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    'Lo que vio el poeta al amanecer' con locución de José Modesto García Zamarreño


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    Lo que vio el poeta al amanecer
    de Hermann Hesse

    En el sur, en el encendido crepúsculo de un día de julio, las cumbres rosadas de las montañas flotaban entre las azules brumas veraniegas; en la campiña hervía sofocante la espesa vegetación; el maíz, alto y recio, estaba rebosante; en muchos campos se había cortado ya el trigo; las flores de los prados y jardines exhalaban dulces y penetrantes fragancias que se mezclaban con el suave y fino olor del polvo de la carretera. Entre el denso verdor, la tierra aún conservaba el calor del día; las fachadas doradas de los pueblos desprendían cálidos destellos nocturnos en el anochecer incipiente.

    Una pareja de enamorados iba de un pueblo a otro, lentamente y sin rumbo fijo, por la tórrida carretera. Demoraban el momento del adiós, ya cogidos de la mano, ya enlazados, hombro con hombro. Bellos y gráciles, radiantes con sus ligeras ropas de verano, el calzado blanco, la cabeza al descubierto, arropados por el amor e invadidos por una suave fiebre nocturna. La joven tenía la tez y el cuello blancos, el hombre estaba curtido por el sol. Ambos eran esbeltos y caminaban erguidos; ambos guapos, ambos unidos en aquel instante por el sentimiento de ser una sola cosa, corno alimentados e impulsados por un único corazón; ambos, sin embargo, eran claramente distintos y estaban alejados el uno del otro. Vivían el momento en el que la camaradería se transforma en amor y el juego se convierte en destino. Ambos sonreían, y ambos estaban serios, casi tristes.

    En aquellos momentos no pasaba nadie por la carretera para ir de un pueblo a otro; ya hacía rato que los campesinos habían terminado su jornada. Los enamorados se detuvieron y se abrazaron cerca de una casa de campo que resplandecía luminosa a través de los árboles, como si aún le diera el sol. Tiernamente, el hombre, condujo a la muchacha al borde de la carretera, donde se alzaba un muro bajo. Se sentaron allí para seguir estando juntos, para no tener que volver al pueblo con sus gentes ni reanudar el trecho de camino que aún les quedaba por recorrer. Se quedaron sentados en el muro, silenciosos, debajo de una parra, entre claveles y saxífragas. En medio del polvo y de los olores, les llegaban los murmullos del pueblo: niños que jugaban, el grito de una madre, risas de hombres, el lejano y vacilante sonido de un viejo piano. Sentados tranquilamente, se apoyaban el uno contra él otro, sin decir palabra. Percibían juntos, a su alrededor, el follaje que oscurecía, los aromas que fluían, el aire cálido que se estremecía ante el primer indicio de rocío y frescor.

    La muchacha era joven, muy joven y hermosa; el cuello alto y delgado sobresalía fina y delicadamente de su vaporoso vestido; las cortas mangas dejaban ver la blancura de brazos y manos, en toda su gracilidad y esbeltez. Quería a su amigo; creía amarlo de corazón. Sabía muchas cosas de él, lo conocía francamente bien: habían sido amigos durante largo tiempo. A menudo, se habían dado cuenta por un instante de su atractivo, de su diferencia sexual: habían prolongado tiernamente un apretón de manos y, jugando, se había dado algún que otro beso furtivo. Él había sido su amigo; también había hecho las veces de consejero y confidente; era mayor, más sabio y sólo en alguna ocasión, durante unos segundos, un débil relámpago había cruzado el cielo de su amistad para recordarles breve y oportunamente que entre ellos no sólo había confianza y camaradería, sino que también se interponga la vanidad, la ambición de poder y la dulce hostilidad que desata la atracción entre sexos. En aquel momento eran ésos los sentimientos que estaban en sazón y se manifestaban con todo su ardor.


    El hombre también era hermoso, aunque no poseía la juventud ni la íntima pujanza de la joven. Era mucho mayor que ella; había degustado el amor y la vida, había experimentado naufragios y despedidas En la gravedad de su enjuto y moreno semblante se podía leer la reflexión y el aplomo; el destino le había surcado frente y mejillas. Aquel anochecer, sin embargo, su mirada reflejaba dulzura y abandono. Su mano jugaba con la de ella; corría suave y respetuosamente sobre el brazo y la nuca, sobre el hombro y el pecho de la amiga; tanteaba pequeños y alegres caminos de ternura. Cuando la boca del plácido rostro de ella, escondido en la oscuridad del crepúsculo, fue a su encuentro, tierna y expectante como una flor, sintió que le invadía una oleada de ternura y de renovada pasión. Pero, al mismo tiempo, no podía alejar de su mente el pensamiento de que otros atardeceres de verano también muchas otras amantes habían paseado con él; que también, al acariciar otros brazos y cabellos, al abrazar otros hombros y caderas, sus dedos habían recorrido los mismos tiernos caminos. Que rehacía gestos conocidos y repetía lo vivido; que, para él, aquel tempestuoso sentimiento no era lo mismo que para la muchacha; era algo hermoso y querido, pero ya nada tenía de nuevo e inaudito: no podía vivirlo como algo único y sagrado.

    También con esta poción puedo deleitarme, se dijo él, también es dulce y maravillosa; y el amor que yo puedo darle a esta joven en flor puede ser mejor, más sabio, más respetuoso y más puro que el de un jovenzuelo o el que yo mismo hubiera podido brindarle diez o quince años antes. Yo puedo ayudarla a cruzar el umbral de una primera experiencia con más ternura, inteligencia y afecto que cualquier otro, y puedo degustar este noble y refinado vino con más delicadeza y reconocimiento que un joven cualquiera. Pero no puedo ocultarle que tras la embriaguez viene la saciedad; que tras un primer estadio de exaltación, no podré ser para ella el amante de sus sueños; el que nunca pierde la ilusión. La veré temblar y llorar, pero me habré convertido en una persona fría e interiormente impaciente. Me aterrará - ya ahora me aterra - pensar en el momento en el que ella, al abrir los ojos, deba catar el desencanto; el día en el que, cuando ya no conserve el frescor de otros tiempos, su semblante, ante la visión de la plenitud perdida, se demude repentinamente.

    Estaban sentados en el muro, rodeados de vegetación, arrimados el uno al otro; recorridos de vez en cuando por voluptuosos estremecimientos e impulsados a estar cada vez más cerca el uno del otro. Sólo de vez en cuando decían una palabra: una palabra apenas farfullada, pronunciada infinitamente: amor... cariño... criatura... ¿me quieres?

    Una niña salió entonces de la casa de campo, cuya luminosidad empezaba en aquel momento a atenuarse. La chiquilla, de unos diez años, iba descalza, sus piernas eran espigadas y morenas, llevaba un vestido corto de tonos apagados y sus largos y oscuros cabellos le enmarcaban el rostro, ligeramente tostado.

    Se acercó jugando, indecisa, algo cohibida, con una cuerda de saltar en la mano; sus pies desnudos se deslizaban silenciosos por la calle. Se acercaba con aire travieso y daba caprichosos pasos hacia el lugar donde estaban los enamorados. Al llegar a su altura, su marcha se hizo más lenta, como si no quisiera pasar de largo; parecía que algo la atrayese hacia allí de la misma forma que una mariposa nocturna se siente atraída por la flor de flox. En voz baja, les dirigió un melodioso saludo. Buona sera. Desde el muro, la joven le hizo un amable gesto con la cabeza, mientras el hombre correspondía afablemente: Ciao, cara mia.

    La niña se dispuso a volver, poco a poco, de mala gana, cada vez más dubitativa; al cabo de cincuenta pasos se quedó quieta, dio la vuelta, irresoluta, se acercó de nuevo, se aproximó a la pareja de enamorados, les miró con una sonrisa compungido, se fue otra vez y desapareció en el jardín de la casa.

    - ¡Qué bonita era! - dijo el hombre.

    Al poco rato, sin dar tiempo a que oscureciera mucho más, la niña salió de nuevo al portón del jardín. Se quedó un momento quieta, miró recelosamente hacia la carretera, atisbó el muro, la parra y a la pareja enamorada. Entonces, empezó a correr a un paso rápido por la calle con sus ágiles pies descalzos; alcanzó a la pareja, dio la vuelta corriendo, fue de nuevo hasta el portón, se detuvo un minuto, y así repitió sus solitarias y silenciosas idas y venidas una y otra vez. Sin decir nada, los enamorados observaban cómo corría, cómo volvía atrás, cómo la pequeña falda oscura se agitaba alrededor de sus largas piernas infantiles. Sentían que aquel vaivén les estaba dedicado; que de ellos emanaba un embrujo, y que la pequeña, en su sueño infantil, vislumbraba el amor y la silenciosa embriaguez de aquel sentimiento.

    A continuación las correrías de la niña se transformaron en una danza. Se acercó dando pasos rítmicos, meciéndose, caminando caprichosamente. Al anochecer, aquella pequeña figura solitaria danzaba en medio de la blanca carretera. Su danza era un homenaje; su pequeña danza infantil era una canción, una plegaria al futuro y al amor. Consumó su sacrificio seria y entregada, fue de un lado a otro balanceándose, hasta que finalmente se perdió de nuevo en el sombrío jardín.
    - La hemos fascinado - dijo la enamorada -. Ha sentido la presencia del amor.

    El amigo calló. Pensó: quizás esta niña, en el hechizo de su danza, ha disfrutado más del amor ahora, en lo que tiene de hermoso y pleno, de lo que jamás pueda llegar a experimentar. Continuó reflexionando: quizá también nosotros dos hemos probado ya lo mejor y lo más profundo del amor, y ahora todo lo que nos quede por vivir no sea más que un mero declive.

    Se levantó y ayudó a su amiga a bajar del muro.

    - Debes irte - le dijo -. Se ha hecho tarde. Te acompaño hasta el cruce del camino.
    Al pasar por delante del portón vieron que la casa de campo y el jardín estaban adormilados. Por encima de la puerta colgaba la flor del granado, cuyo alegre rojo, a pesar de la oscuridad del anochecer, todavía resaltaba intensamente.

    Se fueron entrelazados hasta el cruce. Al despedirse, se besaron con fervor, se soltaron, se separaron, dieron la vuelta de nuevo, se besaron otra vez; el beso ya no les saciaba, sólo les procuraba mayor avidez. La chica empezó a alejarse rápidamente y él la siguió con la mirada durante largo rato. Pero, incluso entonces, sintió que llevaba consigo el lastre del pasado; ante sus ojos se reprodujeron escenas de otros tiempos: otros adioses, otros besos nocturnos, otros labios, otros nombres. Le invadió la tristeza. Volvió lentamente por la carretera, mientras las estrellas asomaban sobre los árboles.

    Aquella noche, en la que no durmió, sus reflexiones le llevaron a la siguiente conclusión:
    Es inútil repetir lo que ya se ha vivido. Todavía podría querer a muchas mujeres, quizás aún durante años les podría ofrecer mi intensa mirada, mis tiernas manos y mis sabrosos besos. Pero debe uno aceptar que llega el momento de despedirse de todo esto. Llegada la ocasión, la despedida, que hoy todavía puedo aceptar voluntariamente, se produce en medio de la derrota y la desesperación. Así que la renuncia, que hoy es un triunfo, mañana sería sólo vergüenza. Por todo esto, debo renunciar hoy: es hoy cuando debo despedirme de todo ello.

    Mucho he aprendido hoy y mucho me queda todavía por aprender. Debo aprender de esa niña que, con su silenciosa danza, nos ha cautivado. Al ver a una pareja enamorada en el crepúsculo, ha florecido en ella el amor. Una ola prematura, un presentimiento del placer, inquietante y hermoso a la vez, ha recorrido sus venas y, como todavía no puede amar, se ha puesto a danzar. Así pues, también yo debo aprender a danzar; debo cambiar la ávida búsqueda del placer por la música, la sensualidad por la plegaria. Sólo así seré siempre capaz de amar; no tendré por qué revivir inútilmente el pasado. Es éste camino que quiero seguir.


    "Lo que vió el poeta al anochecer" escrito por Herman Hesse, incluido en su libro "Cuentos de Amor", editado por Musnik editores en su colección "La Medianoche", en Barcelona, el año 1999, con la locución de José Modesto García Zamarreño, mezclada con música basada en "amitie naissante", "arc en ciel" y "a coeur ouvert" de Francesco.


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