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sábado, 18 de noviembre de 2023

Carta del Jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos con locución de Jorge Segura Clará

  


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Carta del Jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos con locución de Jorge Segura Clará y música tradicional del pueblo Apache


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Carta del Jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos

[Carta - Texto completo.]

Jefe Seattle

Nota

El presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce, envía en 1854 una oferta al jefe Seattle, de la tribu Suwamish, para comprarle los territorios del noroeste de los Estados Unidos que hoy forman el Estado de Wáshington. A cambio, promete crear una “reservación” para el pueblo indígena. El jefe Seattle responde en 1855.


El Gran Jefe Blanco de Wáshington ha ordenado hacernos saber que nos quiere comprar las tierras. El Gran Jefe Blanco nos ha enviado también palabras de amistad y de buena voluntad. Mucho apreciamos esta gentileza, porque sabemos que poca falta le hace nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego a tomar nuestras tierras. El Gran Jefe Blanco de Wáshington podrá confiar en la palabra del jefe Seattle con la misma certeza que espera el retorno de las estaciones. Como las estrellas inmutables son mis palabras.

¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña.

Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos?

Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada rama brillante de un pino, cada puñado de arena de las playas, la penumbra de la densa selva, cada rayo de luz y el zumbar de los insectos son sagrados en la memoria y vida de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los árboles lleva consigo la historia del piel roja.

Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra de origen cuando van a caminar entre las estrellas. Nuestros muertos jamás se olvidan de esta bella tierra, pues ella es la madre del hombre piel roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el ciervo, el caballo, el gran águila, son nuestros hermanos. Los picos rocosos, los surcos húmedos de las campiñas, el calor del cuerpo del potro y el hombre, todos pertenecen a la misma familia.

Por esto, cuando el Gran Jefe Blanco en Wáshington manda decir que desea comprar nuestra tierra, pide mucho de nosotros. El Gran Jefe Blanco dice que nos reservará un lugar donde podamos vivir satisfechos. Él será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos. Por lo tanto, nosotros vamos a considerar su oferta de comprar nuestra tierra. Pero eso no será fácil. Esta tierra es sagrada para nosotros. Esta agua brillante que se escurre por los riachuelos y corre por los ríos no es apenas agua, sino la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos la tierra, ustedes deberán recordar que ella es sagrada, y deberán enseñar a sus niños que ella es sagrada y que cada reflejo sobre las aguas limpias de los lagos hablan de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo de los ríos es la voz de mis antepasados.

Los ríos son nuestros hermanos, sacian nuestra sed. Los ríos cargan nuestras canoas y alimentan a nuestros niños. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben recordar y enseñar a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos, y los suyos también. Por lo tanto, ustedes deberán dar a los ríos la bondad que le dedicarían a cualquier hermano.

Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestras costumbres. Para él una porción de tierra tiene el mismo significado que cualquier otra, pues es un forastero que llega en la noche y extrae de la tierra aquello que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga, y cuando ya la conquistó, prosigue su camino. Deja atrás las tumbas de sus antepasados y no se preocupa. Roba de la tierra aquello que sería de sus hijos y no le importa.

La sepultura de su padre y los derechos de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, a la tierra, a su hermano y al cielo como cosas que puedan ser compradas, saqueadas, vendidas como carneros o adornos coloridos. Su apetito devorará la tierra, dejando atrás solamente un desierto.

Yo no entiendo, nuestras costumbres son diferentes de las suyas. Tal vez sea porque soy un  salvaje y no comprendo.

No hay un lugar quieto en las ciudades del hombre blanco. Ningún lugar donde se pueda oír el florecer de las hojas en la primavera o el batir las alas de un insecto. Mas tal vez sea porque soy un hombre salvaje y no comprendo. El ruido parece solamente insultar los oídos.

¿Qué resta de la vida si un hombre no puede oír el llorar solitario de un ave o el croar nocturno de las ranas alrededor de un lago?. Yo soy un hombre piel roja y no comprendo. El indio prefiere el suave murmullo del viento encrespando la superficie del lago, y el propio viento, limpio por una lluvia diurna o perfumado por los pinos.

El aire es de mucho valor para el hombre piel roja, pues todas las cosas comparten el mismo aire -el animal, el árbol, el hombre- todos comparten el mismo soplo. Parece que el hombre blanco no siente el aire que respira. Como una persona agonizante, es insensible al mal olor. Pero si vendemos nuestra tierra al hombre blanco, él debe recordar que el aire es valioso para nosotros, que el aire comparte su espíritu con la vida que mantiene. El viento que dio a nuestros abuelos su primer respiro, también recibió su último suspiro. Si les vendemos nuestra tierra, ustedes deben mantenerla intacta y sagrada, como un lugar donde hasta el mismo hombre blanco pueda saborear el viento azucarado por las flores de los prados.

Por lo tanto, vamos a meditar sobre la oferta de comprar nuestra tierra. Si decidimos aceptar, impondré una condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos.

Soy un hombre salvaje y no comprendo ninguna otra forma de actuar. Vi un millar de búfalos pudriéndose en la planicie, abandonados por el hombre blanco que los abatió desde un tren al pasar. Yo soy un hombre salvaje y no comprendo cómo es que el caballo humeante de hierro puede ser más importante que el búfalo, que nosotros sacrificamos solamente para sobrevivir.

¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales se fuesen, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra con los animales en breve ocurrirá a los hombres. Hay una unión en todo.

Ustedes deben enseñar a sus niños que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten la tierra, digan a sus hijos que ella fue enriquecida con las vidas de nuestro pueblo. Enseñen a sus niños lo que enseñamos a los nuestros, que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra, le ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, están escupiendo en sí mismos.

Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. Esto es lo que sabemos: todas la cosas están relacionadas como la sangre que une una familia. Hay una unión en todo.

Lo que ocurra con la tierra recaerá sobre los hijos de la tierra. El hombre no tejió el tejido de la vida; él es simplemente uno de sus hilos. Todo lo que hiciere al tejido, lo hará a sí mismo.

Incluso el hombre blanco, cuyo Dios camina y habla como él, de amigo a amigo, no puede estar exento del destino común. Es posible que seamos hermanos, a pesar de todo. Veremos. De una cosa estamos seguros que el hombre blanco llegará a descubrir algún día: nuestro Dios es el mismo Dios.

Ustedes podrán pensar que lo poseen, como desean poseer nuestra tierra; pero no es posible, Él es el Dios del hombre, y su compasión es igual para el hombre piel roja como para el hombre piel blanca.

La tierra es preciosa, y despreciarla es despreciar a su creador. Los blancos también pasarán; tal vez más rápido que todas las otras tribus. Contaminen sus camas y una noche serán sofocados por sus propios desechos.

Cuando nos despojen de esta tierra, ustedes brillarán intensamente iluminados por la fuerza del Dios que los trajo a estas tierras y por alguna razón especial les dio el dominio sobre la tierra y sobre el hombre piel roja.

Este destino es un misterio para nosotros, pues no comprendemos el que los búfalos sean exterminados, los caballos bravíos sean todos domados, los rincones secretos del bosque denso sean impregnados del olor de muchos hombres y la visión de las montañas obstruida por hilos de hablar.

¿Qué ha sucedido con el bosque espeso? Desapareció.

¿Qué ha sucedido con el águila? Desapareció.

La vida ha terminado. Ahora empieza la supervivencia.

jueves, 20 de julio de 2023

Camino con locución de Génesis García Muñoz



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"Camino" de Génesis García, relato ganador de la 3ª categoría del certamen homenaje a José Alberto Lario Bastida "El Flori", con locución de la autora, y música Leonell Cassio. Worth a try (ft. Serena Rutledge)


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Camino

 Odette Saint-Claire Categoría 3 (mayores de 18 años)


Siete y media de la mañana. La radio del auto suena como a lo lejos, mi mente perdida en los pendientes del día, ignorando el ruido de fondo. Pero, de pronto, la voz de Laura Branigan llena mi pequeño Volvo y vuelvo a tener catorce años. La vida aún pinta prometedora, mi piel es lisa y tersa y mis pechos no han sufrido el suplicio de amamantar a cuatro hijos. De nuevo tengo catorce, los ojos brillantes y el corazón enloquecido por él, por Elías, por el que no me mira, pero me escribe cartitas y las esconde en mi escritorio. Catorce enloquecidos años y bailo sobre la mesa, con el pelo al viento y los gritos de Ximena, mi mejor amiga, alentándome con su voz de flauta desafinada.

Como extraño tener catorce y la simplicidad de una vida que parece no ser mía. Parece mentira que un día mis únicas preocupaciones fueron estudiar para los exámenes inentendibles de matemáticas y dibujar corazones en un cuaderno mientras cantaba Like a virgin de Madonna, soñando ser como ella y teñirme el cabello de rubio. Hoy tengo el cabello teñido de rubio, pero, no es por vanidad, es para esconder las cenizas que el tiempo ha pintado en mi cabello otrora rojo furioso.

Subo el volumen de la radio y canto a voz en grito en mi pésimo inglés, sin importarme que el chico del auto de junto me vea con cara de extrañeza. Él no lo entiende. Él no sabe lo que es tener cincuenta y tres, dos nietos y una hija a la que no veo porque dice odiarme. Él no sabe lo que es extrañar al marido
largamente perdido, a mis niños ahora adultos, mi juventud, mi madre, mis amigos, mi radio siempre encendida. Mi adorada radio, mi mejor compañera. Qué razón tenía Freddy Mercury cuando dijo que la radio podía hacernos sentir que volábamos, que era el mejor amigo de los adolescentes, que esperamos que nunca muera. No, por favor no mueras. El semáforo está de nuevo en verde y el sonido de las bocinas opaca ligeramente la voz de terciopelo de Laura. Oh, Laura, cuanta falta le hace al mundo una voz como la tuya.

Acelero antes que alguien baje a romper mis ventanas con un bate y los últimos acordes de Self Control suenan mientras me estaciono. Seco mis lágrimas y compruebo que mi tan sonado maquillaje a prueba de agua realmente lo sea antes de apearme y ponerme la máscara una vez más. De nuevo soy Carolina, la feliz; Carolina, la que no extraña tener catorce y sonreír de verdad; Carolina la que no tiene arrepentimientos ni depresión. Entro a la recepción y Sarita me saluda con su sonrisa estirada una y mil veces en el quirófano mientras alguna chiquilla insípida canta en los parlantes de la recepción.

“Buenos días, querida”, respondo, lanzando un beso al aire y prometiendo un almuerzo en el restaurante de moda. Sara jamás iría a ningún lugar que no esté de moda. “Buenos días”, repito a los pacientes que esperan en la minúscula sala de espera de la clínica.

“Buenos días”, me digo viéndome al espejo y calzándome la bata, preparándome para escuchar problemas ajenos, mientras mi mente se pasea de nuevo por los pasillos de mi liceo, caminando del brazo de Ximena mientras cantamos a todo pulmón, creyéndonos las dueñas del mundo, las amas de nuestro destino. El primer paciente me sonríe mientras entra a la consulta y se sienta frente a mí, preparándose para usarme como basurero emocional y dejarme todas sus preocupaciones, todos sus dolores, todos sus sueños rotos.

Como si no tuviera suficiente con los míos.

 

No importa, Freddy lo dijo muy claro: Show must go on.

 



jueves, 29 de junio de 2023

Autógrafos de animales con locución de Manuel Marín Manzano

 


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"Autógrafos de animales" de Ramón Gómez de la Serna forma parte del libro "Trampantojos" editado por Clan, 2002 y con locución de Manuel Marín Manzano



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Autógrafos de animales

Tina Alcuedano era una de tantas apasionadas por los álbumes, mucho más apasionada que todas las demás «albu- menses» juntas.

Tenía un mueble estilo «álbum» para guardar todos los álbumes en que a través de los años había recogido autó­grafos.


La especialidad de Tina al cazar autógrafos era su facilidad en asaltar al incauto, ya que a ella no le importaba que fuera intelectual o almacenero el que ponía un pensamiento en la página en blanco.


Cuando iba a una tertulia literaria no tenía repugnancia de que todos, hasta los mismos transeúntes de las tertulias, que no habían ido sino a curiosear, pusiesen un pensamiento en el álbum. Era la pedigüeña de autógrafos, y a veces en el largo y tran­quilo viaje de un tranvía pedía un pensamiento y una firma a los que iban

Cuando la víctima sorprendida le preguntaba «¿qué pongo?», contestaba ella:

—¡Cualquier cosa!

A los pianistas les ponía el álbum sobre el teclado del piano, y ellos entonces no tenían más remedio que poner esa «cualquier cosa» que pedía ella, notas huidas del pentagrama.

Los autógrafos que más le gustaban eran los de los avia­dores o gente que fuese a volar, y era la visita asidua de los aeródromos, abriendo su álbum en cuanto ponían pie en tierra.

Tenía autógrafos de criminales, con la despedida antes de irse a las islas lejanas, y los tenía también de las grandes figu­ras financieras.

Que veía un sacerdote, pues en vez de besarle la mano, abría su álbum, y dándole una pluma estilográfica, siempre bien llena de tinta, le ponía a la firma el libro inútil, que ni inmortaliza ni paga los originales.

A veces, sin darse cuenta, volvía a pedir su autógrafo al que se lo había dado hacía tiempo, y entonces se azoraba y comenzaba a pedir disculpas a aquel con quien reincidía:

—¿Un autógrafo?

—No puedo porque soy analfabeto.

Tina, o la apasionada por los autógrafos, corría —¡cómo no!— a los barcos que llegaban y entonces hacía el recorrido total de la nave sacando firmas y suspiros como el de «¡Ya hemos llegado!» a todas las clases, desde los de primera, hasta los de la cala.

Hasta que un día se le ocurrió a Tina conseguir autógrafos de los animales del Zoológico.

Compró un álbum nuevo de tapas fuertes y se fue al parque con la intención de que los animales inscribieran su oculto pensamiento en las páginas impolutas.

Al ponerle a la llama el álbum a la vista, la llama la escupió y dejó el álbum hecho una lástima.

El antílope al reconocer que el álbum estaba encuadernado con su piel, se puso furioso.

Comprendió Tina que sólo los animales de garra podían estampar sus prestigiosas firmas en el álbum, y el león, que tanto se parece al profesor Einstein, aceptó gustoso el álbum, lo apoyó sobre los barrotes y empleó su rotunda escritura de Rey de la Selva, dejando sólo una ligera huella de sus agudas señas dactilográficas.

El leopardo también se prestó gustoso y por fin el chim­pancé, después de pensarlo mucho y de chupar un rato la pluma estilográfica, escrituró su luminoso pensamiento.

Marcel Berkowitz con locución de Manuel Marín Manzano

 




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“Marcel Berkowitz” de Pilar Adón forma parte del libro “El mes más cruel” editado por Impedimenta, 2010 y con locución de Manuel Marín Manzano



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VARCEL BERKOWITZ

Bajo unos arcos de piedra iluminados con la única .13 finalidad de crear en los clientes de las nutridas te­rrazas estivales la ilusión de que la luz, como la guerra, podía llegar a ser eterna, los muchachos advirtieron cómo Marcel Berkowitz saludaba con una mano al pro­fesor Lerrin, y cómo comentaba casi en un susurro que aquel infeliz que se acercaba a ellos y al que miraba sin dejar de sonreír estaba gastando toda su fortuna en el hipódromo, cuando podía haberla invertido en algún interminable viaje a Grecia con esa encantadora mujer, Isabella, que había ido a encontrar en un hotel de lujo. Lerrin avanzaba pausadamente hacia él, ajustándose los puños de la camisa limpia y seca que parecía haberse puesto en ese mismo instante. Poco después pasaba un largo brazo por la espalda de Marcel Berkowitz, y se asombraba de la agotadora ola de calor que venía inva­diendo la ciudad desde hacía tres semanas:

Agotadora, sin duda, amigo Lerrin —afirmaba Marcel.

—Deberías inventar algún artilugio capaz de salvar­nos de estos tormentos más propios de un infierno bí­blico. Mi pobre Isabella se derrite poco a poco, y tanto sofoco está consiguiendo apagar la belleza que tanto me cautivó al principio.

Marcel Berkowitz reía y negaba con la cabeza:

—No nos engañas. Ni a estos pobres estudiantes, que todavía no conocen el verdadero sentido de la pa­labra matrimonio, ni a mí. No nos engañas... Sabemos que Isabella podría tener un paño de llagas sobre la cara y aun así...

—Aun así seguiría siendo el mayor consuelo para mi marchito espíritu.

Marcel Berkowitz volvía a reír, y su amigo Lerrin puso las dos manos sobre el respaldo de su silla para dejar caer todo el peso de su cuerpo sobre aquel apoyo y comen­zar a respirar con dificultad. Parecía 

sentirse exhausto, triste y nervioso. Con ese nerviosismo que precede a las catástrofes y con esa tristeza impaciente que conduce a un estado de alarma insoportable y perpetua.

En una mesa próxima dos hombres jugaban al ajedrez y, un poco más allá, junto a la puerta de un ristorante muy pequeño y no demasiado limpio, cuatro o cinco puestos de fruta se protegían del sol del atardecer me­diante grandes toldos que a veces eran de rayas y a veces de un único color mate, generalmente oscuro. Bajo esos toldos se cobijaban el tendero y también los compradores que, después de sortear los montones de cajas apiladas alrededor de los puestos, después de haber esquivado un coche de color verde con matrícula de Roma E22116, las jardineras de piedra pletóricas de frondosas plantas de flores rojas, los contenedores de basura y alguna bicicle­ta, llegaban por fin a la báscula donde el tendero pesaba sus piezas de fruta en el interior de unas bolsas azules de plástico.

—¿Qué te ocurre, Lerrin?

Marcel Berkowitz no obtuvo respuesta, y continuó preguntando:

—¿Aún sigues encontrándote así? ¿Todavía no has aceptado que a la gente le encanta hablar y le encanta que alguien escuche? Lo último que debemos hacer, mi querido amigo, es plantearnos si los demás van a juzgar lo que hacemos y lo que no hacemos.

—Yo ya no me planteo nada... No... Es cierto. No estoy hablando en broma.

—¿La joven Isabella ha obrado el milagro de quitarte de encima la sombría carga de tener que pensar?

En cierto modo. Sí... Ya sabes que Isabella no puede comportarse como una persona normal. Es in­capaz de hacerlo. Y yo he de asumirlo. He dejado de hacer planes o de sugerir cualquier propósito común.

—¡Por Dios, Lerrin! ¿A ese extremo has llegado?

Nunca sabemos a qué extremos somos capaces de llegar.

No todo el mundo soportaría vivir así, como tú —dijo Marcel.

Tampoco sabemos en qué estado seremos capaces de vivir —casi repitió el profesor Lerrin.

No tanto, mi estimado profesor. No tanto... Es sólo cuestión de no ceder.

—¿No ceder? ¿No ceder...? —Lerrin se quedó mi­rando el perfil irónico de su amigo, y sonrió—: Siem­pre hay que ceder. Al menos ante una criatura como Isabella.

Pues entonces supongo que habrás de buscar una vía de escape. Algún alivio para esa dependencia.

Sí. Ciertamente... Creo que lo tengo. Es algo bási­co, pero creo que lo tengo. Aunque pueda parecerte ex­traño, conservo una maleta junto a la puerta de nuestro apartamento. Al principio, durante los primeros días, estaba allí porque no sabíamos dónde meterla. No había sitio en los armarios. Pero, ahora, esa maleta en el recibi­dor, justo al lado de la puerta de la calle, me parece algo simbólico. La maleta ya está allí, dispuesta y siempre visible... Para cuando ella decida prescindir de mí.

—Tanta rendición... Tanta sumisión no puede ser sincera.

—De todas formas —continuó el profesor—, no creo que pueda considerarme un hombre desafortuna­do. Ya sabes que he procurado toda mi vida no atarme a ningún lugar.

—A pesar de que ahora no puedas evitar estar atado a una persona.


Desde la terraza en que se había sentado Marcel Berkowitz se veían las contraventanas marrones, casi siempre abiertas, de un Forno del que, de vez en cuan­do, surgía un joven con una camiseta de tirantes y unos pantalones manchados de blanco para fumar un ci­garrillo. La delicadeza con que aquel chico bajaba los párpados sobre unos ojos insólitamente somnolientos, la prudencia con que estiraba la corta longitud de su cuello para expulsar el humo hacia arriba hacían que adquiriera una nobleza propia de los legítimos descen­dientes nos libros desperdigados sobre la mesa, y que parecía no desear alzar o girar la cabeza y correr el riesgo de encontrarse con una sonrisa cuyos propósitos podría desconocer. Parecía querer recuperar su acostumbrado y amable estado de ánimo, tal vez quebrado tras la breve intervención de su amigo Lerrin, y reconquistar cierta sensación de alivio al descubrir que las cosas seguían funcionando como debían.


Finalmente, uno de los estudiantes se atrevió a pre­ guntar:

-¿Comprender el significado de qué, señor Ber­ kowitz? ¿A qué se refiere?

Marcel Berkowitz cerró los ojos, y murmuró:

-El significado de la renuncia, querido niño. La tan penosa pero balsámica renuncia a la propia dicha...

A lo lejos, el profesor Lerrin estaba a punto de inter­ narse en un pasadizo mal ventilado y cubierto por un techo viejo y lleno de goteras, que daba a una galería de arte. Con las manos escondidas en los bolsillos del pantalón, el profesor Lerrin desaparecería por completo de la vista de Marcel Berkowitz sin volver la mirada ha­ cia él. Entraría en aquel pasillo estrecho cuyas paredes presentaban una extraña e interesante forma, y después se dejaría atrapar por el orden pulcro y hermético de la galería de arte, con la obvia intención de perderse en su interior y poder olvidarse así de las palabras ingeniosas y de los comportamientos ejemplares.



Trabajé en el jardín esmeralda. El sol me invadió los ojos.

¿Y si fuera necesario para volar

imitar el mimoso movimiento de los pájaros? Recurrir a un elemento más ligero que el aire. El humo.

El amor de D Perlimplin y Belisa en su jardín con locución del Club de Lectura 'La madriguera' del IES Príncipe de Asturias

 


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"El amor de D Perlimplin y Belisa en su jardín ", de Federico García Lorca, con locución del Club de Lectura “La madriguera” del IES Príncipe de Asturias


Club de Lectura "La madriguera"

Nirmin Amiri, Warda Arbouch, Sebastián Ezequiel García Torrealba, Matteo Lario Tudela, Assiya Mahfoud, Ana Belén Mellour, Ashley Ruiz Anaguaña, Jesús Sibide Bron, Amina Tunnesi, Doaa Bak, Marwa Lahlou y Malak Daki.



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EL AMOR DE DON PERLIMPLÍN CON BELISA EN SU JARDÍN / Federico García Lorca

Cuadro I

 

 Sala de DON PERLIMPLÍN. En el centro hay una gran cama de dosel y penachos de plumas. En las paredes hay seis puertas. La primera de la derecha sirve de entrada y salida a DON PERLIMPLÍN. Es la primera noche de casados.

 

 

 

 

MARCOLFA, con un candelabro en la mano, en la primera de la izquierda.

 

 

MARCOLFA.-  Buenas noches.

VOZ DE BELISA.-   (Dentro.) Adiós, Marcolfa.

 

 

(Sale PERLIMPLÍN, vestido magníficamente.)

 

 

MARCOLFA.-  Buena noche de boda tenga mi señor.

PERLIMPLÍN.-  Adiós, Marcolfa.  

(Sale MARCOLFAPERLIMPLÍN se dirige de puntillas a la habitación de enfrente y mira desde la puerta.)

  Belisa, con tantos encajes pareces una ola y me das el mismo miedo que de niño tuve al mar. Desde que tú viniste de la iglesia está mi casa llena de rumores secretos, y el agua se entibia ella sola en los vasos. ¡Ay! Perlimplín... ¿Dónde estás, Perlimplín?  (Sale de puntillas.) 

 

 

(Aparece BELISA, vestida con un gran traje de dormir lleno de encajes. Una cofia inmensa le cubre la cabeza y lanza una cascada de puntillas y entredoses hasta sus pies. Lleva el pelo suelto y los brazos desnudos.)

 

 

BELISA.-  La criada perfumó esta habitación con tomillo y no con menta, como yo la indiqué...  (Va hacia el lecho.)  Ni puso en la cama las finas ropas de hilo que tiene Marcolfa...  

(En este momento suena una música suave de guitarras. BELISA cruza las manos sobre el pecho.)

  ¡Ay! El que me busque con ardor me encontrará. Mi sed no se apaga nunca, como nunca se apaga la sed de los mascarones que echan el agua en las fuentes.  

(Sigue la música.)

  ¡Ay, qué música, Dios mío! ¡Qué música! ¡Como el plumón caliente de los cisnes!... ¡Ay!, ¿soy yo? ¿O es la música? (Se echa sobre los hombros una gran capa de terciopelo rojo y pasea por la estancia.) 

 

 

(Calla la música y se oyen cinco silbidos.)

 

 

BELISA.-  ¡Son cinco!

 

 

(Aparece PERLIMPLÍN.)

 

 

PERLIMPLÍN.-  ¿Te molesto?

BELISA.-  ¿Cómo es posible?

PERLIMPLÍN.-  ¿Tienes sueño?

BELISA.-   (Irónica.) ¿Sueño?

PERLIMPLÍN.-  La noche se ha puesto un poco fría.  (Se frota las manos.) 

 

 

(Pausa.)

 

 

BELISA.-   (Decidida.)  Perlimplín.

PERLIMPLÍN.-   (Temblando.) ¿Qué quieres?

BELISA.-   (Vaga.) Es un bonito nombre Perlimplín.

PERLIMPLÍN.-  Más bonito es el tuyo, Belisa.

BELISA.-   (Riendo.) ¡Oh! ¡Gracias!

 

 

(Pausa corta.)

 

 

PERLIMPLÍN.-  Yo quería decirte una cosa.

BELISA.-  ¿Y es?

PERLIMPLÍN.-  He tardado en decidirme... Pero...

BELISA.-  Di.

PERLIMPLÍN.-  Belisa... ¡yo te amo!

BELISA.-  ¡Oh, caballerito!..., ésa es tu obligación.

PERLIMPLÍN.-  ¿Sí?

BELISA.-  Sí.

PERLIMPLÍN.-  ¿Pero por qué sí?

BELISA.-   (Mimosa.) Pues porque sí.

PERLIMPLÍN.-  No.

BELISA.-  ¡Perlimplín!

PERLIMPLÍN.-  No, Belisa; antes de casarme contigo yo no te quería.

BELISA.-    (Guasona.) ¿Qué dices?

PERLIMPLÍN.-  Me casé... por lo que fuera, pero no te quería. Yo no había podido imaginarme tu cuerpo hasta que lo vi por el ojo de la cerradura cuando te vestías de novia. Y entonces fue cuando sentí el amor. ¡Entonces! Como un hondo corte de lanceta en mi garganta.

BELISA.-    (Intrigada.) Pero ¿y las otras mujeres?

PERLIMPLÍN.-  ¿Qué mujeres?

BELISA.-  Las que tú conociste antes.

PERLIMPLÍN.-  Pero ¿hay otras mujeres?

BELISA.-   (Levantándose.) ¡Me estás asombrando!

PERLIMPLÍN.-  El primer asombrado soy yo.  

(Pausa. Se oyen los cinco silbidos.)

  ¿Qué es eso?

BELISA.-  El reloj.

PERLIMPLÍN.-  ¿Son las cinco?

BELISA.-  Hora de dormir.

PERLIMPLÍN.-  ¿Me das permiso para quitarme la casaca?

BELISA.-  Desde luego,  (Bostezando.)  maridito. Y apaga la luz, si te place.

PERLIMPLÍN.-   (Apaga la luz; en voz baja.)  Belisa.

BELISA.-   (En voz alta.)  ¿Qué, hijito?

PERLIMPLÍN.-   (En voz baja.)  He apagado la luz.

BELISA.-   (Guasona.) Ya lo veo.

PERLIMPLÍN.-   (En voz mucho más baja.) Belisa...

BELISA.-   (En voz alta.) ¿Qué, encanto?

PERLIMPLÍN.-  ¡Te adoro!

 

 

(Se oyen más fuertes los cinco silbidos y destapa la cama. Dos DUENDES, saliendo por los lados opuestos del escenario, corren una cortina de tonos grises. Queda el teatro en penumbra. Con dulce tono de sueño, suenan flautas. Deben ser dos niños. Se sientan en la concha del apuntador, cara al público.)

 

 

DUENDE 1.º.-  Y ¿cómo te va por lo oscurillo?

DUENDE 2.º.-  Ni bien ni mal, compadrillo.

DUENDE 1.º.-  Ya estamos.

DUENDE 2.º.-  ¿Y qué te parece? Siempre es bonito tapar las faltas ajenas.

DUENDE 1.º.-  Y que luego el público se encargue de destaparlas.

DUENDE 2.º.-  Porque si las cosas no se cubren con toda clase de precauciones...

DUENDE 1.º.-  No se descubren nunca.

DUENDE 2.º.-  Y sin este tapar y destapar...

DUENDE 1.º.-  ¿Qué sería de las pobres gentes?

DUENDE 2.º.-   (Mirando la cortina.) Que no quede ni una rendija.

DUENDE 1.º.-  Que las rendijas de ahora son oscuridad mañana.

 

 

(Ríen.)

 

 

DUENDE 2.º.-  Cuando las cosas están claras...

DUENDE 1.º.-  El hombre se figura que no tiene necesidad de descubrirlas...

DUENDE 2.º.-  Y se va a las cosas turbias para descubrir en ellas secretos que ya sabía.

DUENDE 1.º.-  Pero para eso estamos nosotros aquí. ¡Los duendes!

DUENDE 2.º.-  ¿Tú conocías a Perlimplín?

DUENDE 1.º.-  Desde niño.

DUENDE 2.º.-  ¿Y a Belisa?

DUENDE 1.º.-  Mucho. Su habitación exhalaba un perfume tan intenso, que una vez me quedé dormido y desperté entre las garras de sus gatos.

 

 

(Ríen.)

 

 

DUENDE 2.º.-  Este asunto estaba...

DUENDE 1.º.-  ¡Clarísimo!

DUENDE 2.º.-  Todo el mundo se lo imaginaba.

DUENDE 1.º.-  Y el comentario huiría hacia medios más misteriosos.

DUENDE 2.º.-  Por eso, que no se descorra todavía nuestra eficaz y socialísima pantalla.

DUENDE 1.º.-  No, que no se enteren.

DUENDE 2.º.-  El alma de Perlimplín, chica y asustada como un patito recién nacido, se enriquece y sublima en estos instantes.

 

 

(Ríen.)

 

 

DUENDE 1.º.-  El público está impaciente.

DUENDE 2.º.-  Y tiene razón. ¿Vamos?

DUENDE 1.º.-  Vamos. Ya siento un dulce fresquillo por mis espaldas.

DUENDE 2.º.-  Cinco frías camelias de madrugada se han abierto en las paredes de la alcoba.

DUENDE 1.º.-  Cinco balcones sobre la ciudad.

 

 

(Se levantan y se echan unas grandes capuchas azules.)