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lunes, 26 de junio de 2023

La pinta brava de un varón con locución de Jorge González

 


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“La pinta brava de un varón” de Eduardo Halfón forma parte del libro “Elocuencias de un tartamudo” editado por Pre-Textos, 2012 con locución de Jorge González



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Desde el otro lado de la barra un mesero demasiado joven me preguntó en francés si no quería tomar algo, y yo le dije que no, que muchas gracias, que sólo quería observar a todas las parejas suizas bailando tango.

—¿Cómo se llama este sitio?

Era mi última noche en Ginebra. Unos amigos me ha­bían invitado a cenar fondue en Les Bains de Páquis, un her­moso restaurante frente al lago Lemán, y luego a presenciar a las decenas de parejas suizas que, como ellos mismos cada sábado, iban a bailar tango a esa antigua bodega.

—La Parfumerie —me contestó el mesero.

Había terminado un vals. Se llegó a parar a mi lado un viejo bajito y calvo y vestido con saco y corbata. Creo que era el único allí vestido con saco y corbata. Respiraba duro. De su calvicie emanaban nubecillas de vapor.

—Éste fue el depósito de una fábrica de perfumes —conti­nuó el mesero en francés, mirando las láminas y vigas del techo—. Por eso ahora se llama La Parfumerie. El viejo agarró un vaso de cerveza que ya estaba sobre la barra y que supuse era suyo. Tomó un trago largo y sediento. Se secó los labios con el dorso de la mano Firmenich. Así se llama la fábrica de perfumes. Aún existe, en otro lado.

Empezó a sonar una milonga. El viejo de inmediato dejó el vaso sobre la barra y dio media vuelta y abordó a una chica muy joven y muy guapa que pasó caminando enfrente de nosotros. Se fueron a bailar la milonga.

Increíble —le dije al mesero, observando cómo el viejo y la chica se movían rígidamente por la pista. Ella era bastante más alta que él.

—Viene todas las semanas.

—¿Quién, ese viejo?

Se toma una sola cerveza a lo largo de la noche mien­tras va sacando a todas las chicas. Tres piezas por chica, que es la costumbre.

Nos quedamos callados, mirándolo. El viejo bailaba muy serio, muy concentrado, como contando sus pasos.

—Hace unos años murió su esposa —me dijo el mesero des­pués de un rato—, y él se entristeció mucho, se deprimió mucho, tanto que tuvo que ser hospitalizado.

Concluyó la tercera milonga y el viejo soltó a la chica y pareció agradecerle con un ligero movimiento de la cabeza.

Uno de los médicos de ese hospital, al verlo tan depri­mido, le recetó el tango. Como terapia. Desde entonces viene aquí todos los sábados.

Ahora bailaba con una chica pálida y delgada, vestida de negro.

Supongo que el tango le salvó la vida.

El mesero lo dijo sonriendo entre tierno y malicioso. Gar­del cantaba con voz rasposa sobre la pinta brava de un varón.

Agarró un bodoque de barro húmedo y mientras lo ama­saba con la mano me dijo que su mamá había sido una ex­perta en degollar gallinas.

—Teníamos una granja, cerca de Fraijanes.

Caminé hasta la cafetera grande y metálica. Me serví otro poco. Me quedé mirando los moldes de yeso apilados sobre una estantería.

—No sé por qué mi mamá había decidido criar gallinas. Yo era muy niño. Pero recuerdo que empezó con diez o doce gallinas y un gallo pinto y en nada de tiempo ya había lle­nado la granja de gallinas y las vendía por todas partes.

Estaba arrancando pedacitos de barro y luego pegándo­los a la escultura como si fueran pedacitos de chicle sucio.

—Mi hermano y yo la acompañábamos los fines de semana. El gallo era nuestra mascota. Había que limpiarlo y darle de comer, supuestamente, pero cuidándonos de sus espuelas. Se llamaba Adán.

Giró un poco la escultura, acaso buscándole un ángulo nuevo o un detalle incompleto.

—Pero lo que más nos gustaba era ver a mi mamá dego­llando gallinas.


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