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jueves, 29 de junio de 2023

Autógrafos de animales con locución de Manuel Marín Manzano

 


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"Autógrafos de animales" de Ramón Gómez de la Serna forma parte del libro "Trampantojos" editado por Clan, 2002 y con locución de Manuel Marín Manzano



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Autógrafos de animales

Tina Alcuedano era una de tantas apasionadas por los álbumes, mucho más apasionada que todas las demás «albu- menses» juntas.

Tenía un mueble estilo «álbum» para guardar todos los álbumes en que a través de los años había recogido autó­grafos.


La especialidad de Tina al cazar autógrafos era su facilidad en asaltar al incauto, ya que a ella no le importaba que fuera intelectual o almacenero el que ponía un pensamiento en la página en blanco.


Cuando iba a una tertulia literaria no tenía repugnancia de que todos, hasta los mismos transeúntes de las tertulias, que no habían ido sino a curiosear, pusiesen un pensamiento en el álbum. Era la pedigüeña de autógrafos, y a veces en el largo y tran­quilo viaje de un tranvía pedía un pensamiento y una firma a los que iban

Cuando la víctima sorprendida le preguntaba «¿qué pongo?», contestaba ella:

—¡Cualquier cosa!

A los pianistas les ponía el álbum sobre el teclado del piano, y ellos entonces no tenían más remedio que poner esa «cualquier cosa» que pedía ella, notas huidas del pentagrama.

Los autógrafos que más le gustaban eran los de los avia­dores o gente que fuese a volar, y era la visita asidua de los aeródromos, abriendo su álbum en cuanto ponían pie en tierra.

Tenía autógrafos de criminales, con la despedida antes de irse a las islas lejanas, y los tenía también de las grandes figu­ras financieras.

Que veía un sacerdote, pues en vez de besarle la mano, abría su álbum, y dándole una pluma estilográfica, siempre bien llena de tinta, le ponía a la firma el libro inútil, que ni inmortaliza ni paga los originales.

A veces, sin darse cuenta, volvía a pedir su autógrafo al que se lo había dado hacía tiempo, y entonces se azoraba y comenzaba a pedir disculpas a aquel con quien reincidía:

—¿Un autógrafo?

—No puedo porque soy analfabeto.

Tina, o la apasionada por los autógrafos, corría —¡cómo no!— a los barcos que llegaban y entonces hacía el recorrido total de la nave sacando firmas y suspiros como el de «¡Ya hemos llegado!» a todas las clases, desde los de primera, hasta los de la cala.

Hasta que un día se le ocurrió a Tina conseguir autógrafos de los animales del Zoológico.

Compró un álbum nuevo de tapas fuertes y se fue al parque con la intención de que los animales inscribieran su oculto pensamiento en las páginas impolutas.

Al ponerle a la llama el álbum a la vista, la llama la escupió y dejó el álbum hecho una lástima.

El antílope al reconocer que el álbum estaba encuadernado con su piel, se puso furioso.

Comprendió Tina que sólo los animales de garra podían estampar sus prestigiosas firmas en el álbum, y el león, que tanto se parece al profesor Einstein, aceptó gustoso el álbum, lo apoyó sobre los barrotes y empleó su rotunda escritura de Rey de la Selva, dejando sólo una ligera huella de sus agudas señas dactilográficas.

El leopardo también se prestó gustoso y por fin el chim­pancé, después de pensarlo mucho y de chupar un rato la pluma estilográfica, escrituró su luminoso pensamiento.

Marcel Berkowitz con locución de Manuel Marín Manzano

 




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“Marcel Berkowitz” de Pilar Adón forma parte del libro “El mes más cruel” editado por Impedimenta, 2010 y con locución de Manuel Marín Manzano



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VARCEL BERKOWITZ

Bajo unos arcos de piedra iluminados con la única .13 finalidad de crear en los clientes de las nutridas te­rrazas estivales la ilusión de que la luz, como la guerra, podía llegar a ser eterna, los muchachos advirtieron cómo Marcel Berkowitz saludaba con una mano al pro­fesor Lerrin, y cómo comentaba casi en un susurro que aquel infeliz que se acercaba a ellos y al que miraba sin dejar de sonreír estaba gastando toda su fortuna en el hipódromo, cuando podía haberla invertido en algún interminable viaje a Grecia con esa encantadora mujer, Isabella, que había ido a encontrar en un hotel de lujo. Lerrin avanzaba pausadamente hacia él, ajustándose los puños de la camisa limpia y seca que parecía haberse puesto en ese mismo instante. Poco después pasaba un largo brazo por la espalda de Marcel Berkowitz, y se asombraba de la agotadora ola de calor que venía inva­diendo la ciudad desde hacía tres semanas:

Agotadora, sin duda, amigo Lerrin —afirmaba Marcel.

—Deberías inventar algún artilugio capaz de salvar­nos de estos tormentos más propios de un infierno bí­blico. Mi pobre Isabella se derrite poco a poco, y tanto sofoco está consiguiendo apagar la belleza que tanto me cautivó al principio.

Marcel Berkowitz reía y negaba con la cabeza:

—No nos engañas. Ni a estos pobres estudiantes, que todavía no conocen el verdadero sentido de la pa­labra matrimonio, ni a mí. No nos engañas... Sabemos que Isabella podría tener un paño de llagas sobre la cara y aun así...

—Aun así seguiría siendo el mayor consuelo para mi marchito espíritu.

Marcel Berkowitz volvía a reír, y su amigo Lerrin puso las dos manos sobre el respaldo de su silla para dejar caer todo el peso de su cuerpo sobre aquel apoyo y comen­zar a respirar con dificultad. Parecía 

sentirse exhausto, triste y nervioso. Con ese nerviosismo que precede a las catástrofes y con esa tristeza impaciente que conduce a un estado de alarma insoportable y perpetua.

En una mesa próxima dos hombres jugaban al ajedrez y, un poco más allá, junto a la puerta de un ristorante muy pequeño y no demasiado limpio, cuatro o cinco puestos de fruta se protegían del sol del atardecer me­diante grandes toldos que a veces eran de rayas y a veces de un único color mate, generalmente oscuro. Bajo esos toldos se cobijaban el tendero y también los compradores que, después de sortear los montones de cajas apiladas alrededor de los puestos, después de haber esquivado un coche de color verde con matrícula de Roma E22116, las jardineras de piedra pletóricas de frondosas plantas de flores rojas, los contenedores de basura y alguna bicicle­ta, llegaban por fin a la báscula donde el tendero pesaba sus piezas de fruta en el interior de unas bolsas azules de plástico.

—¿Qué te ocurre, Lerrin?

Marcel Berkowitz no obtuvo respuesta, y continuó preguntando:

—¿Aún sigues encontrándote así? ¿Todavía no has aceptado que a la gente le encanta hablar y le encanta que alguien escuche? Lo último que debemos hacer, mi querido amigo, es plantearnos si los demás van a juzgar lo que hacemos y lo que no hacemos.

—Yo ya no me planteo nada... No... Es cierto. No estoy hablando en broma.

—¿La joven Isabella ha obrado el milagro de quitarte de encima la sombría carga de tener que pensar?

En cierto modo. Sí... Ya sabes que Isabella no puede comportarse como una persona normal. Es in­capaz de hacerlo. Y yo he de asumirlo. He dejado de hacer planes o de sugerir cualquier propósito común.

—¡Por Dios, Lerrin! ¿A ese extremo has llegado?

Nunca sabemos a qué extremos somos capaces de llegar.

No todo el mundo soportaría vivir así, como tú —dijo Marcel.

Tampoco sabemos en qué estado seremos capaces de vivir —casi repitió el profesor Lerrin.

No tanto, mi estimado profesor. No tanto... Es sólo cuestión de no ceder.

—¿No ceder? ¿No ceder...? —Lerrin se quedó mi­rando el perfil irónico de su amigo, y sonrió—: Siem­pre hay que ceder. Al menos ante una criatura como Isabella.

Pues entonces supongo que habrás de buscar una vía de escape. Algún alivio para esa dependencia.

Sí. Ciertamente... Creo que lo tengo. Es algo bási­co, pero creo que lo tengo. Aunque pueda parecerte ex­traño, conservo una maleta junto a la puerta de nuestro apartamento. Al principio, durante los primeros días, estaba allí porque no sabíamos dónde meterla. No había sitio en los armarios. Pero, ahora, esa maleta en el recibi­dor, justo al lado de la puerta de la calle, me parece algo simbólico. La maleta ya está allí, dispuesta y siempre visible... Para cuando ella decida prescindir de mí.

—Tanta rendición... Tanta sumisión no puede ser sincera.

—De todas formas —continuó el profesor—, no creo que pueda considerarme un hombre desafortuna­do. Ya sabes que he procurado toda mi vida no atarme a ningún lugar.

—A pesar de que ahora no puedas evitar estar atado a una persona.


Desde la terraza en que se había sentado Marcel Berkowitz se veían las contraventanas marrones, casi siempre abiertas, de un Forno del que, de vez en cuan­do, surgía un joven con una camiseta de tirantes y unos pantalones manchados de blanco para fumar un ci­garrillo. La delicadeza con que aquel chico bajaba los párpados sobre unos ojos insólitamente somnolientos, la prudencia con que estiraba la corta longitud de su cuello para expulsar el humo hacia arriba hacían que adquiriera una nobleza propia de los legítimos descen­dientes nos libros desperdigados sobre la mesa, y que parecía no desear alzar o girar la cabeza y correr el riesgo de encontrarse con una sonrisa cuyos propósitos podría desconocer. Parecía querer recuperar su acostumbrado y amable estado de ánimo, tal vez quebrado tras la breve intervención de su amigo Lerrin, y reconquistar cierta sensación de alivio al descubrir que las cosas seguían funcionando como debían.


Finalmente, uno de los estudiantes se atrevió a pre­ guntar:

-¿Comprender el significado de qué, señor Ber­ kowitz? ¿A qué se refiere?

Marcel Berkowitz cerró los ojos, y murmuró:

-El significado de la renuncia, querido niño. La tan penosa pero balsámica renuncia a la propia dicha...

A lo lejos, el profesor Lerrin estaba a punto de inter­ narse en un pasadizo mal ventilado y cubierto por un techo viejo y lleno de goteras, que daba a una galería de arte. Con las manos escondidas en los bolsillos del pantalón, el profesor Lerrin desaparecería por completo de la vista de Marcel Berkowitz sin volver la mirada ha­ cia él. Entraría en aquel pasillo estrecho cuyas paredes presentaban una extraña e interesante forma, y después se dejaría atrapar por el orden pulcro y hermético de la galería de arte, con la obvia intención de perderse en su interior y poder olvidarse así de las palabras ingeniosas y de los comportamientos ejemplares.



Trabajé en el jardín esmeralda. El sol me invadió los ojos.

¿Y si fuera necesario para volar

imitar el mimoso movimiento de los pájaros? Recurrir a un elemento más ligero que el aire. El humo.

El amor de D Perlimplin y Belisa en su jardín con locución del Club de Lectura 'La madriguera' del IES Príncipe de Asturias

 


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"El amor de D Perlimplin y Belisa en su jardín ", de Federico García Lorca, con locución del Club de Lectura “La madriguera” del IES Príncipe de Asturias


Club de Lectura "La madriguera"

Nirmin Amiri, Warda Arbouch, Sebastián Ezequiel García Torrealba, Matteo Lario Tudela, Assiya Mahfoud, Ana Belén Mellour, Ashley Ruiz Anaguaña, Jesús Sibide Bron, Amina Tunnesi, Doaa Bak, Marwa Lahlou y Malak Daki.



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EL AMOR DE DON PERLIMPLÍN CON BELISA EN SU JARDÍN / Federico García Lorca

Cuadro I

 

 Sala de DON PERLIMPLÍN. En el centro hay una gran cama de dosel y penachos de plumas. En las paredes hay seis puertas. La primera de la derecha sirve de entrada y salida a DON PERLIMPLÍN. Es la primera noche de casados.

 

 

 

 

MARCOLFA, con un candelabro en la mano, en la primera de la izquierda.

 

 

MARCOLFA.-  Buenas noches.

VOZ DE BELISA.-   (Dentro.) Adiós, Marcolfa.

 

 

(Sale PERLIMPLÍN, vestido magníficamente.)

 

 

MARCOLFA.-  Buena noche de boda tenga mi señor.

PERLIMPLÍN.-  Adiós, Marcolfa.  

(Sale MARCOLFAPERLIMPLÍN se dirige de puntillas a la habitación de enfrente y mira desde la puerta.)

  Belisa, con tantos encajes pareces una ola y me das el mismo miedo que de niño tuve al mar. Desde que tú viniste de la iglesia está mi casa llena de rumores secretos, y el agua se entibia ella sola en los vasos. ¡Ay! Perlimplín... ¿Dónde estás, Perlimplín?  (Sale de puntillas.) 

 

 

(Aparece BELISA, vestida con un gran traje de dormir lleno de encajes. Una cofia inmensa le cubre la cabeza y lanza una cascada de puntillas y entredoses hasta sus pies. Lleva el pelo suelto y los brazos desnudos.)

 

 

BELISA.-  La criada perfumó esta habitación con tomillo y no con menta, como yo la indiqué...  (Va hacia el lecho.)  Ni puso en la cama las finas ropas de hilo que tiene Marcolfa...  

(En este momento suena una música suave de guitarras. BELISA cruza las manos sobre el pecho.)

  ¡Ay! El que me busque con ardor me encontrará. Mi sed no se apaga nunca, como nunca se apaga la sed de los mascarones que echan el agua en las fuentes.  

(Sigue la música.)

  ¡Ay, qué música, Dios mío! ¡Qué música! ¡Como el plumón caliente de los cisnes!... ¡Ay!, ¿soy yo? ¿O es la música? (Se echa sobre los hombros una gran capa de terciopelo rojo y pasea por la estancia.) 

 

 

(Calla la música y se oyen cinco silbidos.)

 

 

BELISA.-  ¡Son cinco!

 

 

(Aparece PERLIMPLÍN.)

 

 

PERLIMPLÍN.-  ¿Te molesto?

BELISA.-  ¿Cómo es posible?

PERLIMPLÍN.-  ¿Tienes sueño?

BELISA.-   (Irónica.) ¿Sueño?

PERLIMPLÍN.-  La noche se ha puesto un poco fría.  (Se frota las manos.) 

 

 

(Pausa.)

 

 

BELISA.-   (Decidida.)  Perlimplín.

PERLIMPLÍN.-   (Temblando.) ¿Qué quieres?

BELISA.-   (Vaga.) Es un bonito nombre Perlimplín.

PERLIMPLÍN.-  Más bonito es el tuyo, Belisa.

BELISA.-   (Riendo.) ¡Oh! ¡Gracias!

 

 

(Pausa corta.)

 

 

PERLIMPLÍN.-  Yo quería decirte una cosa.

BELISA.-  ¿Y es?

PERLIMPLÍN.-  He tardado en decidirme... Pero...

BELISA.-  Di.

PERLIMPLÍN.-  Belisa... ¡yo te amo!

BELISA.-  ¡Oh, caballerito!..., ésa es tu obligación.

PERLIMPLÍN.-  ¿Sí?

BELISA.-  Sí.

PERLIMPLÍN.-  ¿Pero por qué sí?

BELISA.-   (Mimosa.) Pues porque sí.

PERLIMPLÍN.-  No.

BELISA.-  ¡Perlimplín!

PERLIMPLÍN.-  No, Belisa; antes de casarme contigo yo no te quería.

BELISA.-    (Guasona.) ¿Qué dices?

PERLIMPLÍN.-  Me casé... por lo que fuera, pero no te quería. Yo no había podido imaginarme tu cuerpo hasta que lo vi por el ojo de la cerradura cuando te vestías de novia. Y entonces fue cuando sentí el amor. ¡Entonces! Como un hondo corte de lanceta en mi garganta.

BELISA.-    (Intrigada.) Pero ¿y las otras mujeres?

PERLIMPLÍN.-  ¿Qué mujeres?

BELISA.-  Las que tú conociste antes.

PERLIMPLÍN.-  Pero ¿hay otras mujeres?

BELISA.-   (Levantándose.) ¡Me estás asombrando!

PERLIMPLÍN.-  El primer asombrado soy yo.  

(Pausa. Se oyen los cinco silbidos.)

  ¿Qué es eso?

BELISA.-  El reloj.

PERLIMPLÍN.-  ¿Son las cinco?

BELISA.-  Hora de dormir.

PERLIMPLÍN.-  ¿Me das permiso para quitarme la casaca?

BELISA.-  Desde luego,  (Bostezando.)  maridito. Y apaga la luz, si te place.

PERLIMPLÍN.-   (Apaga la luz; en voz baja.)  Belisa.

BELISA.-   (En voz alta.)  ¿Qué, hijito?

PERLIMPLÍN.-   (En voz baja.)  He apagado la luz.

BELISA.-   (Guasona.) Ya lo veo.

PERLIMPLÍN.-   (En voz mucho más baja.) Belisa...

BELISA.-   (En voz alta.) ¿Qué, encanto?

PERLIMPLÍN.-  ¡Te adoro!

 

 

(Se oyen más fuertes los cinco silbidos y destapa la cama. Dos DUENDES, saliendo por los lados opuestos del escenario, corren una cortina de tonos grises. Queda el teatro en penumbra. Con dulce tono de sueño, suenan flautas. Deben ser dos niños. Se sientan en la concha del apuntador, cara al público.)

 

 

DUENDE 1.º.-  Y ¿cómo te va por lo oscurillo?

DUENDE 2.º.-  Ni bien ni mal, compadrillo.

DUENDE 1.º.-  Ya estamos.

DUENDE 2.º.-  ¿Y qué te parece? Siempre es bonito tapar las faltas ajenas.

DUENDE 1.º.-  Y que luego el público se encargue de destaparlas.

DUENDE 2.º.-  Porque si las cosas no se cubren con toda clase de precauciones...

DUENDE 1.º.-  No se descubren nunca.

DUENDE 2.º.-  Y sin este tapar y destapar...

DUENDE 1.º.-  ¿Qué sería de las pobres gentes?

DUENDE 2.º.-   (Mirando la cortina.) Que no quede ni una rendija.

DUENDE 1.º.-  Que las rendijas de ahora son oscuridad mañana.

 

 

(Ríen.)

 

 

DUENDE 2.º.-  Cuando las cosas están claras...

DUENDE 1.º.-  El hombre se figura que no tiene necesidad de descubrirlas...

DUENDE 2.º.-  Y se va a las cosas turbias para descubrir en ellas secretos que ya sabía.

DUENDE 1.º.-  Pero para eso estamos nosotros aquí. ¡Los duendes!

DUENDE 2.º.-  ¿Tú conocías a Perlimplín?

DUENDE 1.º.-  Desde niño.

DUENDE 2.º.-  ¿Y a Belisa?

DUENDE 1.º.-  Mucho. Su habitación exhalaba un perfume tan intenso, que una vez me quedé dormido y desperté entre las garras de sus gatos.

 

 

(Ríen.)

 

 

DUENDE 2.º.-  Este asunto estaba...

DUENDE 1.º.-  ¡Clarísimo!

DUENDE 2.º.-  Todo el mundo se lo imaginaba.

DUENDE 1.º.-  Y el comentario huiría hacia medios más misteriosos.

DUENDE 2.º.-  Por eso, que no se descorra todavía nuestra eficaz y socialísima pantalla.

DUENDE 1.º.-  No, que no se enteren.

DUENDE 2.º.-  El alma de Perlimplín, chica y asustada como un patito recién nacido, se enriquece y sublima en estos instantes.

 

 

(Ríen.)

 

 

DUENDE 1.º.-  El público está impaciente.

DUENDE 2.º.-  Y tiene razón. ¿Vamos?

DUENDE 1.º.-  Vamos. Ya siento un dulce fresquillo por mis espaldas.

DUENDE 2.º.-  Cinco frías camelias de madrugada se han abierto en las paredes de la alcoba.

DUENDE 1.º.-  Cinco balcones sobre la ciudad.

 

 

(Se levantan y se echan unas grandes capuchas azules.)

 

 



miércoles, 28 de junio de 2023

Timbres con locución de José Modesto García

 


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“Timbres” de Ramón Gómez de la Serna, forma parte del libro “Trampantojos”, editado por Clan y con locución de José Modesto García Zamarreño




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Los timbres tienen una actitud obediente que nos impresiona. Son criados intermediarios que nunca piden propina. Son leales y a veces son la salvación del que es agradecido, así como la marquesa requerida atrevidamente de amores encuentra en ellos al paje que la defiende.

Hay timbres en palacios de otro tiempo que yo no me atrevería a tocar porque lo más probable es que acudiese una bruja a las llamadas.

En las salas de espera hay timbres que impresionan y que por muy impacientes que estemos no nos atreveremos a apretar..

Hemos sospechado timbres que derrumbarían el edificio al ser tocados: timbres como los de los museos que concitarían a todos los bomberos a la primera presión y también hemos sospechado timbres de ministerio para que la credencial aparezca ya firmada; timbres de teatro que precipitarían la representación; timbres presidenciales que provocarían una votación súbita; timbres para la aparición de un vaso de agua con azucarillo; timbres oficinistas para la traída de más papel de barba o de una pluma nueva; timbres de circo que hacen salir de las jaulas a los leones; timbres de alarma que hacen acudir al hombre de la pistola; timbres de fábrica que a su solo funcionamiento hacen que la fábrica comience a moverse y produzca mil pares de zapatos más mientras el gerente se da cuenta de que ha sido una llamada equívoca la que se ha sentido; timbres que provocan la presentación de la cocinera con el cuchillo en la mano y el delantal arremangado, etc.

Pero los timbres que más atacan nuestra imaginación son los timbres de hotel.

Ya están nuestras maletas en el cuarto que nos ha sido destinado. Ya hemos cerrado la puerta con su trabilla. Entonces lo primero que se presenta a nuestra vista como algo que nos acompaña y que comparte nuestra soledad, son los timbres.

Leemos: Una llamada, la camarera.

Dos llamadas, el camarero.

Tres llamadas, el mozo.

Y al poco rato apretamos dos veces el botón cuando a quien queríamos llamar era a la camarera. ¿Qué hacer?

Llamamos una vez más para ver si arreglarnos el asunto y entonces aparece el mozo como dispuesto a llevarse las maletas de nuevo.

Mas dentro de la soledad, de vez en cuando miramos los timbres de la pared con sus nombres escritos en letras, doradas, Allí están en atenta fila los tres personajes prontos a nuestra orada, tan propicios a servirnos en cuanto nos oirán, que el di. de la despedida aunque no llamemos a ningún timbre y pongamos algodones en sus ombligos para que sean más sordos aún los tres personajes nos estarán esperando en la escalera.

Pero el mundo se transforma y se complica cada vez más, y últimamente, en mi viaje a Norteamérica, he tropezado con un Hotel Paraíso cuya lista de timbres me dejó asombrado.

El chófer había insistido tanto en llevarme al Hotel Paraíso que me dejé llevar a él.

Era un hotel alegre, lleno de espejos y de luces y todo decorado con estalactitas de cristal. El conserje,
con unas largas barbas, tenía algo de San Pedro y su manera de mostramos el ascensor tuvo la insinuación del que envía al lugar de las delicias.

El ascensor —oliendo a flexible quemado como todos los ascensores de hotel— me dejó, en mi piso, perdido entre los cincuenta números del sorteo de aquellos corredores. Gracias a que una camarera a la que ya habían hablado por teléfono interior me mostró e158.

Ya en mi cuarto fue cuando al volverme me encontré la larga ringlera de timbres, teniendo todos al margen la consignación de su personaje.

En aquel momento me daba cuenta de por qué el chófer tenía tanto interés en llevarme al Hotel Paraíso.

Aquél era el hotel para el autor dramático, el verdadero hotel para los Pirandellos. Con sólo tocar a cinco o seis timbres ya estaba pergeñada la comedia.

¿Pero quién se atrevía a llamar a alguno de aquellos timbres?

Confieso que pasé una noche indecisa y atormentada.

No me atrevía a apretar ningún botón y eso que acaricié alguna tecla con verdadera intención de llamar. ¡Era tan irreparable tocar el diente sensible de la dama morena! Después ya no podría evitarse la aparición porque si bien los timbres debían tener una corriente positiva para llamar y otra negativa para poder inutilizar y tachar la llamada aún no ha sido inventada esa ventaja.

Mi mano izquierda empujó a mi mano derecha para empujar el botón del octavo timbre y ver aparecer a la artista de cine, pero, vuelvo a confesar, que no me decidí.

Al día siguiente pagué mi cuenta abrumadora de sellos del Estado y me alejé con tristeza del hotel de los timbres novelescos que no me había atrevido a apretar, asustado hasta de la aparición del señor con sombrero de copa.


Una familia de árboles con locución de José Modesto García

 

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"Una familia de árboles" de Jules Renard, forma parte del libro "La linterna sorda", editado por Baile del Sol, 2011 y con locución de  José Modesto García Zamarreño




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Los encuentro después de haber atravesado una llanura caldeada por el sol.

Por causa del ruido no habitan a la orilla del camino. Viven en los campos incultos, junto a una fuente que sólo conocen los pájaros.

Parecen impenetrables, desde lejos. Apenas me aproximo, sus troncos se desenlazan. Me reciben prudentemente. Puedo reposar ahí, refrescarme; pero adivino que me observan con desconfianza.

Viven en familia, los más viejos en medio y los pequeños, aquellos cuyas primeras hojas acaban de nacer, un poco diseminados, pero sin apartarse nunca.

Su muerte es prolongada y conservan a sus nuiertos en pie, hasta que caen hechos polvo.

Se acarician con sus largas ramas, para asegurarse de que todos están allí, como los ciegos. Gesticulan coléricos si el viento se insufla por arrancarlos. Pero entre ellos no hay ninguna disputa. Si murmuran, lo hacen de acuerdo.

Los tengo por mi verdadera familia. Pronto olvidaré a la otra.

Me adoptarán poco a poco estos árboles y, para merecerlo, aprendo lo que es necesario saber:


Ya sé mirar las nubes que pasan.

Sé quedarme en mi lugar.

Y casi ya sé callarme.


Romance de la luna, luna con locución del Club de Lectura “La madriguera” del IES Príncipe de Asturias

 



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Club de Lectura "La madriguera"

Nirmin Amiri, Warda Arbouch, Sebastián Ezequiel García Torrealba, Matteo Lario Tudela, Assiya Mahfoud, Ana Belén Mellour, Ashley Ruiz Anaguaña, Jesús Sibide Bron, Amina Tunnesi, Doaa Bak, Marwa Lahlou y Malak Daki.



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La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira mira.
El niño la está mirando.

En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.

Niño déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.

Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos.
Niño déjame, no pises,
mi blancor almidonado.

El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño,
tiene los ojos cerrados.

Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.

¡Cómo canta la zumaya,
ay como canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
con el niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
el aire la está velando.


Romance sonámbulo chica con locución del Club de Lectura “La madriguera” del IES Príncipe de Asturias

 


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Club de Lectura "La madriguera"

Nirmin Amiri, Warda Arbouch, Sebastián Ezequiel García Torrealba, Matteo Lario Tudela, Assiya Mahfoud, Ana Belén Mellour, Ashley Ruiz Anaguaña, Jesús Sibide Bron, Amina Tunnesi, Doaa Bak, Marwa Lahlou y Malak Daki.


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Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura
ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas le están mirando
y ella no puede mirarlas.

*

Verde que te quiero verde.
Grandes estrellas de escarcha,
vienen con el pez de sombra
que abre el camino del alba.
La higuera frota su viento
con la lija de sus ramas,
y el monte, gato garduño,
eriza sus pitas agrias.
¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...?
Ella sigue en su baranda,
verde carne, pelo verde,
soñando en la mar amarga.

*

Compadre, quiero cambiar
mi caballo por su casa,
mi montura por su espejo,
mi cuchillo por su manta.
Compadre, vengo sangrando,
desde los montes de Cabra.
Si yo pudiera, mocito,
ese trato se cerraba.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Compadre, quiero morir
decentemente en mi cama.
De acero, si puede ser,
con las sábanas de holanda.
¿No ves la herida que tengo
desde el pecho a la garganta?
Trescientas rosas morenas
lleva tu pechera blanca.
Tu sangre rezuma y huele
alrededor de tu faja.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Dejadme subir al menos
hasta las altas barandas,
dejadme subir, dejadme,
hasta las verdes barandas.
Barandales de la luna
por donde retumba el agua.

*

Ya suben los dos compadres
hacia las altas barandas.
Dejando un rastro de sangre.
Dejando un rastro de lágrimas.
Temblaban en los tejados
farolillos de hojalata.
Mil panderos de cristal,
herían la madrugada.

*

Verde que te quiero verde,
verde viento, verdes ramas.
Los dos compadres subieron.
El largo viento, dejaba
en la boca un raro gusto
de hiel, de menta y de albahaca.
¡Compadre! ¿Dónde está, dime?
¿Dónde está mi niña amarga?
¡Cuántas veces te esperó!
¡Cuántas veces te esperara,
cara fresca, negro pelo,
en esta verde baranda!

*

Sobre el rostro del aljibe
se mecía la gitana.
Verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Un carámbano de luna
la sostiene sobre el agua.
La noche su puso íntima
como una pequeña plaza.
Guardias civiles borrachos,
en la puerta golpeaban.
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.