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sábado, 3 de marzo de 2018

Fruta del tiempo con locución de Alicia López Portillo

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SOBRE IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN



Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) es autor de más de quince libros, entre los que destacan, El día de mañana (2011; Premio de la Crítica, Premio Ciutat de Barcelona, Premio de las Letras Aragonesas, Premio Hislibris), La buena reputación (2014; Premio Nacional de Narrativa, Premio Cálamo al Libro del Año) y Derecho natural (2017). También ha publicado el ensayo Enterrar a los muertos (2005) y el libro de relatos Aeropuerto de Funchal (2009).






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“Fruta del tiempo”, de Ignacio Martinez de Pisón, incluido en el libro “Mar de Pirañas”, editado por Menos Cuarto ediciones en Palencia, el año 2012, con locución de Alicia López Portillo, y música basada en “preludio de la gota de agua” de Chopin.

LEE EL TEXTO


IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN 

Fruta del tiempo 

Nuestro perro se llamaba Galo porque lo habíamos 
encontrado en el interior de un coche francés abandona- 
do. Era, como suele decirse, un chucho de raza indefinida 
pero tenía la estampa altiva de un verdadero pointer. A 
mí, de hecho, no me extrañaría que por sus venas corrie- 
ra sangre de perro cazador, ya que nunca parecía divertir- 
se tanto como cuando perseguía liebres y conejos y cuan- 
do hozaba en las bocas de las madrigueras. Mi hermana 
Inés y yo le dejábamos hacer, y luego le pasábamos un 
cepillo por el pelo castaño oscuro para limpiárselo de tie- 
rra y de tallitos secos. 
Aquella mañana, unas briznas de hierba se le habían 
adherido con tal fuerza en la piel que no había manera de 
desprendérselas. «No te esfuerces, es inútil», dijo Inés, 
pero yo la llamé estúpida y la mandé callar. Ella entonces 
me quitó el cepillo e insistió: «Mírame el pelo y sabrás a 
qué me refiero». La miré. Mi hermana siempre había sido 
muy coqueta, y aquel día había adornado su melena rubia 
con tréboles y margaritas. «Hace ya una semana que me 
ocurre. Hoy estamos de suerte porque me ha salido un 
trébol de cuatro hojas detrás de la oreja», comentó son- 
riendo. Yo volví a insultada y le di un empujón que la hizo 
caer sobre Galo. 
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Durante la comida la acusé. La comida era el único 
acto diario en el que coincidíamos todos, pequeños y 
mayores. Sintiendo cómo renacía en mí el enojo de unas 
horas antes, dije: «Ya está bien. Tenéis que hacerle com- 
prender a Inés que una cosa es la realidad y otra la fanta- 
sía. Ahora le ha dado por creer que a Galo y a ella les sale 
hierba en el pelo. Como siga así, se va a volver loca». 
Yo esperaba que reaccionaran asintiendo con la cabe- 
za y diciéndole a mi hermana algo así como: «Parece men- 
lira que tú seas la mayor». Lo que hicieron fue, sin embar- 
go, muy diferente. Mi padre me acercó la bandejita con 
cerezas que había en el centro de la mesa y preguntó: «A ti 
siempre te han gustado las cerezas. ¿Tendrás bastante con 
cstas?». Yo no supe qué contestar y la tía Amalia, que pasa- 
ba los veranos con nosotros, ladeó la cabeza y, con el 
mismo gesto con que las mujeres se quitan los pendientes, 
se llevó la mano al cabello ensortijado para sacar de él un 
par de cerezas, luego otro, finalmente tres o cuatro más. 
«Cosecha propia», dijo, y todos se echaron a reír. 
Si entonces no comentamos nada de esto en el pue- 
blo fue un poco por prudencia y otro poco por egoísmo. 
Por prudencia, porque los mozos del pueblo eran unos 
brutos y a nadie le gusta que le tiren del pelo. Por egoís- 
mo, porque aquel año había granizado bastante y el pre- 
cio de la fruta estaba muy alto. Mi hermana surtió de fre- 
sas nuestra despensa, mi madre de higos y mi padre de 
peras. La sirvienta, como era murciana, nos proporcionó 
melocotones. Yo mismo produje unas cuantas docenas de 
ciruelas verdes, aunque demasiado ácidas para el gusto de 
lodoso Cuando salíamos al campo, ocultábamos nuestro 
secreto bajo unos grandes sombreros de paja, y los paísa- 
nos nos preguntaban si nos habíamos metido en alguna 
secta extraña. 
Llegó septiembre y nuestro pelo volvió a ser el de 
siempre. Guardamos los sombreros en un arcón, satisfe- 
chos de que nadie hubiera sospechado nada. El único que 
lo pasó mal fue Galo, el pobre. Lo tuvimos todo el tiempo 
encerrado en una habitación en la que nunca daba el sol. 
Sus racimos de uvas se fueron poco a poco pudriendo y a 
mediados de mes mi padre tuvo que sacrificarlo. 

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