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jueves, 29 de agosto de 2024

El lobo y los siete cabritillos con locución de los Súper VipLos Súper VIP

 


Los Súper VIP los integran: María Reverte Martínez, Juan Reverte Martínez, Blanca Martínez Piernas, Fran Martínez Piernas, Alberto González Gómez, Marina González Gómez, Iria González Díaz, Vega González Díaz, Roi González Díaz y Ainhoa Gómez Galián.

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Este cuento titulado El lobo y los siete cabritillos fue escrito por los hermanos Grimm con locución de Los Súper VIP y música de Pedro y el lobo de Prokofiev




El lobo y los siete cabritillos. 
Cuento de los hermanos Grimm



Había una vez una vieja cabra que tenía siete cabritillos los quería como sólo una madre puede querer a sus hijos. Un dia quiso ir al bosque y buscar comida; entonces llamó a los siete a su presencia y dijo:

Queridos hijos, tengo que salir al bosque. Protegeos del lobo, que, si entra, os devorará enteros. El malvado se disfraza a menudo, pero lo conoceréis inmediatamente por su voz ronca y sus patas negras.

Los cabritillos dijeron:

Querida madre, tendremos cuidado; puedes irte sin ninguna preocupación. Alberto. Juan y tuon.

Entonces, la vieja baló y se puso en camino llena de tranquilidad.

No había pasado mucho tiempo, cuando alguien llamó a la puerta de la casa y exclamó:

Queridos niños, vuestra madre está aquí y os ha traído algo a cada uno de vosotros... (LOGO) )

Pero los cabritillos reconocieron por la voz ronca que era el lobo.

-No abrimos-exclamaron, tú no eres nuestra madre; lella tiene una voz fina y melodiosa y tu voz es ronca; tú eres el lobo..

Después de esto, el lobo se fue a casa de un tendero y se compró un gran trozo de tiza; se la comió y se aclaró con ella la voz. Luego, regresó, llamó a la puerta de la casa y dijo:

Abrid, queridos hijos, vuestra madre está aquí y os ha traído algo a cada uno de vosotros.

Pero el lobo había colocado sus negras patas en la ventana, los niños las vieron y dijeron:

-No abrimos, nuestra madre no tiene las patas negras como tú; tú eres el lobo.

Entonces, el lobo corrió a casa de un panadero y dijo:

Me he dado un golpe en la pata, échame por encima un poco de masa.

Y cuando el panadero le había untado ya la pata, corrió a ver al molinero y dijo:

Espolvoréame blanca harina sobre la pata.

El molinero pensó: «Este lobo quiere engañar a alguien», y se resistió a hacerlo, pero el lobo dijo:

Si no lo haces, te devoraré.

El molinero tuvo miedo y le puso la pata blanca. Sí: así son los hombres. Entonces, fue el malvado por tercera vez a la puerta de la casa, llamó y dijo:

Abridme, niños, vuestra querida madrecita ha regresado a casa. Y os ha traído algo del bosque a cada uno.

Los cabritillos gritaron:

Enséñanos primero tus patas para que sepamos que tú eres nuestra querida mamita.

Entonces, el lobo colocó la pata en la ventana y, cuando la vieron blanca, los cabritillos creyeron que era verdad todo lo que les decía y abrieron la puerta. Pero quien entró fue el lobo. Se asustaron y quisieron esconderse. Uno saltó por encima de la mesa, el segundo se metió en la cama, el tercero, en la estufa, el cuarto, en la cocina, el quinto, en el armario, el sexto, debajo del barreño de lavar, y el séptimo, en la caja del reloj de pared. Pero el lobo los encontró, y no gastó muchos cumplidos, engulléndoselos a todos. Después de que el lobo hubo calmado su apetito, se marchó y se tumbó en la verde pradera bajo un árbol y comenzó a dormir.

No mucho más tarde, regresó la vieja cabra a casa desde el bosque. ¡Pero, ay! ¿Qué es lo que vio? La puerta de la casa estaba abierta de par en par; mesas, sillas y bancos estaban volcados todos en el suelo; el barreño de la ropa estaba hecho añicos; la manta y los cojines habían sido tirados de la cama. Buscó a sus hijos, pero no los pudo encontrar en parte alguna. Llamó, uno por uno, a todos por sus nombres, pero nadie respondió. Finalmente, cuando llegó al último, sonó una fina voz:

Querida mamá, estoy escondido en la caja del reloj...

Lo sacó, y él le contó que el lobo había venido y había devorado a los otros. Podéis imaginaros lo que ella lloró a sus hijos. Por fin, salió fuera con toda su pena, y el más pequeño de los cabritillos la acompañó. Cuando llegó a la pradera, allí estaba el lobo bajo el árbol, roncando de tal manera que los árboles temblaban. Lo observó detenidamente y vio que en su vientre súper lleno algo se movía y se agitaba. - Dios mío pensó -


¿Estarán mis niños, que se ha tragado para la cena, todavía vivos?


A esto, fue corriendo a casa el cabritillo y cogió unas tijeras, aguja e hilo. Luego, le abrió la panza al monstruo y, apenas había hecho un corte, sacó un cabritillo la cabeza; siguió cortando, y así fueron saltando uno tras otro, y estaban todos vivos y no habían sufrido el menor daño, pues el monstruo, en su ansia, se los había tragado enteros.


¡Qué alegría!


Todos abrazaron a su madre saltando de gozo como si les hubiera tocado la lotería. La vieja, sin embargo, dijo:

Ahora, id y buscad piedras; con ellas, le llenaremos a este impío animal la barriga mientras duerme todavía.

Los cabritillos, entonces, transportaron rápidamente las piedras y le metieron en la barriga tantas como les fue posible hacerlo. Después de esto, la vieja le cosió a toda prisa, de tal manera que no notara nada y no se moviese.

Cuando por fin hubo descansado bien, el lobo se incorporó y, al producirle las piedras en el estómago tanta sed, quiso ir a un pozo a beber. Cuando comenzó a andar y a moverse de un lado para otro, chocaban las piedras unas con otras haciendo ruido. Entonces exclamó:

¿Qué es lo que ahora retumba y en mi barriga resuena? Creí que eran seis cabritillos y sólo parecen piedras.

Y cuando el lobo llegó al pozo y se inclinó hacia el agua y quiso beber, las piedras le arrastraron hacia dentro y se ahogó de forma lamentable.

Cuando los siete cabritillos vieron esto, llegaron corriendo y exclamaron en voz alta:

¡El lobo está muerto, el lobo está muerto!

Y bailaron de pura alegría con su madre alrededor del pozo.


Este cuento titulado "El lobo y los siete cabritillos", que hemos leído fue recogido y escrito por los hermanos Grimm.

Agua adónde vas con locución de Darío Martínez Aznar

 


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Agua dónde vasestá incluido en el libro Canciones de Federico García Lorca con locución de Darío Martínez Aznar y música "Los cuatro muleros"  de García Lorca, en versión para guitarra



Agua, ¿adónde vas?


Ceda

Agua, ¿adónde vas?

Riyendo voy por el río 
a las orillas del mar.


Mar, ¿adónde vas?


Río arriba voy buscando 
fuente donde descansar.

Chopo, y tú ¿qué harás?


No quiero decirte nada. 
Yo..., ¡temblar!

¿Qué deseo, qué no deseo, 
por el río y por la mar?


(Cuatro pájaros sin rumbo 
en el alto chopo están.)


Este poema fue escrito por Federico García Lorca, incluido en su libro "Canciones" 1921-1924

El lagarto está llorando con locución de Vega González Díaz

 


Los Súper VIP los integran: María Reverte Martínez, Juan Reverte Martínez, Blanca Martínez Piernas, Fran Martínez Piernas, Alberto González Gómez, Marina González Gómez, Iria González Díaz, Vega González Díaz, Roi González Díaz y Ainhoa Gómez Galián.

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El poema El lagarto está llorando está incluido en el libro Canciones de Federico García Lorca con locución de Vega González Díaz de Los Súper VIP y música Café de Chinitas, versión instrumental.


El lagarto está llorando



El lagarto está llorando.

La lagarta está llorando.

El lagarto y la lagarta con delantalitos blancos.

Han perdido sin querer su anillo de desposados.

¡Ay! su anillito de plomo,

jay! su anillito plomado

Un cielo grande y sin gente

monta en su globo a los pájaros.

El sol, capitán redondo,

Ileva un chaleco de raso.

¡Miradlos qué viejos son!

¡Qué viejos son los lagartos!

¡Ay, cómo lloran y lloran!

¡Ay, ay, cómo están llorando!



Este poema está incluido en el libro "Canciones" de Federico García Lorca.

La orilla del río con locución de el club de lectores 'La hora del bizcocho'

 



Club de Lectores "La hora del bizcocho" del IES Ramón Arcas Meca
Lo integran: Antonio, Pablo, Mario, Melchor, José Alberto y Antonia.

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La orilla del río es el capítulo 1 de la obra titulada El viento en los sauces de Keneth Graham con locución de el club de lectores "La hora del bizcocho" IES Ramón Arcas, y música El concierto para trompa y orquesta, de Mozart.


El viento en los sauces

CAPÍTULO I — La Orilla del Río


El topo se pasó la mañana trabajando a fondo, haciendo limpieza general de primavera en su casita. Primero con escobas y luego con plumeros; después, subido en escaleras, taburetes, peldaños y sillas, con una brocha y un cubo de agua de cal; y así hasta que acabó con polvo en la garganta y en los ojos, salpicaduras de cal en su negro pelaje, la espalda dolorida y los brazos molidos. La primavera bullía por encima de él, en el aire, y por debajo de él, en la tierra, y todo a su alrededor, impregnando su casita humilde y oscura, con su espíritu de sagrado descontento y anhelo. No es de extrañar, pues, que de repente tirase al suelo la brocha, y dijera: «¡Qué latazo!», y «¡A la porra!», y además: «¡Se acabó la limpieza general!», y saliese disparado de casa sin acordarse siquiera de ponerse la chaqueta. De allá arriba algo le llamaba imperiosamente y se dirigió hacia el túnel empinado y pequeño que hacía las veces del camino empedrado que hay en las viviendas de otros animales que están más cerca del sol y del aire. Así que rascó, arañó, escarbó y arrebañó y luego volvió a arrebañar, escarbar, arañar y rascar, sin dejar de mover las patitas al tiempo que se decía: «Vamos, ¡arriba, arriba!», hasta que al fin, ¡pop!, sacó el hocico a la luz del sol y se encontró revolcándose por la hierba tibia de una gran pradera. «¡Qué gusto!», se dijo. «¡Esto es mejor que enjalbegar!». Le picaba el sol en la piel, brisas suaves le acariciaban la ardiente frente y, tras el encierro subterráneo en el que había vivido tanto tiempo, los cantos de los pájaros felices resonaban en su oído embotado casi como un grito. Haciendo cabriolas, sintiendo la alegría de vivir, gozando de la primavera, olvidándose de la limpieza general, siguió avanzando por la pradera hasta que llegó al seto que había en el extremo opuesto. —¡Alto ahí! —dijo un conejo viejo, que guardaba la entrada—. ¡Seis peniques por el privilegio de pasar por un camino particular! En un periquete el impaciente y desdeñoso Topo lo derribó y siguió trotando a lo largo del seto, chinchando a los demás conejos que salieron a toda prisa de las madrigueras para enterarse del motivo del alboroto. —¡Salsa de cebolla! ¡Salsa de cebolla! —les gritó burlonamente, largándose antes de que se les pudiera ocurrir una respuesta totalmente satisfactoria. Entonces todos se pusieron a refunfuñar: —¡Qué tonto eres! ¿Por qué no le dijiste que…? —¡Vaya! ¿Y por qué no le dijiste tú que…? —¡Podrías haberle recordado que…! Y así sucesivamente, como suele acontecer. Pero, por supuesto y como siempre, ya era demasiado tarde. Todo parecía demasiado bueno para ser cierto. El Topo caminaba sin cesar, de acá para allá, por los prados, recorriendo setos y cruzando matorrales para encontrarse por doquier que los pájaros hacían sus nidos, las flores estaban en capullo y las hojas despuntaban: todo el mundo era feliz y se desarrollaba, cada uno en su quehacer. Y sin que la incómoda conciencia le remordiera y le susurrase: «¡A enjalbegar!», sólo se daba cuenta de lo divertido que resultaba sentirse el único bicho ocioso en medio de tanta gente ocupada. Después de todo, lo mejor de las vacaciones no es tanto el descanso propio como el ver a los demás atareados. Le parecía que su felicidad era completa cuando, a fuerza de vagar a la ventura, de repente llegó al borde de un río caudaloso. Nunca en su vida había visto un río, ese animal de cuerpo entero, reluciente y sinuoso que, en alegre persecución, atrapaba las cosas con un gorjeo y las volvía a soltar entre risas, para lanzarse de nuevo sobre otros compañeros de juego, que se liberaban de él y acababan otra vez prisioneros en sus manos. Todo temblaba y se estremecía: centelleos y destellos y chisporroteos, susurros y remolinos, chácharas y borboteos. El Topo estaba embrujado, hechizado, fascinado. Iba trotando por la orilla del río como lo hace uno cuando es muy pequeño y camina al lado de un hombre que lo tiene embelesado con relatos apasionantes; y al fin, agotado, se sentó a su orilla mientras el río seguía hablándole, en un parlanchín rosario de los mejores cuentos del mundo, enviados desde el corazón de la tierra para que se los repitan al fin al insaciable mar. Estando allí sentado en la hierba mirando hacia la otra orilla, se fijó en un agujero oscuro que había en aquel lado, justo a ras del agua, y se puso a imaginar lo agradable que sería como morada para cualquier animalito poco exigente que se le antojase vivir en una bombonera al borde del río, por encima del nivel del agua y lejos del polvo y del ruido. Mientras lo contemplaba, le pareció que en el fondo del agujero centelleaba algo pequeño y brillante que luego desaparecía y volvía a centellear como una estrellita. Pero era improbable que una estrella se encontrara en tan extraño lugar; y aquello era demasiado reluciente y pequeño como para ser una luciérnaga. Mientras lo observaba, le hizo un guiño, con lo cual lo definió como un ojo; luego, a su alrededor fue apareciendo una cara, como un marco alrededor de un cuadro. Una carita marrón, con bigotes. Una cara seria y redonda, con el mismo ojo chispeante que le había llamado la atención. Orejitas bien recortadas y pelo espeso y sedoso. ¡Era la Rata de Agua! Entonces los dos animalitos se quedaron mirándose con cautela. —¡Hola, Topo! —dijo la Rata de Agua. —¡Hola, Rata! —contestó el Topo. —¿Te gustaría venir hasta aquí? —preguntó después la Rata. —¡Ya! Eso se dice enseguida —dijo el Topo algo malhumorado, pues desconocía el río y la vida que había en sus orillas y sus costumbres. La Rata no dijo nada, pero se agachó y desató una cuerda y tiró de ella; luego se subió ágilmente a una barquita que el Topo no había visto. Estaba pintada de azul por fuera y de blanco por dentro y era del tamaño justo para dos animales; al Topo le robó el corazón, aunque no entendía del todo para qué servía. La Rata cruzó el río remando a toda velocidad y amarró la barca. Luego le tendió al Topo la pata delantera y éste descendió con muchas precauciones. —¡Apóyate aquí!, —le dijo—. Y ahora ¡salta, rápido! Y el Topo, sorprendido y arrobado, se encontró nada menos que sentado en la popa de una barca de verdad. —¡Qué día más estupendo! —le dijo a la Rata mientras ésta desatracaba y volvía a empuñar los remos—. ¿Sabes? Nunca en mi vida había montado en barca. —¿Qué? —le gritó la Rata boquiabierta—. Nunca en tu… Que nunca has… ¡Bueno! ¿Me quieres decir entonces qué has estado haciendo? —¿Así que es tan agradable? —se atrevió a preguntar el Topo, de antemano dispuesto a creérselo, mientras se recostaba en el asiento y observaba los cojines, los remos, las chumaceras y demás accesorios fascinantes, sintiendo el suave balanceo de la barca. —¿Agradable? No existe cosa igual —dijo la Rata muy solemne mientras se echaba hacia delante para meter el remo—. Créeme, amiguito, no hay nada, absolutamente nada, que valga ni la mitad de lo que significa trajinar con la barca. Bogando, sin más… —continuó ensimismada—, navegar… en barca… bogar… —¡Mira ahí delante, Ratita! Ya era demasiado tarde. La barca chocó de pleno contra la orilla. La soñadora y jubilosa barquera se cayó al fondo de la barca con las patas por el aire. —… bogar en barca o enredar con ella —continuó la Rata como si tal cosa, recomponiéndose con una risita agradable—. Da igual estar dentro que fuera. Lo demás importa poco y éste es su encanto. Lo mismo da marcharte que quedarte, llegar a tu destino o a cualquier otro lugar, o no llegar a ningún sitio, porque siempre estás ocupado y nunca haces nada especial; y aunque lo hagas, siempre tienes algo más que hacer, y lo puedes hacer si quieres, aunque es preferible que no lo hagas. ¡Fíjate! Si no tienes nada previsto para esta mañana, ¿qué te parece si nos vamos juntos a pasar el día río abajo? Al Topo le rebullían los dedos de pura alegría, hinchó el pecho con un suspiro de satisfacción y se recostó encantado en los mullidos cojines. —¡Menudo día me estoy pasando! —dijo—. ¡Vamos ya! —¡Oye, espérate un momento! —dijo la Rata. Anudó la amarra a una argolla que había en su embarcadero, trepó a su agujero y, al cabo de un ratito, volvió a salir tambaleándose bajo el peso de una enorme cesta de mimbre con el almuerzo. —¡Póntela debajo de los pies! —le dijo al Topo, al tiempo que echaba la cesta a la barca. Luego desató la amarra y volvió a empuñar los remos. —¿Qué hay dentro? —preguntó el Topo picado de curiosidad. —Pues, pollo frío —replicó la Rata brevemente—, lenguaenfiambrejamónternerafríapepinillosensaladapanecillosberrospátécervezadejengibreg aseosasifón… —¡Ay, para, para! —gritó el Topo embelesado—. ¡Es demasiado! —¿Tú crees? —preguntó la Rata muy seria—. Es lo que suelo llevar en estas excursioncitas; pero los demás animales dicen que soy un bicho tacaño y que calculo muy por lo bajo. El Topo no oía ni una palabra de lo que la Rata decía. Absorto en la vida nueva que iba descubriendo, ebrio con el resplandor y el chapoteo de las ondas, los aromas, los sonidos y el sol, había metido una pata en el agua y se dejaba llevar por sus emociones. La Rata de Agua, que era una buenaza, siguió remando sin molestarle para nada. —¡Cuánto me gusta tu ropa, chico! —le dijo al cabo de media hora más o menos—. Me voy a comprar un esmoquin de terciopelo negro uno de estos días, en cuanto pueda. —Perdona —dijo el Topo, esforzándose en volver a la realidad—. Pensarás que soy un maleducado, pero todo esto es tan nuevo para mí. Así que… ¡esto… es… un río! —El río —le corrigió la Rata. —¿Y realmente tú vives junto al río? ¡Qué buena vida! —Junto a él y con él, sobre él y dentro de él-dijo la Rata—. Para mí es como un hermano y una hermana, tías y demás familia, y mi comida y bebida y (naturalmente) mi lavabo. Es mi mundo y no deseo ningún otro. Lo que el río no contiene, no vale la pena poseerlo, y lo que él no conoce, no merece la pena que se conozca. ¡Ay, Señor! ¡Lo bien que nos lo hemos pasado juntos! Tanto en invierno como en verano, en primavera como en otoño, siempre resulta divertido y emocionante. Lo mismo si vienen las crecidas de febrero, y las bodegas y sótanos rebosan de un líquido que no me sirve de nada, y las aguas turbias pasan por delante de la ventana de mi dormitorio principal; como cuando todo remite, dejando atrás trozos de barro que huelen a bizcocho de frutas, y las algas y los hierbajos atascan los canales, y puedo pasar el rato caminando por la mayor parte de su lecho en busca de comida fresca y recogiendo cosas que la gente descuidada ha dejado caer de sus barcas. —¿Y no te aburres a veces? —se atrevió a preguntar el Topo—. Sólo tú y el río, sin nadie más con quien cruzar una palabra. —Nadie más con quien… Bueno, tengamos la cuenta en paz —dijo la Rata con indulgencia—. Eres nuevo aquí y no entiendes de esto, claro. Hoy en día vive tanta gente en las orillas, que muchos tienen que mudarse. ¡Vamos, que ya no es como antes! Hay nutrias, martines pescadores, somorgujos, pollas de agua, que se pasan el día por allí y siempre se empeñan en que hagas algo. ¡Como si uno no tuviera asuntos propios que atender! —¿Qué hay allí? —preguntó el Topo, señalando con la pata un fondo de árboles que ponían un marco oscuro a las vegas de un lado del río. —¿Aquello? ¡Ah, pues el Bosque Salvaje! —dijo la Rata secamente—. La gente de las orillas no vamos mucho por allí. —¿No son…, no son muy simpáticos los de allí? —dijo el Topo un pizquito nervioso. —Bueno… —contestó la Rata—, verás. Las ardillas están bien. Y los conejos… depende, porque entre los conejos hay de todo. Y además está el Tejón, por supuesto. Vive en el mismísimo corazón del bosque y no cambiaría su morada aunque le pagasen por ello. ¡Tan simpático el Tejón! Nadie se mete con él. Más les vale —añadió, en tono significativo. —¿Por qué? ¿A quién se le iba a ocurrir meterse con él? —preguntó el Topo. —Bueno… claro… hay… hay otros —explicó la Rata con cierto titubeo—. Comadrejas… y armiños… y zorros y otros animales por el estilo. Están bien, hasta cierto punto… yo me llevo bien con ellos… siempre nos saludamos cuando nos vemos, y tal… pero a veces se descontrolan, para qué vamos a negarlo, y entonces… bueno, no te puedes fiar de ellos, eso es lo que pasa. El Topo sabía sobradamente que el insistir, o tan siquiera el aludir a posibles problemas futuros, va contra la etiqueta animal; así que dejó el tema. —¿Y más allá del Bosque Salvaje? —preguntó—. Aquello que se ve de un azul desvaído, donde parece que hay unas colinas, ¿o tal vez me equivoco? Y algo semejante al humo de las ciudades, ¿o serán las nubes que se mueven? —Más allá del Bosque Salvaje está el Ancho Mundo —dijo la Rata—, y eso es algo que nos trae sin cuidado, a ti y a mí. Nunca estuve allí, ni pienso estarlo, y tú tampoco, si tienes algo de sentido común. Y, por favor, no vuelvas ni siquiera a mencionarlo. ¡Bueno! Pues ya hemos llegado al remanso donde vamos a almorzar. Salieron de la corriente principal y se metieron por lo que en un principio parecía un laguito incrustado en la tierra. Verdes céspedes bajaban en pendiente hacia ambas orillas, raigones oscuros como serpientes relucían por debajo de la superficie del agua mansa, y enfrente de ellos el flujo plateado y la espumosa cascada de una presa, junto con una incansable y chorreante rueda de moler, que sostenía a su vez un molino de tejas grises, llenaba el aire con un sedante murmullo de sonidos sordos y apagados, pero entre los que, a ratos, se dejaban oír algunas vocecillas agudas y alegres. Era algo tan hermoso que el Topo, alzando las patas delanteras, sólo acertaba a musitar: —¡Ay, madre mía, pero madre mía! La Rata llevó la barca hasta la orilla, la amarró, ayudó a bajarse al Topo, que aún no se las amañaba muy bien, y sacó la cesta de la merienda. El Topo le rogó que le hiciera el favor de dejarle preparar las cosas a él solito; y la Rata accedió encantada, para poderse tumbar a sus anchas en la hierba a descansar, mientras su amigo, entusiasmado, sacudía el mantel y lo extendía, sacaba uno por uno todos los paquetes misteriosos y colocaba su contenido muy ordenadamente, mientras seguía musitando: «¡Ay, madre mía!» ante cada nuevo descubrimiento. Cuando todo estuvo listo, la Rata dijo: —¡Anda, ataca, hombre! —Y el Topo obedeció con mucho gusto, porque se había puesto de limpieza general aquella mañana muy temprano, como es debido, sin hacer un alto ni para comer ni para beber. —¿Qué miras? —le dijo luego la Rata, cuando habían matado bastante el gusanillo del hambre y los ojos del Topo pudieron apartarse un poco del mantel. —Miro —dijo el Topo— una hilera de burbujas que van moviéndose por la superficie del agua. Es una cosa muy rara. —¿Burbujas? ¡Eh! —dijo la Rata, dando un grito de alegría a modo de invitación. Por encima de la pendiente apareció un hocico ancho y reluciente, y la Nutria se izó sacudiéndose el agua de su abrigo de piel. —¡Glotones! —les dijo, acercándose a la cesta de la merienda—. ¿Por qué no me invitaste, Ratita? —Ha sido algo improvisado —le explicó la Rata—. A propósito, éste es mi amigo, el señor Topo. —Encantada de conocerle —dijo la Nutria, y los dos animalitos se hicieron amigos. —¡Qué jaleo hay por todas partes! —añadió la Nutria—. Parece que a todo el mundo se le ha ocurrido venir hoy al río. Me acerqué a este remanso para buscar un poco de paz, y me tropiezo de narices con vosotros. Perdón, no quise decir eso, creedme. Entonces oyeron un crujido a sus espaldas, y por detrás del seto cargado aún con las hojas del año anterior, apareció una cabeza a rayas sobre unos anchos hombros. —¡Acércate, viejo Tejón! —gritó la Rata. El Tejón avanzó uno o dos pasos; luego gruñó: —¡Ejem! Tenemos visita. Y dándose la vuelta, desapareció de la vista. —Es una reacción típica de él —dijo desilusionada la Rata—. ¡No le gusta alternar! Pues hoy ya no le volvemos a ver. Bueno, y dinos, ¿quién ha venido hoy al río? —Pues para empezar, el Sapo —contestó la Nutria—. Acaba de estrenar su yola. Lleva ropa nueva. ¡Todo nuevo! Los dos animalitos se miraron y se echaron a reír. —Al principio, sólo le gustaba la vela —dijo la Rata—. Cuando se hartó de ello, le dio por ir en batea. Sólo le gustaba la batea, todos los días y a todas horas. ¡Y en menudos líos se metía! El año pasado se le antojó el barco-vivienda, y todos tuvimos que ir a pasar unos días en su barco-vivienda, y hacer como si nos gustara. Decía que se iba a pasar el resto de su vida en un barco-vivienda. Siempre le pasa lo mismo, haga lo que haga; se harta de ello, y empieza con otra cosa. —Es un buen muchacho —dijo la Nutria muy pensativa—, pero le falta estabilidad… ¡sobre todo en barco! Desde donde estaban sentados podían divisar, por detrás de la isla que los separaba de ella, la corriente principal del río y en aquel momento apareció una yola; el barquero —una figura pequeña y regordeta— trabajaba muy duro, aunque salpicaba y se balanceaba de lo lindo. La Rata se levantó y lo llamó, pero el Sapo —que era el barquero— meneó la cabeza y prosiguió remando con empeño, sin hacer caso. —Como siga balanceándose así, se va a caer al agua —dijo la Rata mientras se sentaba de nuevo. —Ya lo creo que sí —se rio la Nutria—. ¿Os he contado alguna vez lo que les pasó al Sapo y al esclusero? Pues esto fue lo que pasó: el Sapo… Una Efímera errante revoloteaba a contra corriente de esa manera embriagadora que tienen las jóvenes Efímeras cuando descubren la vida. Hubo un remolino de agua, un «¡glup!», y la Efímera desapareció. También desapareció la Nutria. El Topo bajó la mirada. Aún resonaba en sus oídos la voz de la Nutria, pero el césped donde había estado sentada se hallaba vacío. Y no había ninguna Nutria a la vista. Pero de nuevo apareció la hilera de burbujas en la superficie del río. La Rata se puso a canturrear, y el Topo se acordó de que la etiqueta animal prohibía cualquier comentario sobre la repentina desaparición de un amigo en cualquier momento, por cualquier razón, o aun sin razón alguna. —En fin —dijo la Rata—. Va siendo hora de que nos vayamos. ¿A quién le apetece recoger la merienda? Ella no parecía demasiado entusiasmada con el proyecto. —¡Anda, déjame a mí! —dijo el Topo. Y por supuesto, la Rata le dejó. El recoger la merienda no era tan apasionante como el prepararla. Nunca lo es. Pero el Topo estaba dispuesto a disfrutar de todo; aunque justo cuando había acabado de rellenar la cesta y la había atado para que quedase bien segura vio un plato allí plantado en medio del césped; y cuando lo hubo guardado, la Rata señaló con el dedo un tenedor que nadie parecía haber visto, y por último, ¡oh, no!, el tarro de mostaza, sobre el cual había estado sentado sin darse cuenta. Pero acabó de recoger sin demasiada irritación. El sol de la tarde se empezaba a poner mientras la soñadora Rata remaba tranquilamente hacia casa, musitando poemas y sin prestar demasiada atención al Topo. Pero el Topo estaba saciado de comida, satisfacción y orgullo, y en aquella barca se sentía como en su propia casa (o por lo menos, eso le parecía), y además empezó a ponerse nervioso. Y por fin dijo: —… ¡Ratita, por favor, déjame remar a mí! La Rata meneó la cabeza sonriendo. —Aún no, amiguito —le dijo—; espera a que te dé algunas lecciones. No es tan fácil como parece. El Topo se quedó callado un rato, pero empezó a sentir envidia de la Rata, que remaba con tanta fuerza y tranquilidad, y la envidia le susurraba que él también podía hacerlo de aquella manera. Se levantó y empuñó los remos tan de repente que la Rata, que estaba contemplando el agua y musitando sus poemas, se cayó de espaldas con las patas por el aire por segunda vez, mientras el Topo vencedor se sentaba en su sitio y agarraba los remos con toda confianza. —¡Para, estúpido! —le gritó la Rata desde el fondo de la barca—. ¡No sabes remar! ¡Vamos a volcar! El Topo echó los remos hacia atrás y los empujó con fuerza hacia el agua. Pero éstos sólo rozaron la superficie: sus patas volaron por encima de su cabeza, y se cayó encima de la pobre Rata. Asustado, se agarró al borde de la barca, y de repente… ¡Plaf! La barca volcó, y el Topo se encontró chapoteando en el río. ¡Dios mío, qué fría estaba el agua, y qué mojada! ¡Y cómo resonaba en los oídos a medida que se iba hundiendo! ¡Y qué reconfortante y bueno le parecía el sol cuando lograba salir hasta la superficie, tosiendo y balbuceando! ¡Y qué horrible desesperación le entraba cuando sentía que se hundía de nuevo! De repente, una pata lo agarró con fuerza por el pellejo de la nuca. Era la Rata que se reía… El Topó sentía su risa recorriéndole el brazo hasta la punta de las uñas, y de allí al cuello, al cuello del propio Topo. La Rata empuñó un remo y se lo metió al Topo debajo del brazo; luego hizo lo mismo del otro lado, y, nadando detrás de él, fue empujando al indefenso animalito hasta la orilla, lo sacó del agua, y lo sentó en el césped; el pobre Topo estaba hecho una piltrafa, agotado y calado hasta los huesos. Cuando la Rata le hubo frotado un poco y escurrido el agua de su lomo, le dijo: —¡Bueno, muchacho! Sube y baja corriendo por el sendero de sirga hasta que estés seco y hayas entrado en calor, mientras yo intento recuperar la cesta de la merienda. De modo que el pobre Topo, que se sentía tan empapado como avergonzado, se puso a correr hasta que estuvo casi seco; mientras tanto, la Rata se zambullía de nuevo, rescataba la barca, le daba la vuelta y empujaba lentamente hacia la orilla su flotante propiedad. Luego se volvió a zambullir y rescató sin dificultad la cesta de la merienda. Cuando todo estuvo listo por segunda vez, el Topo, agotado, se acomodó en la popa de la barca, y dijo en voz baja y llena de emoción: —Ratita, mi generosa amiga, ¡cuánto siento el haberme portado de una manera tan tonta y desagradecida! ¡Qué horror! Cuando pienso que podíamos haber perdido una cesta tan preciosa… Reconozco que me he portado como un estúpido, pero por favor te pido que me perdones y te olvides de lo que ha ocurrido, y que todo sea como antes. —¡No te preocupes, muchacho! —contestó con buen humor la Rata—. ¡Cómo le va a importar mojarse a una Rata de Agua! A menudo estoy más tiempo dentro del agua que fuera de ella. No pienses más en ello. Y además, yo creo que tendrías que venir a pasar conmigo una temporadita. Es una casa muy sencilla, ¡no como la Mansión del Sapo! Aunque tú aún no has visto la Mansión. Pero, en fin, espero que estés a gusto en ella. Y te enseñaré a remar, y a nadar, y muy pronto te las apañarás en el río tan bien como cualquiera de nosotros. El Topo se sintió tan conmovido por estas palabras que no supo qué contestar, y se enjugó unas lágrimas con el dorso de la pata. La Rata tuvo la delicadeza de mirar hacia otro lado. El Topo se reanimó y encontró fuerzas para contestar a dos pollas de agua que estaban cotilleando sobre su aspecto tan calamitoso. Cuando llegaron a casa, la Rata encendió un hermoso fuego en la chimenea del salón, y colocó al Topo en un sillón frente a ella, después de prestarle una bata y unas zapatillas, y le estuvo contando historias del río hasta la hora de cenar. Y para un animal de tierra como era el Topo, aquellas historias eran apasionantes. Eran historias de presas, de inundaciones repentinas, de lucios saltarines y de barcos de vapor que tiraban botellas vacías —o, por lo menos, las botellas caían desde los barcos, así que parecía lógico que fuesen ellos quienes las tiraban—, historias de garzas, y de lo curiosas que eran cuando se les hablaba; y de aventuras en los desagües, y de pescas nocturnas con la Nutria, o de excursiones muy lejos con el Tejón. La cena fue de lo más entretenida; pero muy pronto, el generoso anfitrión tuvo que meter en la cama al pobre Topo, que se caía de sueño. La Rata le dejó la habitación principal, en el piso de arriba. Y el Topo apoyó la cabeza en la almohada pensando con alegría que su nuevo amigo, el río, lamía el alféizar de la ventana. Para el liberado Topo, éste no fue más que el primero de muchos días felices, cada cual más largo y lleno de interés a medida que el verano iba avanzando. Aprendió a nadar y a remar, y conoció la alegría del agua; y con el oído pegado a los tallos de los juncos, escuchaba de vez en cuando lo que el viento susurraba sin cesar entre ellos.

Este texto titulado “La orilla del río” es el capítulo 1 de la obra titulada “El viento en los sauces” de Keneth Graham.

miércoles, 28 de agosto de 2024

Si así fuera con locución de Purificación Gázquez

 


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Si así fuera con locución de Purificación Gázquez escrito por ella misma y música marcha Radetzky en versión de piano, Johann Strauss.

Si así fuera

Si la paz fuera el camino

Y el camino, la paz, fuera...


Si los cañones lanzarán

chicles con sabor a menta

Si fueran los uniformes,

delantalitos de abuelas



Si, granadas, fueran frutas;

Si los fusiles, trompetas;

Si las bombas incendiarias,

bombines de bicicletas.



Si los polvorínes, coitos;

Si los misiles, estrellas;

Si la explosión, de alegría

y los tanques de cerveza.



Si las ráfagas, de viento;

Si los balines, de avena;

Si las balas fueran paja;

Si la metralla, goteras;



Si un arma un andalucismo

y un abordaje, de temas.

Si los tratados de paz

fueran como las sentencias



Si los cazabombarderos,

cochecitos de la feria

y soldado, el participio

de la fijación de piezas.



Si perdigones, perdices;

Si el exterminio, de yerbas;

Si los tiros, de caballos

y si ganglio, el centinela.



Si las condecoraciones

se otorgarán a la ciencia,

O si las declaraciones

fueran de amor y de fiesta



Si Estado, funcion de wsap;

Si el enemigo, la suegra;

Y, si bajas, las que otorgan

médicos de cabecera.



Si la alambrada, de hilo;

Los muros, de goma eva;

Las batallas, de las flores;

Y las patrias, bibliotecas



Si los cartuchos, de tinta;

Si el mortero, en la alacena;

Si capturas, de pantalla;

Si los dictadores, piedras.



Las conquistas, amorosas;

Las tomas, de leche fresca;

Los puentes, para las bocas;

Y los pertrechos, poemas.



Las minas, de oro y diamantes

Las campañas, de la fresa

Y, sólo un juego de niños,

parapetos y trincheras.



Si los únicos combates,

campeonatos de rayuela.

Y si, con migas de pan,

Se trazarán las fronteras.



¡Ah! y que no se me olvide

Lo que todo el mundo espera:

Si los Putin reventaran

lo mismo que las croquetas...



Si así fuera todo eso,

a fe, que no habría más guerras.



Purificación Gázquez

Lo que sucedió a un honrado labrador y su hijo con locución de Darío Martínez Aznar

 


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Lo que sucedió a un honrado labrador y su hijo, cuento extraído de El conde Lucanor, del Infante Don Juan Manuel, con locución de Darío Martínez Aznar y música Laberintos Ingeniosos.



LO QUE SUCEDIÓ A UN HONRADO LABRADOR Y SU HIJO


Había una vez un labrador honrado que tenía un hijo que, aunque muy joven, era de agudísimo entendimiento...


...Este hombre y su hijo eran labradores y vivían cerca de una villa. Un día de mercado le dijo a su hijo que fueran los dos a comprar algunas cosas que necesitaban. Para lo cual llevaron una bestia.


Camino del mercado, yendo ambos a pie con la bestia sin carga, encontraron a unos hombres que venían de la villa adonde ellos iban. Cuando, después de saludarse, se separaron unos de los otros, los que encontraron empezaron a decir entre ellos que no parecían muy sensatos el padre ni el hijo, pues llevando la bestia sin carga marchaban a pie.


El labrador, después de oír esto, preguntó a su hijo qué le parecía lo que aquéllos decían. Respondióle el mozo que creía no era natural el ir a pie los dos. Entonces mandó el honrado labrador a su hijo que montara la bestia.


Yendo así por el camino encontraron a otros hombres que, al separarse de ellos, dijeron que no estaba bien que, el honrado labrador fuera a pie, siendo viejo y cansado, mientras su hijo que, por ser mozo, podía sufrir mejor los trabajos, iba cabalgando.


Preguntó entonces el padre al hijo qué le parecía lo que éstos decían. Contestó el mancebo que tenían razón. En vista de ello le mandó que bajara de la bestia y se subió él a ella.


Al poco rato tropezaron con otros, que dijeron que era un desatino dejar a pie al mozo, que era tierno y aún no estaba hecho a las fatigas, mientras el padre, acostumbrado a ellas, montaba la bestia.


Entonces le preguntó el labrador a su hijo qué opinaba de esto. Respondióle el mancebo que, según su opinión, decían la verdad. Al oírlo su padre le mandó se subiese también en la bestia, para no ir a pie ninguno de los dos.


Yendo de este modo encontraron a otros que empezaron a decir que la bestia que montaban estaba tan flaca que apenas podía andar ella sola y que era un crimen ir los dos subidos.


El honrado labrador preguntó a su hijo qué le parecía lo que aquéllos decían. Respondióle el hijo que era ello muy cierto. Entonces el padre replicó de este modo:


-Hijo, piensa que cuando salimos de casa y veníamos a pie y traíamos la bestia sin carga ninguna, tú lo aprobaste. Cuando encontramos gentes en el camino que lo criticaron y yo te mandé montarte en la bestia y me quedé a pie, también lo aprobaste.


Después tropezamos con otros hombres que dijeron que no estaba bien y, en vista de ello, te bajaste tú y me monté yo, y a ti también te pareció muy bien.


Y porque los que luego encontramos nos lo criticaron, te mandé subir en la bestia conmigo; entonces dijiste que era esto mejor que el ir tú a pie y yo solo en la bestia.


Ahora éstos dicen que no hacemos bien en ir los dos montados y también lo apruebas.


Pues nada de esto puedes negar, te ruego me digas qué es lo que podemos hacer que no sea criticado: ya nos criticaron ir los dos a pie, ir tú montado y yo a pie, y viceversa, y ahora nos critican el montar los dos. Fíjate bien que tenemos que hacer alguna de estas cosas, y que todas ellas las critican.


Esto ha de servirte para aprender a conducirte en la vida, convenciéndote de que nunca harás nada que a todo el mundo le parezca bien, pues si haces una cosa buena, los malos, y además todos aquéllos a quienes no beneficie, la criticarán, y si la haces mala, los buenos, que aman el bien, no podrán aprobar lo que hayas hecho mal.


Por tanto, si tú quieres hacer lo que más te convenga, haz lo que creas que te beneficia, con tal que no sea malo, y en ningún caso lo dejes de hacer por miedo al qué dirán, pues la verdad es que las gentes dicen lo primero que se les ocurre, sin pararse a pensar en lo que nos conviene.


Este fragmento pertenece al libro titulado "El Conde Lucanor" de El Infante Don Juan Manuel.

Caracola con locución de Marina González Gómez integrante de Los Súper VIP

 


Los Súper VIP los integran: María Reverte Martínez, Juan Reverte Martínez, Blanca Martínez Piernas, Fran Martínez Piernas, Alberto González Gómez, Marina González Gómez, Iria González Díaz, Vega González Díaz, Roi González Díaz y Ainhoa Gómez Galián.

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El poema Caracola está incluido en el libro Canciones de Federico García Lorca con locución de Marina de Los Súper VIP y música con sonidos de mar y arpa de Emiliano Bruguera.



CARACOLA


Me han traído una caracola.

Dentro le canta

un mar de mapa.

Mi corazón

se llena de agua con pececillos de sombra y plata.

Me han traído una caracola.


Este poema está incluido en el libro "Canciones" de Federico García Lorca.

Celia en el colegio con locución del Club de lectura La hora del Bizcocho

 



Club de Lectores "La hora del bizcocho" del IES Ramón Arcas Meca
Lo integran: Antonio, Clara, Valeria y Alejandra.

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Este texto titulado Celia en el colegio, está incluido en la obra del mismo título de la escritora española Elena Fortún  con locución del Club de lectura La hora del Bizcocho y música de Carmen de Juventino Rosas.



Celia en el colegio


A vosotras os lo contaré todo... A papá no me he atrevido... ¡Está tan triste el pobrecito! No hace más que una semana que estoy en el colegio, y creo que ha venido a verme más de veinte veces. Yo sólo lo he visto dos días, porque no lo han dejado entrar. ¡Estoy furiosa!

Habéis de saber que no tengo dormitorio para mí sola. Mi cama está en una sala grande, donde duermen muchas niñas, todas en fila. Yo creí que esto sería muy divertido, porque podríamos charlar y tirarnos las almohadas; pero ¡quia!, ¡ni me hacen caso! La madre dice: «¡Chist! ¡A callar, niña! ¡Estamos en el silencio mayor!».

Por la mañana, casi de noche, mientras dormimos todas, entra la madre Loreto, da tres palmadas y dice:

«El ángel del Señor anunció a María», y todas se sientan en la cama y contestan: «Dios te salve, María...».

Esto está muy bien, y es muy bonito, pero a otra hora, no tan temprano... Por eso me hago la dormida y no contesto.

La madre me riñe mucho.

–Esto no puede seguir así. Usted está obligada a decir el Avemaría a la voz del Ángel

–Yo no he oído decir nada al ángel; en cuanto le oiga contestaré...

–¡A callar! ¡Estamos en el silencio mayor!

–Bueno, ¿y cuándo es el silencio pequeño?

Después me he enterado que hay que estar en silencio todo el día, menos las horas de recreo, y que desde que nos acostamos hasta por la mañana, cuando oímos misa, no se puede hablar nada, nada. ¡Es horrible! ¡Y qué manía de quererlo saber todo! Cuando estamos comiendo me dice la madre:

–Beba usted agua, que no la ha probado en toda la comida

–No tengo sed

–Sí tiene usted sed.

- ¿Cómo va a saber ella lo que me pasa a mí? También se empeña en que coma sesos, que no me han gustado nunca. –¡Pero si no me gustan!

–Sí le gustan... Nuestro Señor bebió hiel y vinagre en la hora bendita de su muerte.

–¡Pues sí que es una razón! ¡Si llego yo a estar allí, menuda pedrada se ganan los que le dieron semejante porquería!

Además, aquí pasan unas cosas muy extrañas, que si papá las supiera se moría del susto. Tenemos un gallinero y un palomar; pero también tenemos un cuarto para las ratas. Primero pensé que cuando criaban ratas sería para comérselas, y cada vez que veía carne en la mesa ¡me daba un asco! Se lo pregunté a una niña:

–Dime: ¿esta carne es de las ratas?

–¡Anda, qué niña más tonta! ¿Cómo vamos a comer ratas?

–Entonces, ¿para qué las crían en el cuarto de abajo?



–No las crían..., es que viven allí.

–Bueno; pero ¿para qué las tienen?

–Pues porque cuando una niña es muy mala la encierran en el cuarto con ellas

–¡Mira qué graciosas! ¡Vaya! Pues cuando lo sepa mi papá me saca de aquí. –Siendo buena no la encierran a una nunca...

- Sé buena tú. Sí, pero yo no sé qué hay que hacer para ser buena.

Cuando me mandaban en casa estar callada podía jugar con Pirracas... ¡Aquí tenemos tres gatos más antipáticos! ¡He querido atarlos juntos por el rabo, y si me descuido me sacan los ojos!

Sin embargo, no se está mal del todo en el convento. Hay muchas cosas bonitas. Bajando, bajando siempre por unas escaleras, se llega a una cueva que es grande y oscura y está llena de cajones rotos. ¡Deben de pasar en ella cosas preciosas, como en los cuentos! Oímos misa en el coro, que es un balcón muy grande con reja. La otra noche me mandaron allí a buscar el libro de la madre Bibiana, y vi la iglesia y la lamparilla del sagrario, y a todos los santos abriendo y cerrando los ojos... ¡Qué miedo! Me puse a temblar, pero quería verlos otra vez... Hay una escalerita estrecha, que sube a la torre. Una niña que subió una vez me ha dicho que la torre es tan alta, que en la punta se le ha clavado una estrella reluciente. En el jardín hay una puertecilla casi escondida que siempre está cerrada, y yo supongo que debe de dar a un palacio encantado... por una rendija he visto un jardín, y un pavo real que andaba arrastrando la cola por un paseo... La madre San José, que sabe mucho más que doña Benita, me ha dicho que mientras dormimos, un ángel está con las alas abiertas mirándonos dormir, y que a la hora de comer los ángeles están de rodillas viéndonos. Todas estas cosas son más bonitas que las que pasan en mi casa, y no quisiera irme hasta verlo todo... ¡Ay!, pero papá está muy triste. Hoy ha venido a verme muy temprano.

–Dime la verdad, hija mía: ¿estás contenta?

–Muy contenta.

–Te dejarán dormir todo lo que quieras, ¿verdad? ¿No te levantarás temprano?

–El ángel me llama, ¿sabes?

–¿Qué ángel? ¡Qué historias!... ¿Pero tú duermes lo que quieres? ¿Y qué comes?

–¡Ay, hijo, cosas muy buenas!

–Pero a ti hay muchas cosas que no te gustan, y no te las harán comer, me figuro yo...

–Sí, claro. La madre Loreto dice: «Si no te gustan los sesos, no los comas, rica», y me hacen arroz con leche

–¡Muy bien! Pero mejor sería que te hicieran una sopa de avena, como tomabas en casa... ¿No pasarás miedo? ¿No andarás sola por estos pasillos tan largos?

–¡Quia! Una madre me lleva siempre de la mano... (¡Qué tonterías se le ocurren a papá!)

–No juegues con los gatos, no sea que te arañen...

–¡Pero si yo no hago caso de los gatos! Ya ves, hay un cuarto lleno de ratas y ni siquiera las he visto...

–¡Ratas! ¿No será para encerrar en ese cuarto a las niñas malas?

–¡No! ¡Las tienen para comérselas!...

–¡No es posible! ¡Ay, hija, me parece que tú no me lo dices todo!...

–¡Si estoy muy bien, papaíto!

-¡Si estoy muy contenta! ¡Ya verás qué buena soy cuando vuelva a casa!

–Ya lo sé... Pero por ahora no puede ser... Eres tan loca, que mamá cree que vas a matar a Baby...

Yo no puedo consentir que papá esté disgustado, y estoy pensando en el modo de salir de aquí. Es muy fácil, si yo consigo que las madres no me quieran tener...


Este texto titulado Celia en el colegio, está incluido en la obra del mismo título de la escritora española Elena Fortún.

Oración a los dioses con locución de Purificación Gázquez

 


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Oración a los dioses con locución de Purificación Gázquez escrito por ella misma y música de Pas de deux, de Tchaikovsky.



ORACIÓN A LOS DIOSES


Al dios Zeus le he pedido

la fuerza y la autoridad.

Y, a Hera, que me permita

ser una buena mamá.



A Atenea, sabiduría

a la hora de un examen.

Y a Hermes, unas alitas

por si no lo sé, marcharme.




A Afrodita, ´sex apeal´

para encontrar un amado.

Y a Hefesto, la habilidad

para darle con un mazo.




A Artemisa le pido

que me dé su puntería.

Y nada le pido a Ares

porque soy muy pacifista.




A Hestia, que me conceda

su bondad de corazón.

Y a Dioniso los licores

para hacer un botellón.





A Deméter, un buen huerto

para llenar la despensa.

Y a Poseidón, sin dudarlo,

marisco para la cena.




A Perséfone, granada

fresquita para la boca.

A Hades, que me dé su casco

y no me verán las moscas.



Apolo me ha concedido

la inspiración como emblema

y, con ella, he conseguido

escribir este poema.



LOS DIOSES DEL OLIMPO

Purificación Gázquez

El traje nuevo del Emperador con locución de Celia y Darío Martínez Aznar




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El traje nuevo del emperador de Hans Christian Andersen con locución de Celia y Darío Martínez Aznar y música Conciertos de Brandenburgo, n. 2 de J.S. Bach


El traje nuevo del Emperador

[Cuento infantil - Texto completo.]

Hans Christian Andersen



Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle – anunció el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? – y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.