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lunes, 27 de julio de 2015

El aljibe con locución de Raquel López Navarro

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Capítulo 26
El aljibe

Míralo; está lleno de las últimas lluvias, Platero. No tiene eco, ni se ve, allá en su fondo, como cuando está bajo, el mirador con sol, joya policroma tras los cristales amarillos y azules de la montera.

Tú no has bajado nunca al aljibe, Platero. Yo, sí; bajé cuando lo vaciaron, hace años. Mira; tiene una galería larga, y luego un cuarto pequeñito. Cuando entré en él, la vela que llevaba se me apagó y una salamandra se me puso en la mano. Dos fríos terribles se cruzaron en mi pecho cual dos espadas que se cruzaran como dos fémures bajo una calavera... Todo el pueblo está socavado de aljibes y galerías, Platero. El aljibe más grande es el del patio del Salto del Lobo, plaza de la ciudadela antigua del Castillo. El mejor es este de mi casa, que, como ves, tiene el brocal esculpido en una pieza sola de mármol alabastrino. La galería de la iglesia va hasta la viña de los Puntales, y allí se abre al campo, junto al río. La que sale del hospital nadie se ha atrevido a seguirla del todo, porque no acaba nunca...

Recuerdo, cuando era niño, las noches largas de lluvia, en que me desvelaba el rumor sollozante del agua redonda que caía, de la azotea, en el aljibe. Luego, a la mañana, íbamos, locos, a ver hasta dónde había llegado el agua. Cuando estaba hasta la boca, como está hoy, ¡qué asombro, qué gritos, qué admiración!

... Bueno, Platero. Y ahora voy a darte un cubo de esta agua pura y fresquita, el mismo cubo que se bebía de una vez Villegas, el pobre Villegas, que tenía el cuerpo achicharrado ya del coñac y del aguardiente...

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"El aljibe", es el capítulo veintiséis del libro "Platero y yo" escrito por Juan Ramón Jiménez y editado por Cátedra en Madrid el año 1998, con locución de Raquel López Navarro, y música basada en "Pastorale", de Ken Verheecke.

lunes, 20 de julio de 2015

La azotea con locución de Caty Parra Arcas

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Capítulo 21
La azotea 
Tú Platero, no has subido nunca a la azotea. No puedes saber qué honda respiración ensancha el pecho cuando, al salir a ella de la escalerilla oscura de madera, se siente uno quemado en el sol pleno del día, anegado de azul como al lado mismo del cielo, ciego del blancor de la cal, con la que, como sabes, se da al suelo de ladrillo para que venga limpia al aljibe el agua de las nubes.

¡Qué encanto el de la azotea! Las campanas de la torre están sonando en nuestro pecho, al nivel de nuestro corazón, que late fuerte; se ven brillar, lejos, en las viñas, los azadones, con una chispa de plata y sol; se domina todo: las otras azoteas, los corrales, donde la gente, olvidada, se afana, cada uno en lo suyo —el sillero, el pintor, el tonelero— las manchas de arbolado de los corralones, con el toro o la cabra; el cementerio, adonde a veces llega, pequeñito, apretado y negro, un inadvertido entierro de tercera; ventanas con una muchacha en camisa que se peina, descuidada, cantando; el río, con un barco que no acaba de entrar; graneros, donde un músico solitario ensaya el cornetín, o donde el amor violento hace, redondo, ciego y cerrado, de las suyas...

La casa desaparece como un sótano. ¡Qué extraño, por la montera de cristales, la vida ordinaria de abajo: las palabras, los ruidos, el jardín mismo, tan bello desde él; tú, Platero, bebiendo, en el pilón, sin verme, o jugando, como un tonto, con el gorrión o la tortuga!

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"La azotea", es el capítulo veintiuno del libro "Platero y yo" escrito por Juan Ramón Jiménez y editado por Cátedra en Madrid el año 1998, con locución de Caty Parra Arcas, y música basada en "Rosita", de Francisco Tárrega.

martes, 14 de julio de 2015

La miga con locución de Ramón Andrés Jiménez

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Si tú vinieras, Platero, con los demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el burro de las Figuras de cera -el amigo de la Sirenita del Mar, que aparece coronado de flores de trapo, por el cristal que muestra a ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento-; más que el médico y el cura de Palos, Platero.

Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡eres tan grandote y tan poco fino! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del corro ibas a cantar, di, el Credo?

No. Doña Domitila -de hábito de Padre Jesús de Nazareno, morado todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, el besuguero-, te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tan calientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va a llover...

No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas.

Platero y yo
Juan Ramón Jiménez







"La miga", es el capítulo sexto del libro "Platero y yo" escrito por Juan Ramón Jiménez y editado por Cátedra en Madrid el año 1998, con locución de Ramón Andrés Jiménez, y música basada en "tema y variaciones para piano y flauta, op.105", de Beethoven

miércoles, 8 de julio de 2015

La pata de palo con locución de Paqui Ortega

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Poeta español, José de Espronceda está considerado como uno de los más importantes autores del romanticismo español.

Espronceda se formó Madrid y viajó por Europa, sobre todo Alemania, Francia e Inglaterra, y fue muy activo políticamente apoyando la causa liberal y formando parte de las revueltas burguesas comunes en el siglo XIX, algo que provocó su exilio hasta la amnistía de 1833.

En su carrera política, Espronceda llegó a ser parlamentario por el Partido Progresista en 1842. 

Es en este periodo en España que Espronceda terminó sus obras más conocidas, de gran influencia byroniana, como son El estudiante de Salamanca (1837) y un buen número de poemas cortos, o canciones, de entre la que habría que destacar la Canción del pirata o El verdugo.

Espronceda murió en 1842 a causa de la difteria, dejando inacabada su obra El Diablo Mundo.

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"La pata de palo", escrito por José de Espronceda, incluido en el libro "cuentos del siglo XIX" , edición José María Carandell, Barcelona, "La Gaya Ciencia" , 1978, con locución de Paqui Ortega, y música basada en "Humoresque nº 7" y "Rondo para cello y orquesta op.94" de Antonin Dvorák

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Voy a contar el caso más espantable y prodigioso que buenamente imaginarse puede, caso que hará erizar el cabello, horripilarse las carnes, pasmar el ánimo y acobardar el corazón más intrépido, mientras dure su memoria entre los hombres y pase de generación en generación su fama con la eterna desgracia del infeliz a quien cupo tan mala y desventurada suerte. ¡Oh cojos!, escarmentad en pierna ajena y leed con atención esta historia, que tiene tanto de cierta como de lastimosa; con vosotros hablo, y mejor diré con todos, puesto que no hay en el mundo nadie, a no carecer de piernas, que no se halle expuesto a perderlas. Érase que en Londres vivían, no a medio siglo, un comerciante y un artífice de piernas de palo, famosos ambos: el primero, por sus riquezas, y el segundo, por su rara habilidad en su oficio. Y basta decir que ésta era tal, que aun los de piernas más ágiles y ligeras envidiaban las que solía hacer de madera, hasta el punto de haberse de moda las piernas de palo, con grave perjuicio de las naturales. Acertó en este tiempo nuestro comerciante a romperse una de las suyas, con tal perfección, que los cirujanos no hallaron otro remedio más que cortársela, y aunque el dolor de la operación le tuvo a pique de expirar, luego que se encontró sin pierna, no dejó de alegrarse pensando en el artífice, que con una de palo le habría de librar para siempre de semejantes percances. Mandó a llamar a Mr. Wood al momento (que éste era el nombre del estupendo maestro pernero), y como suele decirse, no se le cocía el pan, imaginándose ya con su bien arreglada y prodigiosa pierna, que, aunque hombre grave, gordo y con más de cuarenta años, el deseo de experimentar en si mismo la habilidad del artífice, le tenía fuera de sus casillas. No se hizo esperar mucho tiempo, que era el comerciante rico y gozaba renombre de generoso. —Mr. Wood —le dijo—, felizmente necesito de su habilidad de usted. —Mis piernas —repuso Wood—, están a disposición de quien quiera servirse de ellas. —Mil gracias; pero no son las piernas de usted, sino una de palo lo que necesito. —Las de ese género ofrezco yo —replicó el artífice— que las mías, aunque son de carne y hueso, no dejan de hacerme falta. —Por cierto que es raro que un hombre como usted que sabe hacer piernas que no hay más que pedir, use todavía las mismas con que nació. —En eso hay mocho que hablar; pero al grano: usted necesita una pierna de palo, ¿no es eso? —Cabalmente —replicó el acaudalado comerciante—; pero no vaya usted a creer que se trata de una cosa cualquiera, sino que es menester que sea una obra maestra, un milagro del arte.

—Un milagro del arte, ¡eh! —repitió Mr. Wood. —Si, señor, una pierna maravillosa cueste lo que costare. —Estoy en ello; una pierna que supla en un todo la que usted ha perdido. —No, señor; es preciso que sea mejor todavía. —Muy bien. —Que encaje bien, que no pese nada, ni tenga yo que llevarla a ella, sino que ella me lleve a mí. —Será usted servido. —En una palabra, quiero una pierna…, vamos, ya que estoy en el caso de elegirla, una pierna que ande sola. —Como usted guste. —Conque ya está usted enterado. —De aquí a dos días —respondió el pernero—, tendrá usted la pierna en casa, y prometo a usted que quedará complacido. Dicho esto se despidieron, y el comerciante quedó entregado a mil sabrosas y lisonjeras esperanzas, pensando que de allí a tres días se vería provisto de la mejor pierna de palo que hubiera en todo el reino unido de la Gran Bretaña. Entretanto, nuestro ingenioso artífice se ocupaba ya en la construcción de su máquina con tanto empeño y acierto, que de allí a tres días, como había ofrecido, estaba acabada su obra, satisfecho sobremanera de su adelantado ingenio. Era una mañana de Mayo y empezaba a rayar el día feliz en que habían de cumplirse las mágicas ilusiones del despernado comerciante, que yacía en la cama muy ajeno a la desventura que le aguardaba. Faltábale tiempo ya para calzarse la prestada pierna, y cada golpe que sonaba a la puerta de la casa retumbaba en su corazón. “Ese será”, se decía a sí mismo; pero en vano, porque antes que su pierna llegaron la lechera, el cartero, el carnicero, un amigo suyo y otros mil personajes insignificantes, creciendo por instantes la impaciencia y ansiedad de nuestro héroe, bien así como el que espera un frac nuevo para ir a una cita amorosa y tiene al sastre por embustero. Pero nuestro artífice cumplía mejor sus palabras, y ¡ojalá que no la hubiese cumplido entonces! Llamaron, en fin, a la puerta, y a poco rato entró en la alcoba del comerciante un oficial de la tienda con una pierna de palo en la mano, que no parecía sino que se le iba a escapar. —Gracias a Dios —exclamó el banquero—, veamos esa maravilla del mundo. —Aquí la tiene usted —replicó el oficial—, y crea usted que mejor pierna no la ha hecho mi amo en su vida. —Ahora veremos. Y enderezándose en la cama, pidió de vestir, y luego que se mudó la ropa interior, mandó al oficial de piernas que le acercase la suya de palo para probársela. Pero aquí entra la parte más lastimosa. No bien se la colocó y se puso en pie, cuando sin que fuerzas humanas fuesen bastantes para detenerla, echó a andar la pierna de por sí sola con tal seguridad y rapidez tan prodigiosa, que, a su despecho, hubo que seguirla el obeso cuerpo del comerciante. En vano fueron las voces que éste daba llamando a sus criados para que le detuvieran. Desgraciadamente, la puerta estaba abierta, y cuando ellos llegaron, ya estaba el pobre hombre en la calle. Luego que se vio en ella, ya fue imposible contener su ímpetu. No andaba, volaba; parecía que iba arrebatado por un torbellino, que iba impelido de un huracán. En vano era echar atrás el cuerpo, dar voces que le socorriesen y detuvieran, que ya temía estrellarse contra alguna tapia, el cuerpo seguía a remolque el impulso de la alborotada pierna; si se esforzaba a cogerse a alguna parte, corría peligro de dejarse allí el brazo, y cuando las gentes acudían a sus gritos, ya el malhadado banquero había desaparecido. Tal era la violencia y rebeldía del postizo miembro. Y era lo mejor, que se encontraba a algunos amigos que le llamaban y aconsejaban que se parara, lo que era para él lo mismo que tocar con la mano el cielo. —Un hombre tan formal como usted —le gritaba uno— en consolcillos y a escape por esas calles, ¡eh!, ¡eh! Y el hombre maldiciendo y jurando y haciendo señas con la mano de que no podía absolutamente pararse. Cuál le tomaba por loco, otro intentaba detenerle poniéndose delante y caía atropellado por la furiosa pierna, lo que valía al desdichado andarín mil injurias y picardías. El pobre lloraba; en fin, desesperado y aburrido se le ocurrió la idea de ir a la casa del maldito fabricante de piernas que tal le había puesto. Llegó, llamó a la puerta al pasar; pero ya había traspuesto la calle cuando el maestro se asomó a ver quién era. Sólo pudo divisar a lo lejos un hombre arrebatado en alas del huracán que con la mano se las juraba. En resolución, al caer la tarde, el apresurado varón notó que la pierna, lejos de aflojar, aumentaba en velocidad por instantes. Salió al campo, y casi exánime y jadeando, acertó a tomar un camino que llevaba a una quinta de una tía suya que allí vivía. Estaba aquella respetable señora, con más de setenta años encima, tomando un té junto a la ventana del parlour y como vio a su sobrino venir tan chusco y regocijado corriendo hacia ella, empezó a sospechar si habría llegado a perder el seso, y mucho más al verle tan deshonestamente vestido. Al pasar el desventurado cerca de sus ventanas, le llamó y, muy seria, empezó a echarle una exhortación muy grave acerca de lo ajeno que era en un hombre de su carácter andar de aquella manera. —¡Tía!, ¡tía! ¡También usted! —respondió con lamentos su sobrino perniligero. No se le volvió a ver más desde entonces, y muchos creyeron que se había ahogado en el canal de la Mancha al salir de la isla. Hace, no obstante, algunos años que unos viajeros recién llegados de América afirmaron haberle visto atravesar los bosques del Canadá con la rapidez de un relámpago. Y poco hace se vio un esqueleto desarmado vagando por las cumbres del Pirineos, con notable espanto de los vecinos de la comarca, sostenido por una pierna de palo. Y así continúa dando la vuelta al mundo con increíble presteza, la prodigiosa pierna, sin haber perdido aún nada de su primer arranque, furibunda velocidad y movimiento perpetuo.

lunes, 29 de junio de 2015

La insignia con locución de Julian Ramón Morales

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Julio Ramón Ribeyro Zúñiga  (Santa Beatriz, Lima, 31 de agosto de 1929 - Lima, 4 de diciembre de 1994) fue un escritor peruano, considerado uno de los mejores cuentistas de la literatura latinoamericana. Es una figura destacada de la Generación del 50 de su país, a la que también pertenecen narradores como Mario Vargas Llosa, Enrique Congrains Martin y Carlos Eduardo Zavaleta. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán, italiano, holandés y polaco. Aunque el mayor volumen de su obra lo constituye su cuentística, también destacó en otros géneros: novela, ensayo, teatro, diario y aforismo. En el año de 1994 (antes de su defunción) ganó el reconocido Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo.





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"La insignia", escrito por Julio Ramón Ribeyro, forma parte de su libro "la palabra del mudo", editado por Seix Barral en Barcelona, en el año 2012, con locución de Julian Ramón Morales, y música basada en "Weissenborn, six trios for three Bassoons" de Grossman, Ewell y Grainger.

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Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: "Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo".
Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.
Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidente que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato me observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: "Aquí tenemos libros de Feifer". Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: "Feifer estuvo en Pilsen". Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: "Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga". Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio.
Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hombre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESIÓN: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas digresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.
Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.
-Es usted nuevo, ¿verdad? -me interrogó, un poco desconfiado.
-Sí -respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia-. Tengo poco tiempo.
-¿Y quién lo introdujo?
Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.
-Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el...
-¿Quién? ¿Martín?
-Sí, Martín.
-¡Ah, es un colaborador nuestro!
-Yo soy un viejo cliente suyo.
-¿Y de qué hablaron?
-Bueno... de Feifer.
-¿Qué le dijo?
-Que había estado en Pilsen. En verdad... yo no lo sabía.
-¿No lo sabía?
- No -repliqué con la mayor tranquilidad.
-¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?
-Eso también me lo dijo.
-¡Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!
-En efecto -confirmé- Fue una pérdida irreparable.
Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención.
-Tráigame en la próxima semana -dijo- una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.
Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.
-¡Admirable! -exclamó- Trabaja usted con rapidez ejemplar.
Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Más tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un menor en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastros.
De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. "Ha ascendido usted un grado", me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en términos vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.
En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas porque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.
Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.
A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.
Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo la llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala.

1952

sábado, 20 de junio de 2015

Una ciudad maravillosa con locución de Jorge González Sánchez


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Los incondicionales de Lord Dunsany (1878-1957) no podrán en modo alguno resistirse a esta bella edición de Espuela de Plata, que recoge por vez primera en castellano el conjunto de losTales of Three Hemispheres. A Collection of Stories (1919). El afortunado lector de este libro disfrutará de un puñado de relatos inéditos en castellano, de primer orden...


“Una ciudad maravillosa” se nos ofrece una sugestiva visión del Nueva York nocturno, mágicamente entrevisto en su juego de nieblas e iluminación eléctrica. Cuentos de los tres hemisferios es, pues, una variada y representativa colección de relatos fantásticos de Dunsany, que se abre con una evocación fantasmal de Londres y se cierra con una imaginativa visión del Nueva York más moderno; quizás porque su autor desea señalarnos que las puertas de la fantasía se abren muchas veces en el lugar más próximo e insospechado.


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"Una ciudad maravillosa", perteneciente al libro "Cuentos de los tres hemisferios" recopilados por Lord Dunsay y traducidos por Victoria León, está editado por "Espuela de Plata" en Sevilla, en el año 2011, con locución de Jorge González Sánchez, y música basada en "acoustique 015 y 086 " de Serge Robinson.



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jueves, 18 de junio de 2015

El eclipse (Platero y yo) con locución de Juan Mora


Capítulo 4 
El eclipse

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Nos metimos las manos en los bolsillos, sin querer, y la frente sintió el fino aleteo de la sombra fresca, igual que cuando se entra en un pinar espeso. Las gallinas se fueron recogiendo en Su escalera amparada, una a una. Alrededor, el campo enlutó su verde, cual si el velo morado del altar mayor lo cobijase. Se vió, blanco, el mar lejano, y algunas estrellas lucieron, pálidas. ¡Cómo iban trocando blancura por blancura las azoteas! Los que estábamos en ellas nos gritábamos cosas de ingenio mejor o peor, pequeños y oscuros en aquel silencio reducido del eclipse.

Mirábamos el sol con todo: con los gemelos de teatro, con el anteojo de larga vista, con una botella, con un cristal ahumado; y desde todas partes: desde el mirador, desde la escalera del corral, desde la ventana del granero, desde la cancela del patio. por sus cristales granas y azules...

Al ocultarse el sol que un momento antes, todo lo hacía dos, tres, cien veces más grande y mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo, sin la transición larga del crepúsculo, lo dejaba solo y pobre, como si hubiera cambiado onzas primero y luego plata por cobre. Era el pueblo como un perro chico, mohoso y ya sin cambio. ¡Qué tristes y qué pequeñas las calles, las plazas, la torre, los caminos de los montes!

Platero parecía, allá en el corral, un burro menos verdadero, diferente y recortado; otro burro...

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"El eclipse", es el capítulo cuarto del libro "Platero y yo" escrito por Juan Ramón Jiménez y editado por Cátedra en Madrid el año 1998, con locución de Juan Mora, y música basada en "Pastorale", del álbum "Dreamfield" de Ken Verheecke.

martes, 16 de junio de 2015

Las golondrinas (Platero y yo) con locución de María Hernández López

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Juan Ramón Jiménez Mantecón. (Moguer, Huelva, 23 de diciembre de 1881 – San Juan, Puerto Rico, 29 de mayo de 1958). Poeta español y premio Nobel de Literatura.

La crítica suele dividir su trayectoria poética en tres etapas: 

Etapa sensitiva (1898-1915): marcada por la influencia de Bécquer, el Simbolismo y el Modernismo. En ella predominan las descripciones del paisaje, los sentimientos vagos, la melancolía, la música y el color, los recuerdos y ensueños amorosos. Se trata de una poesía emotiva y sentimental donde se trasluce la sensibilidad del poeta a través del perfeccionismo de la estructura formal.

Etapa intelectual (1916-1936): descubrimiento del mar como motivo trascendente. El mar simboliza la vida, la soledad, el gozo, el eterno tiempo presente. Se inicia asimismo una evolución espiritual que lo lleva a buscar la trascendencia. En su deseo de salvarse ante la muerte se esfuerza por alcanzar la eternidad, que busca conseguir a través de la belleza y la depuración poética.

Etapa verdadera (1937-1958): todo lo escrito durante su exilio americano.

La obra poética de Juan Ramón Jiménez es muy numerosa, con libros que a lo largo de su vida, en un afán constante de superación, repudia - o de los que salva algún poema, casi siempre retocado en sus sucesivas selecciones.

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Capítulo número trece del libro "Platero y yo" escrito por Juan Ramón Jiménez y editado por Cátedra en Madrid el año 1998, con locución de Maria Hernández López, y música basada en "Valse a Tess", del álbum "Extraits de contes" de Christian Dalmont.

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Capítulo 13 
Las golondrinas

Ahí la tienes ya, Platero, negrita y vivaracha en su nido gris del cuadro de la Virgen de Montemayor, nido respetado siempre. Está la infeliz como asustada. Me parece que esta vez se han equivocado las pobres golondrinas, como se equivocaron, la semana pasada, las gallinas, recogiéndose en su cobijo cuando el sol de las dos se eclipsó. La primavera tuvo la coquetería de levantarse este año más temprano; pero ha tenido que guardar de nuevo, tiritando, su tierna desnudez en el lecho nublado de marzo. ¡Da pena ver marchitarse, en capullo, las rosas vírgenes del naranjal!

Están ya aquí, Platero, las golondrinas, y apenas se las oye, como otros años, cuando el primer día de llegar lo saludan y lo curiosean todo, charlando sin tregua en su rizado gorjeo. Le contaban a las flores lo que habían visto en Africa, sus dos viajes por el mar, echadas en el agua, con el ala por vela, o en las jarcias de los barcos; de otros ocasos, de otras auroras, de otras noches con estrellas...

No saben qué hacer. Vuelan mudas, desorientadas, como andan las hormigas cuando un niño les pisotea el camino. No se atreven a subir y bajar por la calle Nueva en insistente línea recta con aquel adornito al fin, ni a entrar en sus nidos de los pozos, ni a ponerse en los alambres del telégrafo, que el Norte hace zumbar, en su cuadro clásico de carteras, junto a los aisladores blancos... ¡Se van a morir de frío, Platero!