, desencarnando al transeúnte y libertando su fantasma. En tal paisaje de trasmundo, sólo la fuerza del deseo retiene sobre el esqueleto los cuerpos abrazados de esa pareja en un banco, a salvo con otra forma de anonadamiento del que infligen las fuerzas maléficas de la noche roja y negra sorbiendo de las venas la sangre y filtrando en su lugar la sombra...





"El parque", de Luis Cernuda, incluido en el libro "Ocnos", editado por Huerga y Fierro en el año 2002, con la locución de Semari Linares Vidal, mezclada con música basada en: "Ranz des Vaches" de Gioachino Rossini, por Kevin Macleod. "El parque", de Luis Cernuda, incluido en el libro "Ocnos", editado por Huerga y Fierro en el año 2002, con la locución de Semari Linares Vidal, mezclada con música basada en: "Ranz des Vaches" de Gioachino Rossini, por Kevin Macleod