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sábado, 31 de mayo de 2014

Una víctima de la publicidad con locución de María Ros Navarro

Émile Zola

Conocí a un chico, fallecido el año pasado, cuya vida fue un prolongado martirio. Desde que tuvo uso de razón, Claude se había hecho este razonamiento: «El plan de mi existencia está trazado. No tengo más que aceptar las ventajas de mi tiempo. Para marchar con el progreso y vivir totalmente feliz, me bastará con leer los periódicos y los carteles publicitarios, mañana y tarde, y hacer exactamente lo que esos soberanos guías me aconsejen. En ello radica la verdadera sabiduría, la única felicidad posible». A partir de aquel día, Claude adoptó los anuncios de los periódicos y de los carteles como código de vida. Éstos se convirtieron en el guía infalible que le ayudaba a decidirlo todo; no compró nada, no emprendió nada que no le hubiera sido recomendado por la voz de la publicidad. Así fue como el desventurado vivió en un auténtico infierno.

Claude adquirió un terreno formado por tierras de aluvión donde sólo pudo construir sobre pilotes. La casa, construida según un sistema novedoso, temblaba cuando hacía viento y se desmoronaba con las lluvias tormentosas. En su interior, las chimeneas, provistas de ingeniosos sistemas fumívoros, humeaban hasta asfixiar a la gente; los timbres eléctricos se obstinaban en guardar silencio; los retretes, instalados según un modelo excelente, se habían convertido en horribles cloacas; los muebles, que debían obedecer a mecanismos particulares, se negaban a abrirse y cerrarse.

Tenía sobre todo un piano que no era sino un mal organillo y una caja fuerte inviolable e incombustible que los ladrones se llevaron tranquilamente a la espalda una hermosa noche invernal.

El infortunado Claude no sufría sólo en sus propiedades sino también en su persona: La ropa se le rompía en plena calle. La compraba en esos establecimientos que anuncian una rebaja considerable por liquidación total. Un día me lo encontré completamente calvo. Siempre guiado por su amor al progreso, se le había ocurrido cambiar su cabello rubio por otro moreno. El agua que acababa de usar había hecho que se le cayera todo el pelo rubio, y él estaba encantado porque -según decía- ahora podría usar cierta pomada que, con toda seguridad, le proporcionaría un cabello negro dos veces más espeso que su antiguo pelo rubio.

No hablaré de todos los potingues que se tomó. Era robusto pero se quedó escuálido y sin aliento. Fue entonces cuando la publicidad empezó a asesinarlo. Se creyó enfermo y se automedicó según las excelentes recetas de los anuncios y, para que la medicación fuera más efectiva siguió todos los tratamientos a la vez, hallándose confuso ante la idéntica cantidad de elogios que cada producto recibía.

La publicidad tampoco respetó su inteligencia. Llenó su biblioteca con libros que los periódicos le recomendaron. La clasificación que adoptó fue de lo más ingeniosa: ordenó los volúmenes por orden de mérito, quiero decir, según el mayor o menor lirismo de los artículos pagados por los editores. Allí se amontonaron todas las bobadas y todas las infamias contemporáneas. Jamás se vio un montón de ignominias semejante. Y además, Claude había tenido el detalle de pegar en el lomo de cada volumen el anuncio que se lo había hecho comprar. Así, cuando abría un libro, sabía por adelantado el entusiasmo que debía manifestar; reía o lloraba según la fórmula. Con ese régimen, llegó a ser completamente idiota.

El último acto de este drama fue lastimoso. Tras haber leído que había una sonámbula que curaba todos los males, Claude se apresuró a ir a consultarla acerca de las enfermedades que no tenía. La sonámbula le propuso obsequiosamente la posibilidad de rejuvenecerlo indicándole la forma para no tener más de dieciséis años. Se trataba simplemente de darse un baño y de beber determinada agua. Se tragó el agua, se metió en el baño y se rejuveneció en él de tal manera que, al cabo de media hora, lo encontraron asfixiado.

Claude fue víctima de la publicidad hasta después de muerto. Según su testamento, había querido ser enterrado en un ataúd de embalsamamiento instantáneo cuya patente acababa de obtener un droguero. En el cementerio, el ataúd se abrió en dos, y el miserable cadáver cayó al barro donde tuvo que ser enterrado revuelto con las planchas rotas de la caja. Su tumba, hecha de cartón piedra y en imitación de mármol, empapada por las lluvias del primer invierno, no fue pronto nada más que un montón de podredumbre sin nombre.


L’Inondation et autres nouvelles

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"Una víctima de la publicidad", de Emile Zolá, tomado de la página web http://www.ciudadseva.com/ , con locución de María Ros Navarro, música basada en "Lonely traveller meets a jolly eagle-owl", de Dance of the Wind.

jueves, 29 de mayo de 2014

El principito (capítulo 7) con locución de Maruja Pinilla Quiñonero

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CAPÍTULO VII

El quinto día, siempre gracias al cordero, me fue revelado este secreto de la vida del principito. Me preguntó bruscamente, sin preámbulo, como resultado de un problema meditado largo tiempo en silencio:

- Un cordero, si come arbustos, come también flores ?
- Un cordero come todo lo que encuentra.
- Hasta las flores que tienen espinas ?
- Sí. Hasta las flores que tienen espinas.
- Entonces las espinas, para qué sirven ?
Yo no lo sabía. Estaba ensimismado intentando desenroscar un bulón demasiado ajustado de mi motor. Estaba muy preocupado porque mi avería empezaba a parecerme muy grave, y el agua potable que se agotaba me hacía temer lo peor.
- Las espinas, para qué sirven ?
El principito no renunciaba nunca a una pregunta, una vez que la había formulado. Yo estaba irritado por mi bulón y respondí cualquier cosa:
- Las espinas no sirven para nada, es pura maldad de las flores !
- Oh!
Pero después de un silencio me largó, con un cierto rencor:
- No te creo ! Las flores son débiles. Son ingenuas. Se previenen como pueden. Se creen terribles con sus espinas. ..
No respondí nada. En ese momento me decía: "Si este bulón sigue resistiendo, lo haré saltar de un martillazo." El principito perturbó de nuevo mis reflexiones:
- Y tú crees que las flores...
- Pero no ! Pero no ! No creo nada ! Respondí cualquier cosa. Yo me ocupo de cosas serias !
Me miró estupefacto.
- De cosas serias !
Me veía, con el martillo en la mano y los dedos negros de grasa, inclinado sobre un objeto que le parecía muy feo.
- Hablas como los adultos !
Eso me dio un poco de vergüenza. Pero, implacable, agregó:
- Confundes todo... mezclas todo !
Estaba realmente muy irritado. Agitaba al viento la cabellera dorada:
- Conozco un planeta donde hay un Señor rubicundo. Nunca olió una flor. Nunca miró una estrella. Nunca amó a nadie. Nunca hizo nada más que cuentas. Y todo el día repite como tú: "Soy un hombre serio ! Soy un hombre serio !" y eso lo infla de orgullo. Pero no es un hombre, es un hongo !
- Un qué ?
- Un hongo !

El principito se había puesto todo pálido de rabia.


- Hace millones de años que las flores producen espinas. Hace millones de años que los corderos a pesar de todo se comen las flores. Y no es importante intentar entender por qué ellas se esfuerzan tanto en hacerse espinas que no sirven nunca para nada ? No es importante la guerra de los corderos y las flores ? No es más serio y más importante que las cuentas de un voluminoso Señor colorado ? Y si yo conozco una flor única en el mundo que no existe en ninguna parte salvo en mi planeta, a la que un corderito puede aniquilar de un golpe, así no más, una mañana, sin darse cuenta de lo que hace, eso no es importante !
Enrojeció, luego prosiguió:
Si alguien ama a una flor de la que no existe más que un ejemplar en los millones y millones de estrellas, eso basta para que se sienta feliz cuando las mira. Se dice: "Mi flor está allá en algún lado..." Pero si el cordero se come la flor, es para él como si, de golpe, todas las estrellas se apagaran ! Y eso no es importante !
No pudo decir nada más. Estalló bruscamente en sollozos. Había caído la noche. Yo había soltado mis herramientas. Bien me burlaba de mi martillo, de mi bulón, de la sed y de la muerte. Había en una estrella, un planeta, el mío, la Tierra, un principito para consolar ! Lo tomé entre mis brazos y lo mecí. Le decía: "La flor que amas no está en peligro... Dibujaré un bozal para tu cordero... Te dibujaré una coraza para tu flor... Te..." No sabía bien qué decir. Me sentía muy torpe. No sabía cómo alcanzarlo, dónde encontrarlo... Es tan misterioso el país de las lágrimas.

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"El principito - capítulo 7", de Antoine de Saint Exupery, publicado por Emece Editores, en Barcelona, el año 1951, traducción de Bonifacio del Carril, con locución de Maruja Pinilla Quiñonero, música basada en "Sonata nº 7 en do mayor, andante", de Mozart.

viernes, 23 de mayo de 2014

El caudillo con locución de María Ros Navarro


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Cuando el chofer, reapareciendo con los brazos engrasados, dijo que la única solución era empujar el ómnibus, nadie se movió de su asiento. Cada cual esperaba, sin duda, que su vecino se levantara, pero como el vecino pensaba lo mismo, reinó la más completa inmovilidad. 

Comenzaron, entonces, a lanzarse miradas oblicuas que eran una invitación y, a veces, hasta una orden. Pero el sol ardía implacable. Cayendo sobre los arenales se aplastaba en todas direcciones con una luz espesa que parecía humear.

–¿Cómo? –preguntó el chofer–. ¿Nadie se anima? ¡Entonces nos vamos a quedar botados en este lugar! Ustedes saben que por aquí pasan muy rara vez dos carros…

Pero esta arenga, lejos de persuadir a los pasajeros, los invitó a seguir observando el interior del vehículo, buscando una víctima propicia. En el último asiento había un mocetón en mangas de camisa, con unos poderosos bíceps de herrero, leyendo despreocupadamente su periódico. Todos repararon en él y, sin previo concierto, calcularon que sería él quien diera el empujón. Cuando el joven levantó el rostro vio la cuádruple fila de pasajeros mirándolo en silencio. En sus facciones se vislumbró una mueca de fastidio.

–Entonces, ¿yo? –dijo, señalándose el pecho.

Nadie respondió «sí» directamente, pero comenzaron a hacer comentarios más expresivos.

–Usted es el más fuerte…

–La ciudad está aún muy lejos…

–Hay que ser un poco desprendido...

Y no faltó quien buscara la excusa en su camisa:

–Me la acabo de cambiar esta mañana.

–¡Malaya! –exclamó el joven, levantándose al mismo tiempo que arrojaba su periódico–. 

Lo haré, pues.

Y comenzó a cruzar el ómnibus hacia la puerta. Una vez afuera lo vieron arrugar los párpados para protegerse del sol y remangarse más la camisa. Pronto se dirigió a la espalda del ómnibus con un paso decidido y atlético que despertó la admiración unánime por su corpulencia.

–¿Ya? –gritó al poco rato, y el chofer, apostándose en su asiento, encendió el motor.

Al principio el ómnibus no se movió, pero todos sintieron vibrar a través de su armadura una fuerza sobrehumana.

–¡Más fuerte! –gritó un pasajero.

Otro sacó la cabeza por la ventanilla:

–¡Dale, mozo! ¡Con fuerza!

Muchos lo imitaron y así el joven notó, de pronto, que casi todos los pasajeros lo alentaban, con medio cuerpo fuera de la ventana.

–¡Ahora! ¡Bravo! ¡Así! ¡Un poco más!

Él, para no defraudarlos, a pesar del calor que lo ahogaba, se aplicó con tal energía que el ómnibus comenzó a rodar lentamente. Después fue aumentando su velocidad, comenzó a roncar el motor, lanzó una gruesa columna de humo y arrancó con una rapidez vertiginosa.

El joven quedó en medio de la pista limpiándose el sudor con ambos brazos y al levantar la mirada, divisó al ómnibus que seguía su marcha. Esperó un momento que se detuviera, pero no tenía trazas de hacerlo. Entonces comenzó a correr detrás de él gritando y agitando los brazos con desesperación. Hubo un momento en que se aproximó tanto que pudo ver al conductor prendido del estribo.

–¡Pare! –gritó–. ¡No se olviden de mí!

–¡Si nos detenemos, se vuelve a malograr! –escuchó que le respondía.

–¡Lo vuelvo a empujar! –bramó el joven haciendo una promesa que seguramente no iba a poder cumplir.

El conductor se introdujo un momento, como si fuera a consultar con la mayoría. Poco después reapareció:

–¡Ya no podría hacerlo arrancar! ¡Está usted muy cansado!

Por último, en una curva cerrada, el ómnibus desapareció. El joven alcanzó a divisar aún los rostros de los últimos pasajeros que, vueltos hacia él, parecían reír.


"El caudillo", de Julio Ramón Ribeyro, incluido en el libro "la palabra del mudo", publicado por Seix Barral, en Barcelona, el año 2012, con locución de María Ros Navarro, con música basada en "Biting Irony", de Esther García.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Quiero jugar con locución de Georgina Rios Florean

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Quiero jugar a las montañas, a los pájaros, a que soy un perro con una mosca en la oreja: trémulo y enojado: olvidadizo. Ya no se acuerda qué lo molestaba, ahora intenta salir a la calle y olisquear las orillas de los árboles, en busca de no sé qué aroma inolvidable.



Quiero jugar a que no pasa nada, no pienso nada, nada recuerdo, nada temo y todo me da risa.


Quiero jugar a que el tiempo no se ha ido como arena, a que voy al colegio, ando descalza, no son mentira las tardes en el río. Jugar a que no sé sino este canto, este lamento, esta gana de ser lo que sí soy.

Quiero jugar a que aprendí a coser, a que sé cómo se toca una sonata de Beethoven, cómo se escucha a Mozart, cómo se teme al mar, cómo se tatúa el viento, el sembradío de gladiolas, las noches junto al lago, el fuego en esa hoguera que prendimos cuando aún no hacía frío.

Quiero jugar a que no es mi cumpleaños, a que fue mi cumpleaños, a que mi madre me regaló un burro gris que rebuznaba al jalarle un resorte.

Quiero jugar a que íbamos donde vendían las luces de bengala, jugar a que un globo de papel prendía por fin su luz llena abejas, y se iba para el cielo sin voltear hacia atrás.

Quiero jugar a que un día no sabré mi nombre. Ni el de mis más queridos. Quiero, como a ninguno, temerle a semejante juego. No quiero jugar al olvido, a ese le tengo miedo, a eso juega mi tía con casi noventa años, diciendo que, en su familia, nadie hace huesos viejos. Olvidando que tuvo dos hijas, muertas como verdades infalibles. Quiero olvidar así, para no recordar lo que no quiero.

Quiero jugar a que vive mi padre y anda conmigo y mis hermanos esperando que su mujer traiga la sopa. Jugar a que no fue a la guerra, como sí fue Mambrú, el héroe con que dormí a mis hijos tantas noches. Quiero cantar: no sé cuándo vendrá. Quiero jugar al cine, a los seis años, a que forro los libros en quinto de primaria. Y quiero desnudarme y ser divina. Que me manden las rosas de los años sesentas, la música y el alma de aquel músico. Quiero jugar a que me arrastra el viento, me hunden las olas, me recobra un pez. Quiero dulce de coco y un volcán y tres noches, como tres carabelas. Quiero que vuelva el sueño en que soñó Mateo que yo era azul marina. Quiero jugar a que si está nublado nos quedamos en cama viendo la tele, a que la diosa Cati se pone los anteojos en Los Ángeles para mirarnos desde allá, mirándola desde aquí.

Quiero jugar a que me quiso quien no me supo y saber que me quiere quien me sabe.

Quiero jugar a que no existe el mes, ni estoy para escribir nada cuando sólo quiero escribir: no sé, no entiendo.

Quiero jugar a que el mundo tiene alas, resuelve crucigramas, bendice los enigmas de quienes se preguntan qué hacer con sus finanzas y sus penas.

Quiero jugar a que sabía de rimas y poesía lo que sabe quien escribe sin firma en la página que antecede mi página. Quiero que un novelista me recuerde y que no haya en el mundo ni en mi patria, menos aquí en mi patria que en ninguna, una sola mujer capaz de concederle su elección a un señor. Y no quiero jugar a que no me da pena que existan estas hembras y estos hombres. Quiero, sí, irme de compras a la luna y encontrarme una tienda en la que vendan voluntad, síntesis, concentración, premura, certidumbres. Todo lo que no tengo para jugar a eso que juegan esos que sí tienen todo eso.

Quiero quedarme quieta, con el aliento en vilo, bajo la sombra de quienes me abrazan. Quiero jugar a que no es octubre, a que vivo viva, sin arrepentimiento y sin angustia. Como viven el sol y los cometas, como duermen los animales y las plantas, la espada de Damocles y los años que sigan a estos años.


Quiero jugar 
Ángeles Mastretta




"Quiero jugar", de Ángeles Mastretta, incluido en el libro "la emoción de las cosas", publicado por Seix Barral, en Barcelona, el año 2013, con locución de Georgina Rios Florean, con música basada en "Cuarteto de piano nº 3, en Do mayor, 2-Adagio", de Beethoven.

jueves, 15 de mayo de 2014

Los zapaticos de rosa con locución de Raúl Rey


"Los zapaticos de rosa", de José Martí, incluido en el libro "la Edad de Oro y otros relatos", publicado por Ediciones Cátedra, en Madrid, el año 2006, con locución de Raúl Rey, con música basada en "piano sonata nº 1, op.2, Adagio ", de Beethoven.

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LOS ZAPATICOS DE ROSA


A Mademoiselle Marie

Hay sol bueno y mar de espuma, 
Y arena fina, y Pilar 
Quiere salir a estrenar 
Su sombrerito de pluma.

—«¡Vaya la niña divina!» 
Dice el padre y le da un beso: 
—«¡Vaya mi pájaro preso 
A buscarme arena fina!»

—«Yo voy con mi niña hermosa», 
Le dijo la madre buena: 
«¡No te manches en la arena 
Los zapaticos de rosa!»

Fueron las dos al jardín 
Por la calle del laurel: 
La madre cogió un clavel 
Y Pilar cogió un jazmín.

Ella va de todo juego, 
Con aro, y balde, y paleta: 
El balde es color violeta: 
El aro es color de fuego.

Vienen a verlas pasar: 
Nadie quiere verlas ir: 
La madre se echa a reír, 
Y un viejo se echa a llorar.

El aire fresco despeina 
A Pilar, que viene y va 
Muy oronda: —«¡Di, mamá! 
¿Tú sabes qué cosa es reina?»

Y por si vuelven de noche 
De la orilla de la mar, 
Para la madre y Pilar 
Manda luego el padre el coche.

Está la playa muy linda: 
Todo el mundo está en la playa: 
Lleva espejuelos el aya 
De la francesa Florinda.

Está Alberto, el militar 
Que salió en la procesión 
Con tricornio y con bastón, 
Echando un bote a la mar.

¡Y qué mala, Magdalena 
Con tantas cintas y lazos, 
A la muñeca sin brazos 
Enterrándola en la arena!

Conversan allá en las sillas, 
Sentadas con los señores, 
Las señoras, como flores, 
Debajo de las sombrillas.

Pero está con estos modos 
Tan serios, muy triste el mar: 
¡Lo alegre es allá, al doblar, 
En la barranca de todos!

Dicen que suenan las olas 
Mejor allá en la barranca, 
Y que la arena es muy blanca 
Donde están las niñas solas.

Pilar corre a su mamá: 
—«¡Mamá, yo voy a ser buena: 
Déjame ir sola a la arena: 
Allá, tú me ves, allá!»

—«¡Esta niña caprichosa! 
No hay tarde que no me enojes: 
Anda, pero no te mojes 
Los zapaticos de rosa.»

Le llega a los pies la espuma: 
Gritan alegres las dos: 
Y se va, diciendo adiós, 
La del sombrero de pluma.

¡Se va allá, dónde ¡muy lejos! 
Las aguas son más salobres, 
Donde se sientan los pobres, 
Donde se sientan los viejos!

Se fue la niña a jugar, 
La espuma blanca bajó, 
Y pasó el tiempo, y pasó 
Un águila por el mar.

Y cuando el sol se ponía 
Detrás de un monte dorado, 
Un sombrerito callado 
por las arenas venía.

Trabaja mucho, trabaja 
Para andar: ¿qué es lo que tiene 
Pilar que anda así, que viene 
Con la cabecita baja?

Bien sabe la madre hermosa 
Por qué le cuesta el andar: 
—«¿Y los zapatos, Pilar, 
Los zapaticos de rosa?»

—«¡Ah, loca! ¿en dónde estarán? 
¡Di, dónde, Pilar!» —«Señora», 
Dice una mujer que llora: 
«¡Están conmigo: aquí están!»

—«Yo tengo una niña enferma 
que llora en el cuarto oscuro. 
Y la traigo al aire puro 
A ver el sol, y a que duerma.

»Anoche soñó, soñó 
con el cielo, y oyó un canto: 
Me dio miedo, me dio espanto, 
Y la traje, y se durmió.

»Con sus dos brazos menudos 
Estaba como abrazando; 
Y yo mirando, mirando 
Sus piececitos desnudos.

»Me llegó al cuerpo la espuma, 
Alcé los ojos, y vi 
Esta niña frente a mí 
Con su sombrero de pluma».

—«¡Se parece a los retratos 
Tu niña!» dijo: «¿Es de cera? 
¿Quiere jugar? ¡Si quisiera!... 
¿Y por qué está sin zapatos?

»Mira: ¡la mano le abrasa, 
Y tiene los pies tan fríos! 
¡Oh, toma, toma los míos; 
Yo tengo más en mi casa!»

«No sé bién, señora hermosa, 
Lo que sucedió después: 
¡Le vi a mi hijita en los pies 
Los zapaticos de rosa!»

Se vio sacar los pañuelos 
A una rusa y a una inglesa; 
El aya de la francesa 
Se quitó los espejuelos.

Abrió la madre los brazos: 
Se echó Pilar en su pecho, 
Y sacó el traje deshecho, 
Sin adornos y sin lazos.

Todo lo quiere saber 
De la enferma la señora: 
¡No quiere saber que llora 
De pobreza una mujer!

—«¡Sí, Pilar, dáselo! ¡y eso 
También! ¡Tu manta! ¡Tu anillo!» 
Y ella le dio su bolsillo: 
Le dio el clavel, le dio un beso.

Vuelven calladas de noche 
A su casa del jardín: 
Y Pilar va en el cojín 
De la derecha del coche.

Y dice una mariposa 
Que vio desde su rosal 
Guardados en un cristal 
Los zapaticos de rosa.

miércoles, 14 de mayo de 2014

El mar de Cuba de Raul Rey



 Os dejamos con "El mar de Cuba" cuya autoría y locución pertenece a Raúl Rey, relato inédito del propio lector.



"El mar de Cuba", de Raul Rey, con locución del autor y música basada en "nocturnos op. 9 y 62", de Chopin.