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jueves, 27 de febrero de 2014

'La piel de Estela' de Lázaro Giménez

La piel de Estela (relato inédito)

Y para colmo de todo lo que teníamos que soportar en aquella casa estaba la manía, maldita manía, que le había dado a Estela por andar tocando y sobando todo desde el día en el que ella nos dice que no siente nada con las manos. Bueno, primero creía que eran sólo las manos. Pero hizo experimentos con los pies, caminando sobre la moqueta, incluso vertiendo cubitos de hielo en el suelo, y pudo comprobar que tampoco sentía nada. Una vez nos hizo a todos los hombres rascarle con la barba en el hombro y nada, no sentía nada. Este último detalle, el de la barba rascándole el hombro, pareció además disgustarle el perderlo por motivos especiales que a mí se me escapan.

Luego le dio por las paredes: las de cal, las de gotelé, las de estuco, las que estaban sin pintar y hasta las que tenían aún fresca una nueva pintura acrílica en tono cereza que dejaban una superficie muy lisa. Todos elogiábamos la suavidad del acabado y ella se enfureció como una niña a la que se priva de un caramelo. Como si la culpa fuera nuestra. No se nos puede hacer reproche alguno, porque la estuvimos ayudando en su amplia labor de almacenaje de objetos con los que buscaba algún matiz, alguna sutileza que le permitiera activar un asomo de lo que un día pudo percibir a través de su piel: el calor de otra piel, la caricia de la suave tela de una de sus blusas blancas, sus pañuelos de seda anudados al cuello en primavera o esas apetitosas berenjenas que cultivaba con esmero en el huerto bajo nuestro atento espionaje. A ciegas, Estela distinguía por el peso entre un pañuelo de seda y una enorme berenjena morada, pero su tacto era el mismo, lo que le frustraba.

Almacenamos para ella retales de colchas para que las acariciara, velcro, muselinas, piedras de escayola, pizarras, cuarzos y hasta un rugoso cascote de hormigón que se desprendió de un edificio en obras. Cuando llegó el bebé, el suave tacto de sus mofletes de melocotón pasó para ella desapercibido y tuvimos que apartarlo de su vista antes de hacerla llorar. Trabajaba la arcilla para sus jarrones con seriedad pero sin pasión, porque no sabía disfrutar de la untuosidad del barro. Tratamos de educar su piel con más objetos, con pliegues de pergaminos y páginas de periódicos del siglo XIX.

Trajimos un exclusivo cojín de plumas de ganso que, aunque mullido, sólo pudo disfrutar para reposar la cabeza. Así, se quedó dormida, y nosotros con ella. A la mañana siguiente, nos había preparado unos guantes que llegaban hasta los hombros. Eran unos guantes gruesos y toscos, que desde entonces siempre nos obliga a llevar puestos.

Tratamos de aplacar su arrebato acariciándole con la barba en el hombro. Pero ya no funciona desde que se ha vuelto insensible.

 Lázaro Giménez

"La piel de Estela", de Lázaro Giménez, con locución de Lázaro Giménez, con música basada en "Piano for one" de Farid

viernes, 14 de febrero de 2014

'Explicaciones a un cabo de servicio' con locución de Philippe Requena Plot


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Explicaciones a un cabo de servicio.
(Julio Ramón Ribeyro)

Yo tomaba un pisco donde el gordo mientras le daba vueltas en la cabeza a un proyecto. Le diré la verdad: tenía en el bolsillo cincuenta soles… Mi mujer no me los quiso dar, pero usted sabe, al fin los aflojó, la muy tonta… Yo le dije: “Virginia, esta noche no vuelvo sin haber encontrado trabajo”. Así fue como salí: para buscar un trabajo… pero no cualquier trabajo… eso, no… ¿Usted cree que un hombre de mi condición puede aceptar cualquier trabajo?… Yo tengo cuarenticinco años, amigo le he corrido mundo… Sé inglés, conozco la mecánica, puedo administrar una hacienda, he fabricado calentadores para baños, ¿comprende? En fin, tengo experiencia… Yo no entro en vainas: nada de jefes, nada de horarios, nada de estar sentado en un escritorio, eso no va conmigo… Un trabajo independiente para mí, donde yo haga y deshaga, un trabajo con iniciativa, ¿se da cuenta? Pues eso salí a buscar esta mañana, como salí ayer, como salgo todos los días, desde hace cinco meses… ¿Usted sabe cómo se busca un trabajo? No, señor; no hace falta coger un periódico y leer avisos… allí sólo ofrecen menudencias, puestos para ayudantes de zapatero, para sastres, para tenedores de libros… ¡bah! Para buscar un trabajo hay que echarse a caminar por la ciudad, entrar en los bares, conversar con la gente, acercarse a las construcciones, leer los carteles pegados en las puertas… Ese es mi sistema, pero sobre todo tener mucho olfato; uno nunca sabe; quizás allí, a la vuelta de una esquina… pero, ¿de qué se ríe? ¡Si fue así precisamente! A la vuelta de una esquina me tropecé con Simón Barriga… Fue en la avenida Arenales, cerca de la bodega Lescano, donde venden pan con jamón y chilcanos34… Se figura usted? Hacía veinte años que no nos veíamos; treinta, quizás; desde el colegio; hemos mataperreado juntos… Muchos abrazos, mucha alegría, fuimos a la bodega a festejar el encuentro… ¿Pero qué? ¿Adónde vamos? Bueno, lo sigo a usted, pero con una condición: siempre y cuando quiera escucharme… Así fue, tomamos cuatro copetines… ¡Ah! usted no conoce a Simón, un tipo macanudo, de la vieja escuela, con una inteligencia… En el colegio era un burro y lo dejaban siempre los sábados con la cara a la pared… pero uno después evoluciona… yo también nunca he sabido muy bien mi cartilla… pero vamos al grano… Simón andaba también en busca de un trabajo, es decir, ya lo tenía entre manos; le faltaban sólo unos detalles, un hombre de confianza…

Hablamos largo y tendido y ¡qué coincidencia! Imagínese usted: la idea de Simón coincidía con la mía… como se lo dije en ese omento, nuestro encuentro tenía algo de providencia… Yo no voy a misa ni me gustan las sotanas, pero creo ciegamente en los azares… Esa es la palabra: ¡providencia!… Figúrese usted: yo había pensado –y esto se lo digo confidencialmente– que un magnífico negocio sería importar camionetas para la repartición de leche y… ¿sabe usted cuál era el proyecto de Simón? ¡Importar material para puentes y caminos!… Usted dirá, claro, entre una y otra cosa no hay relación… Sería mejor que importara vacas. ¡Vaya un chiste! Pero no, hay relación; le digo que la hay… ¿Por dónde rueda una camioneta? Por un camino. ¿Por dónde se atraviesa un río? Por un puente. Nada más claro, eso no necesita demostración. De este modo comprenderá por qué Simón y yo decidimos hacernos socios. Un momento, ¿dónde estamos? ¿Esta no es la avenida Abancay?35. ¡Magnífico!… Bueno, como le decía, ¡socios! Pero socios de a verdad… Fue entonces cuando nos dirigimos a Lince, a la picantería36 de que le hablé. Era necesario planear bien el negocio, en todos sus detalles, ¿eh? Nada mejor para eso que una buena enramada, que unos tamales37, que unas botellitas de vino Tacama… Ah, ¡si viera usted el plano que le hice de la oficina! Lo dibujé sobre una servilleta… pero eso fue después… lo cierto es que Simón y yo llegamos a la conclusión de que necesitábamos un millón de soles… ¿Qué? ¿Le parece mucho? No haga usted muecas… Para mí, para Simón, un millón de soles es una bicoca… Claro, en ese momento ni él ni yo los teníamos. Nadie tiene, dígame usted, un millón de soles en la cartera como quien tiene un programa de cine… Pero cuando se tiene ideas, proyectos y buena voluntad, conseguirlos es fácil… sobre todo ideas. Como le dije a Simón: “Con ideas todo es posible. Ese es nuestro verdadero capital”… Verá usted: por lo pronto Simón ofreció comprometer a un general retirado, de su conocencia38 y así, de un sopetón, teníamos ya cien mil soles seguros… Luego a su tío Fernando, el hacendado, hombre muy conocido… Yo, por mi parte, resolví hablar con el boticario de mi barrio que la semana pasada ganó una lotería… Además yo iba a poner una máquina de escribir Remington, modelo universal… ¿Estamos por el mercado? Eso es, déme el brazo, entre tanta gente podemos extraviarnos…

En una palabra, cuando terminamos de almorzar teníamos ya reunido el capital. Amigo: cosa difícil es formar una sociedad. No se lo recomiendo… Nos faltaban aún dos cosas importantes: el local y la razón social. Para local, mi casa… no se trata de una residencia, todo lo contrario: una casita en el jirón39 Ica, cuatro piezas solamente… Pero mi mujer y mis cinco hijos irían a dormir al fondo… De la sala haría la oficina y del comedor que tiene ventana a la calle la sala de exhibición… Todo era provisional, naturalmente; pero para comenzar, magnífico, créalo usted; Simón estaba encantado… Pero a todo esto ya no estábamos en la picantería. Pagué, recuerdo… Pagué el almuerzo y las cuatro botellas de vino. Simón me trajo al Patio a tomar café. Pagué el taxi. Simón me invitó un puro… ¿Fue de allí que llamé?… Sí, fue de allí. Llamé a Virginia y le dije: “Mujer, acabó la mala época. Acabo de formar una sociedad con Simón Barriga. Tenemos ya un millón de soles… no me esperes a comer que Simón me invitará a su casa”… Luego del café los piscos; Simón invitaba e invitaba, estupendo… Entonces vino una cuestión delicada: el nombre de la sociedad… ¡Ah! No crea usted que es una cosa fácil; yo también lo creía… Pero mirándolo bien, todos los buenos nombres están ya tomados…Primero pensamos que El Porvenir, fíjese usted, es un bonito nombre, pero hay un barrio que se llama El Porvenir, un cine que se llama El Porvenir, una Compañía de Seguros que se llama El Porvenir. ¡Ah! Es cosa de mucho pensar… ¿Sabe usted qué nombre le pusimos? ¡A que no adivina!… fue idea mía, se lo aseguro… ya había anochecido, claro. Le pusimos Fructífera, S.A. ¿Se da usted cuenta del efecto? Yo encuentro que es un nombre formidablemente comercial… Pero, ¡no me jale40 usted!, no vaya tan rápido, ¿estamos en el jirón Cuzco?… Vea usted; después de los piscos, una copa de menta, otra copa de menta… Pero entonces, ya no organizábamos el negocio: nos repartíamos las ganancias, Simón dijo: “Yo me compro un carro41 de carrera”. ¿para qué? –me pregunto yo. Esos son lujos inútiles… Yo pensé inmediatamente en un chalet con su jardincito, con una cocina eléctrica, con su refrigeradora, con su bar para invitar a los amigos… Ah, pensé también en el colegio de mis hijos… ¿Sabe usted? Me los han devuelto porque hace tres meses que no pago… Pero no hablemos de esto… Tomábamos menta, una y otra copa; Simón estaba generoso…

De pronto se me ocurrió la gran idea… ¿usted ha visto? Allí en los portales del Patio hay un hombre que imprime tarjetas, un impresor ambulante… Yo me dije: “Sería una bonita sorpresa para Simón que yo salga y mande hacer cien tarjetas con el nombre y dirección de nuestra sociedad”… ¡Qué gusto se va a llevar! Estupendo, así lo hice… Pagué las tarjetas con mis últimos veinte soles y entré al bar… El hombre las traería a nuestra mesa cuando estuvieran listas… “He estado tomando el aire”, le dije a Simón; el muy tonto se lo creyó… Bueno, me hice el disimulado, seguimos hablando… Para esto, el negocio había crecido, ah, ¡naturalmente! Ya las camionetas para leche, los caminos, eran pequeñeces… Ahora hablábamos de una fábrica de cerveza, de unos cines de actualidades, inversiones de primer orden… otra copita de menta… Pero, ¿qué es esto? ¿La plaza Francisco Pizarro?… Bueno, el hombre de las tarjetas vino. ¡Si viera usted a Simón! Se puso a bailar de alegría; le juro que me abrazó y me besó… El cogió cincuenta tarjetas y yo cincuenta. Fumamos el último puro. Yo le dije: “Me he quedado sin un cobre pero –quería darme este gusto”. Simón se levantó y se fue a llamar por teléfono… Avisaría a su mujer que íbamos a comer… Quedé solo en el bar. ¿Usted sabe lo que es quedarse solo en un bar luego de haber estado horas conversando? Todo cambia, todo parece distinto; uno se da cuenta que hay mozos, que hay paredes, que hay parroquianos, que la otra gente también habla… es muy raro… Unos hombres con patillas hablaban de toros, otros eran artistas, creo, porque decían cosas que yo no entendía… y los mozos pasaban y repasaban por la mesa… Le juro, sus caras no me gustaban… Pero, ¿y Simón? Me dirá usted… ¡Pues Simón no venía! Esperé diez minutos, luego veinte; la gente del Teatro Segura comenzó a llegar… Fui a buscarlo al baño… Cuando una persona se pierde en un bar hay que ir a buscarlo primero al baño… Luego fui al teléfono, di vueltas por el café, salí a los portales… ¡Nada!… En ese momento el mozo se me acercó con la cuenta… ¡Demonios! Se debía 47 soles… ¿en qué? Me digo yo. Pero allí estaba escrito… Yo dije: “Estoy esperando a mi amigo”. Pero el mozo no me hizo caso y llamó al maître. Hablé con el maître que es una especie de notario con una servilleta en la mano… Imposible entenderse… Le enseñé mis tarjetas… ¡nada! Le dije: ¡Yo soy Pablo Saldaña!”. ¡Ni caso! Le ofrecí asociarlo a nuestra empresa, darle parte de las utilidades… el tipo no daba su brazo a torcer… En eso pasó usted, ¿recuerda? ¡Fue verdaderamente una suerte! Con las autoridades es fácil entenderse; claro, usted es un hombre instruido, un oficial, sin duda; yo admiro nuestras instituciones, yo voy a los desfiles para aplaudir a la policía… Usted me ha comprendido, naturalmente; usted se ha dado cuenta que yo no soy una piltrafa, que yo soy un hombre importante, ¿eh?… pero, ¿qué es esto?, ¿dónde estamos?, ¿esta no es la comisaría?, ¿qué quieren estos hombres uniformados? ¡Suélteme, déjeme el brazo le he dicho! ¿Qué se ha creído usted? ¡Aquí están mis tarjetas! Yo soy Pablo Saldaña el gerente, el formador de la Sociedad, yo soy un hombre, ¿entiende?, ¡un hombre!


"Explicaciones a un cabo de servicio", incluido en el libro "la palabra del mudo" de Julio Ramón Ribeyro, editado por Seix Barral, en Barcelona, en el año 2010, con locución de Philippe Requena Plot, con música basada en "Charleston behind the attic door", "Town rag" y "Mousy polka" de "Dance of the wind".

miércoles, 12 de febrero de 2014

'El negocio de las palas' con locución de Miguel Ángel Hernández y Patricio Martínez González


 
Pedro Ruiz Fortes nació en Lorca hace 54 años.
[Extracto de la edición de 1961]

Sus primeros pasos conocieron la aridez de nuestro campo y su instrucción consistió en algunas lecciones de un sencillo maestro rural.

Pero, el tipismo de nuestras gentes, las costumbres que vio a su alrededor y la luminosidad de este sol lorquino, le introdujo un gusanillo que pugnó sin tregua hasta convertirlo en poeta.

Sin saber cómo, fueron saliendo a la palestra poesía tras poesía; primero sus amigos, después el periódico y después la radio, han difundido ese manantial de Fortes, que ahora llega compendiado en este libro.

Pedro Ruiz Fortes es el ejemplo de un hombre que da rienda suelta a lo que lleva dentro. Un diamante sin pulidos ni engarces, pero que brilla entre quienes aprecian esa sinceridad, libre de influencias extrañas.

Por eso nuestros huertanos, nuestro mundo del trabajo y cuantos aprecian conocer el pensamiento puro de un importante sector, acuden a la lectura de Fortes con la seguridad de quedar satisfechos.


ANTÓN EL 'RAJAO' TIENE DOS DEJRACIAS

1ª.-- El negocio de las Palas 






"El negocio de las palas", incluido en el libro "Juanillo el del Cabezo, negocios que me han pasao, y algunas cosuchas más" de Pedro Ruiz Fortes, editado en Lorca, en el año 1961, en la imprenta Grafisol, con locución de Miguel Ángel Hernández y Patricio Martínez González, con música basada en "ricordi d'agosto" de Bruno Bellotti.

martes, 11 de febrero de 2014

'Los buques suicidantes' con locución de Pedro Felipe Granados

Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado. Si de día el peligro es menor, de noche no se ven ni hay advertencia posible: el choque se lleva a uno y otro.

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Estos buques abandonados por a o por b, navegan obstinadamente a favor de las corrientes o del viento, si tienen las velas desplegadas. Recorren así los mares, cambiando caprichosamente de rumbo.

No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su cuenta. Siempre hay probabilidad de hallarlos, a cada minuto. Por ventura las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo. Los buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de algas. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día, ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto siempre está frecuentado.

El principal motivo de estos abandonos de buque son sin duda las tempestades y los incendios que dejan a la deriva negros esqueletos errantes. Pero hay otras causas singulares entre las que se puede incluir lo acaecido al María Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de Agosto de 1903, y que el 26 de mañana se puso al habla con una corbeta, sin acusar novedad alguna. Cuatro horas más tarde, un paquete, no teniendo respuesta, desprendió una chalupa que abordó al María Margarita. En el buque no había nadie. Las camisetas de los marineros se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún. Una máquina de coser tenía la aguja suspendida sobre la costura, como si hubiera sido dejada un momento antes. No había la menor señal de lucha ni de pánico, todo en perfecto orden; y faltaban todos. ¿Qué pasó?

La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente. Íbamos a Europa, y el capitán nos contaba su historia marina, perfectamente cierta, por otro lado.

La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del campo de batalla presente, oía estremecida. Las chicas nerviosas prestaban sin querer inquieto oído a la voz de los marineros en proa. Una señora recién casada se atrevió:

-¿No serán águilas?...

El capitán se sonrió bondadosamente:

-¿Qué, señora? ¿Águilas que se lleven a la tripulación?

Todos se rieron y la joven hizo lo mismo, un poco avergonzada.

Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos curiosamente. Durante el viaje había sido un excelente compañero, admirando por su cuenta y riesgo, y hablando poco.

-¡Ah! ¡si nos contara, señor! -suplicó la joven de las águilas.

-No tengo inconveniente -asintió el discreto individuo-. En dos palabras -y en los mares del norte, como el María Margarita del capitán- encontramos una vez un barco a vela. Nuestro rumbo -viajábamos también a vela- nos llevó casi a su lado. El singular aire de abandono que no engaña en un buque, llamó nuestra atención, y disminuimos la marcha observándolo. Al fin desprendimos una chalupa; abordo no se halló a nadie, y todo estaba también en perfecto orden. Pero la última anotación del diario databa de cuatro días atrás, de modo que no sentimos mayor impresión. Aún nos reímos un poco de las famosas desapariciones súbitas.

"Ocho de nuestros hombres quedaron abordo para el gobierno del nuevo buque. Viajaríamos de conserva. Al anochecer nos tomó un poco de camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a nadie sobre el puente. Desprendiose de nuevo la chalupa, y los que fueron recorrieron en vano el buque: todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de lugar. El mar estaba absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina hervía aún una olla con papas.

"Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso de nuestra gente llegó a su colmo. A la larga, seis se animaron a llenar el vacío, y yo fui con ellos. Apenas abordo, mis nuevos compañeros se decidieron a beber para desterrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda y a la hora la mayoría cantaba ya.
"Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro, la brisa cesó y las velas cayeron. Un marinero se acercó a la borda y miró el mar aceitoso. Todos se habían levantado, paseándose, sin ganas ya de hablar. Uno se sentó en un cabo y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato en silencio. De pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. Él los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo. Un momento después dejó la camiseta en el cabo arrollado, avanzó a la borda y se tiró al agua. Al sentir el ruido, los otros dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. En seguida se olvidaron, volviendo a la apatía común.

"Al rato otro se desperezó, restregose los ojos caminando, y se tiró al agua. Pasó media hora; el sol iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban en el hombro.

"-¿Qué hora es?

"-Las cinco -respondí.

"El viejo marinero me miró desconfiado, con las manos en los bolsillos, recostándose enfrente de mí. Miró largo rato mi pantalón, distraído. Al fin se tiró al agua.


"Los tres que quedaban se acercaron rápidamente y observaron el remolino. Se sentaron en la borda, silbando despacio, con la vista perdida a lo lejos. Uno se bajó y se tendió en el puente, cansado. Los otros desaparecieron uno tras otro. A las seis, el último se levantó, se compuso la ropa, apartose el pelo de la frente, caminó con sueño aún, y se tiró al agua.

"Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos, sin saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo moroso que flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al agua, los otros se volvían momentáneamente preocupados, como si recordaran algo, para olvidarse en seguida. Así habían desaparecido todos, y supongo que lo mismo los del día anterior, y los otros y los de los demás buques. Esto es todo."

Nos quedamos mirando al raro hombre con excesiva curiosidad.

-¿Y usted no sintió nada? -le preguntó mi vecino de camarote.

-Sí, un gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero nada más. No sé por qué no sentí nada más. Presumo que el motivo es este: en vez de agotarme en una defensa angustiosa y a toda costa contra lo que sentía, como deben de haber hecho todos, y aún los marineros sin darse cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya. Algo muy semejante ha pasado sin duda a los centinelas de aquella guardia célebre, que noche a noche se ahorcaban.

Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió. Se fue al rato. El capitán lo siguió un rato de reojo.

-¡Farsante! -murmuró.

-Al contrario -dijo un pasajero enfermo, que iba a morir a su tierra-. Si fuera farsante no habría dejado de pensar en eso, y se hubiera tirado al agua.


Cuentos de amor de locura y de muerte





"Los buques suicidantes" escrito por Horacio Quiroga, incluido en su libro "Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte", editado por Seix Barral, en Barcelona, el año 1985, con la locución de Pedro Felipe S. Granados, mezclada con música basada en “Virtutes Instrumenti” de Kevin Macleod, y "Lullaby for the Darkness" de Psicodreamics.

lunes, 10 de febrero de 2014

'Lo que vio el poeta al amanecer' con locución de José Modesto García Zamarreño

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Lo que vio el poeta al amanecer
de Hermann Hesse

En el sur, en el encendido crepúsculo de un día de julio, las cumbres rosadas de las montañas flotaban entre las azules brumas veraniegas; en la campiña hervía sofocante la espesa vegetación; el maíz, alto y recio, estaba rebosante; en muchos campos se había cortado ya el trigo; las flores de los prados y jardines exhalaban dulces y penetrantes fragancias que se mezclaban con el suave y fino olor del polvo de la carretera. Entre el denso verdor, la tierra aún conservaba el calor del día; las fachadas doradas de los pueblos desprendían cálidos destellos nocturnos en el anochecer incipiente.

Una pareja de enamorados iba de un pueblo a otro, lentamente y sin rumbo fijo, por la tórrida carretera. Demoraban el momento del adiós, ya cogidos de la mano, ya enlazados, hombro con hombro. Bellos y gráciles, radiantes con sus ligeras ropas de verano, el calzado blanco, la cabeza al descubierto, arropados por el amor e invadidos por una suave fiebre nocturna. La joven tenía la tez y el cuello blancos, el hombre estaba curtido por el sol. Ambos eran esbeltos y caminaban erguidos; ambos guapos, ambos unidos en aquel instante por el sentimiento de ser una sola cosa, corno alimentados e impulsados por un único corazón; ambos, sin embargo, eran claramente distintos y estaban alejados el uno del otro. Vivían el momento en el que la camaradería se transforma en amor y el juego se convierte en destino. Ambos sonreían, y ambos estaban serios, casi tristes.

En aquellos momentos no pasaba nadie por la carretera para ir de un pueblo a otro; ya hacía rato que los campesinos habían terminado su jornada. Los enamorados se detuvieron y se abrazaron cerca de una casa de campo que resplandecía luminosa a través de los árboles, como si aún le diera el sol. Tiernamente, el hombre, condujo a la muchacha al borde de la carretera, donde se alzaba un muro bajo. Se sentaron allí para seguir estando juntos, para no tener que volver al pueblo con sus gentes ni reanudar el trecho de camino que aún les quedaba por recorrer. Se quedaron sentados en el muro, silenciosos, debajo de una parra, entre claveles y saxífragas. En medio del polvo y de los olores, les llegaban los murmullos del pueblo: niños que jugaban, el grito de una madre, risas de hombres, el lejano y vacilante sonido de un viejo piano. Sentados tranquilamente, se apoyaban el uno contra él otro, sin decir palabra. Percibían juntos, a su alrededor, el follaje que oscurecía, los aromas que fluían, el aire cálido que se estremecía ante el primer indicio de rocío y frescor.

La muchacha era joven, muy joven y hermosa; el cuello alto y delgado sobresalía fina y delicadamente de su vaporoso vestido; las cortas mangas dejaban ver la blancura de brazos y manos, en toda su gracilidad y esbeltez. Quería a su amigo; creía amarlo de corazón. Sabía muchas cosas de él, lo conocía francamente bien: habían sido amigos durante largo tiempo. A menudo, se habían dado cuenta por un instante de su atractivo, de su diferencia sexual: habían prolongado tiernamente un apretón de manos y, jugando, se había dado algún que otro beso furtivo. Él había sido su amigo; también había hecho las veces de consejero y confidente; era mayor, más sabio y sólo en alguna ocasión, durante unos segundos, un débil relámpago había cruzado el cielo de su amistad para recordarles breve y oportunamente que entre ellos no sólo había confianza y camaradería, sino que también se interponga la vanidad, la ambición de poder y la dulce hostilidad que desata la atracción entre sexos. En aquel momento eran ésos los sentimientos que estaban en sazón y se manifestaban con todo su ardor.


El hombre también era hermoso, aunque no poseía la juventud ni la íntima pujanza de la joven. Era mucho mayor que ella; había degustado el amor y la vida, había experimentado naufragios y despedidas En la gravedad de su enjuto y moreno semblante se podía leer la reflexión y el aplomo; el destino le había surcado frente y mejillas. Aquel anochecer, sin embargo, su mirada reflejaba dulzura y abandono. Su mano jugaba con la de ella; corría suave y respetuosamente sobre el brazo y la nuca, sobre el hombro y el pecho de la amiga; tanteaba pequeños y alegres caminos de ternura. Cuando la boca del plácido rostro de ella, escondido en la oscuridad del crepúsculo, fue a su encuentro, tierna y expectante como una flor, sintió que le invadía una oleada de ternura y de renovada pasión. Pero, al mismo tiempo, no podía alejar de su mente el pensamiento de que otros atardeceres de verano también muchas otras amantes habían paseado con él; que también, al acariciar otros brazos y cabellos, al abrazar otros hombros y caderas, sus dedos habían recorrido los mismos tiernos caminos. Que rehacía gestos conocidos y repetía lo vivido; que, para él, aquel tempestuoso sentimiento no era lo mismo que para la muchacha; era algo hermoso y querido, pero ya nada tenía de nuevo e inaudito: no podía vivirlo como algo único y sagrado.

También con esta poción puedo deleitarme, se dijo él, también es dulce y maravillosa; y el amor que yo puedo darle a esta joven en flor puede ser mejor, más sabio, más respetuoso y más puro que el de un jovenzuelo o el que yo mismo hubiera podido brindarle diez o quince años antes. Yo puedo ayudarla a cruzar el umbral de una primera experiencia con más ternura, inteligencia y afecto que cualquier otro, y puedo degustar este noble y refinado vino con más delicadeza y reconocimiento que un joven cualquiera. Pero no puedo ocultarle que tras la embriaguez viene la saciedad; que tras un primer estadio de exaltación, no podré ser para ella el amante de sus sueños; el que nunca pierde la ilusión. La veré temblar y llorar, pero me habré convertido en una persona fría e interiormente impaciente. Me aterrará - ya ahora me aterra - pensar en el momento en el que ella, al abrir los ojos, deba catar el desencanto; el día en el que, cuando ya no conserve el frescor de otros tiempos, su semblante, ante la visión de la plenitud perdida, se demude repentinamente.

Estaban sentados en el muro, rodeados de vegetación, arrimados el uno al otro; recorridos de vez en cuando por voluptuosos estremecimientos e impulsados a estar cada vez más cerca el uno del otro. Sólo de vez en cuando decían una palabra: una palabra apenas farfullada, pronunciada infinitamente: amor... cariño... criatura... ¿me quieres?

Una niña salió entonces de la casa de campo, cuya luminosidad empezaba en aquel momento a atenuarse. La chiquilla, de unos diez años, iba descalza, sus piernas eran espigadas y morenas, llevaba un vestido corto de tonos apagados y sus largos y oscuros cabellos le enmarcaban el rostro, ligeramente tostado.

Se acercó jugando, indecisa, algo cohibida, con una cuerda de saltar en la mano; sus pies desnudos se deslizaban silenciosos por la calle. Se acercaba con aire travieso y daba caprichosos pasos hacia el lugar donde estaban los enamorados. Al llegar a su altura, su marcha se hizo más lenta, como si no quisiera pasar de largo; parecía que algo la atrayese hacia allí de la misma forma que una mariposa nocturna se siente atraída por la flor de flox. En voz baja, les dirigió un melodioso saludo. Buona sera. Desde el muro, la joven le hizo un amable gesto con la cabeza, mientras el hombre correspondía afablemente: Ciao, cara mia.

La niña se dispuso a volver, poco a poco, de mala gana, cada vez más dubitativa; al cabo de cincuenta pasos se quedó quieta, dio la vuelta, irresoluta, se acercó de nuevo, se aproximó a la pareja de enamorados, les miró con una sonrisa compungido, se fue otra vez y desapareció en el jardín de la casa.

- ¡Qué bonita era! - dijo el hombre.

Al poco rato, sin dar tiempo a que oscureciera mucho más, la niña salió de nuevo al portón del jardín. Se quedó un momento quieta, miró recelosamente hacia la carretera, atisbó el muro, la parra y a la pareja enamorada. Entonces, empezó a correr a un paso rápido por la calle con sus ágiles pies descalzos; alcanzó a la pareja, dio la vuelta corriendo, fue de nuevo hasta el portón, se detuvo un minuto, y así repitió sus solitarias y silenciosas idas y venidas una y otra vez. Sin decir nada, los enamorados observaban cómo corría, cómo volvía atrás, cómo la pequeña falda oscura se agitaba alrededor de sus largas piernas infantiles. Sentían que aquel vaivén les estaba dedicado; que de ellos emanaba un embrujo, y que la pequeña, en su sueño infantil, vislumbraba el amor y la silenciosa embriaguez de aquel sentimiento.

A continuación las correrías de la niña se transformaron en una danza. Se acercó dando pasos rítmicos, meciéndose, caminando caprichosamente. Al anochecer, aquella pequeña figura solitaria danzaba en medio de la blanca carretera. Su danza era un homenaje; su pequeña danza infantil era una canción, una plegaria al futuro y al amor. Consumó su sacrificio seria y entregada, fue de un lado a otro balanceándose, hasta que finalmente se perdió de nuevo en el sombrío jardín.
- La hemos fascinado - dijo la enamorada -. Ha sentido la presencia del amor.

El amigo calló. Pensó: quizás esta niña, en el hechizo de su danza, ha disfrutado más del amor ahora, en lo que tiene de hermoso y pleno, de lo que jamás pueda llegar a experimentar. Continuó reflexionando: quizá también nosotros dos hemos probado ya lo mejor y lo más profundo del amor, y ahora todo lo que nos quede por vivir no sea más que un mero declive.

Se levantó y ayudó a su amiga a bajar del muro.

- Debes irte - le dijo -. Se ha hecho tarde. Te acompaño hasta el cruce del camino.
Al pasar por delante del portón vieron que la casa de campo y el jardín estaban adormilados. Por encima de la puerta colgaba la flor del granado, cuyo alegre rojo, a pesar de la oscuridad del anochecer, todavía resaltaba intensamente.

Se fueron entrelazados hasta el cruce. Al despedirse, se besaron con fervor, se soltaron, se separaron, dieron la vuelta de nuevo, se besaron otra vez; el beso ya no les saciaba, sólo les procuraba mayor avidez. La chica empezó a alejarse rápidamente y él la siguió con la mirada durante largo rato. Pero, incluso entonces, sintió que llevaba consigo el lastre del pasado; ante sus ojos se reprodujeron escenas de otros tiempos: otros adioses, otros besos nocturnos, otros labios, otros nombres. Le invadió la tristeza. Volvió lentamente por la carretera, mientras las estrellas asomaban sobre los árboles.

Aquella noche, en la que no durmió, sus reflexiones le llevaron a la siguiente conclusión:
Es inútil repetir lo que ya se ha vivido. Todavía podría querer a muchas mujeres, quizás aún durante años les podría ofrecer mi intensa mirada, mis tiernas manos y mis sabrosos besos. Pero debe uno aceptar que llega el momento de despedirse de todo esto. Llegada la ocasión, la despedida, que hoy todavía puedo aceptar voluntariamente, se produce en medio de la derrota y la desesperación. Así que la renuncia, que hoy es un triunfo, mañana sería sólo vergüenza. Por todo esto, debo renunciar hoy: es hoy cuando debo despedirme de todo ello.

Mucho he aprendido hoy y mucho me queda todavía por aprender. Debo aprender de esa niña que, con su silenciosa danza, nos ha cautivado. Al ver a una pareja enamorada en el crepúsculo, ha florecido en ella el amor. Una ola prematura, un presentimiento del placer, inquietante y hermoso a la vez, ha recorrido sus venas y, como todavía no puede amar, se ha puesto a danzar. Así pues, también yo debo aprender a danzar; debo cambiar la ávida búsqueda del placer por la música, la sensualidad por la plegaria. Sólo así seré siempre capaz de amar; no tendré por qué revivir inútilmente el pasado. Es éste camino que quiero seguir.


"Lo que vió el poeta al anochecer" escrito por Herman Hesse, incluido en su libro "Cuentos de Amor", editado por Musnik editores en su colección "La Medianoche", en Barcelona, el año 1999, con la locución de José Modesto García Zamarreño, mezclada con música basada en "amitie naissante", "arc en ciel" y "a coeur ouvert" de Francesco.

miércoles, 5 de febrero de 2014

'Definiendo el amor' con locución de Juan Guirao García



Soneto amoroso definiendo el amor

Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.

Es un descuido que nos da cuidado,
un cobarde, con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado.

Es una libertad encarcelada,
que dura hasta el postrero parasismo;
enfermedad que crece si es curada.


Este es el niño Amor, éste es su abismo.
¡Mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario a sí mismo! 

FRANCISCO DE QUEVEDO




"Definiendo el amor", de Don Francisco de Quevedo, publicado en "las tres últimas musas castellanas", en 1772, por la imprenta real de Don Joaquin de Ibarra, en Madrid, con la locución de Juan Guirao García, mezclada con música basada en: "Avalon" de Adragante