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Poeta español, José de Espronceda está considerado como uno de los más importantes autores del romanticismo español.
Espronceda se formó Madrid y viajó por Europa, sobre todo Alemania, Francia e Inglaterra, y fue muy activo políticamente apoyando la causa liberal y formando parte de las revueltas burguesas comunes en el siglo XIX, algo que provocó su exilio hasta la amnistía de 1833.
En su carrera política, Espronceda llegó a ser parlamentario por el Partido Progresista en 1842.
Es en este periodo en España que Espronceda terminó sus obras más conocidas, de gran influencia byroniana, como son El estudiante de Salamanca (1837) y un buen número de poemas cortos, o canciones, de entre la que habría que destacar la Canción del pirata o El verdugo.
Espronceda murió en 1842 a causa de la difteria, dejando inacabada su obra El Diablo Mundo.
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"La pata de palo", escrito por José de Espronceda, incluido en el libro "cuentos del siglo XIX" , edición José María Carandell, Barcelona, "La Gaya Ciencia" , 1978, con locución de Paqui Ortega, y música basada en "Humoresque nº 7" y "Rondo para cello y orquesta op.94" de Antonin Dvorák
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Voy a contar el caso más espantable y prodigioso que buenamente imaginarse puede, caso que hará erizar el cabello, horripilarse las carnes, pasmar el ánimo y acobardar el corazón más intrépido, mientras dure su memoria entre los hombres y pase de generación en generación su fama con la eterna desgracia del infeliz a quien cupo tan mala y desventurada suerte. ¡Oh cojos!, escarmentad en pierna ajena y leed con atención esta historia, que tiene tanto de cierta como de lastimosa; con vosotros hablo, y mejor diré con todos, puesto que no hay en el mundo nadie, a no carecer de piernas, que no se halle expuesto a perderlas. Érase que en Londres vivían, no a medio siglo, un comerciante y un artífice de piernas de palo, famosos ambos: el primero, por sus riquezas, y el segundo, por su rara habilidad en su oficio. Y basta decir que ésta era tal, que aun los de piernas más ágiles y ligeras envidiaban las que solía hacer de madera, hasta el punto de haberse de moda las piernas de palo, con grave perjuicio de las naturales. Acertó en este tiempo nuestro comerciante a romperse una de las suyas, con tal perfección, que los cirujanos no hallaron otro remedio más que cortársela, y aunque el dolor de la operación le tuvo a pique de expirar, luego que se encontró sin pierna, no dejó de alegrarse pensando en el artífice, que con una de palo le habría de librar para siempre de semejantes percances. Mandó a llamar a Mr. Wood al momento (que éste era el nombre del estupendo maestro pernero), y como suele decirse, no se le cocía el pan, imaginándose ya con su bien arreglada y prodigiosa pierna, que, aunque hombre grave, gordo y con más de cuarenta años, el deseo de experimentar en si mismo la habilidad del artífice, le tenía fuera de sus casillas. No se hizo esperar mucho tiempo, que era el comerciante rico y gozaba renombre de generoso. —Mr. Wood —le dijo—, felizmente necesito de su habilidad de usted. —Mis piernas —repuso Wood—, están a disposición de quien quiera servirse de ellas. —Mil gracias; pero no son las piernas de usted, sino una de palo lo que necesito. —Las de ese género ofrezco yo —replicó el artífice— que las mías, aunque son de carne y hueso, no dejan de hacerme falta. —Por cierto que es raro que un hombre como usted que sabe hacer piernas que no hay más que pedir, use todavía las mismas con que nació. —En eso hay mocho que hablar; pero al grano: usted necesita una pierna de palo, ¿no es eso? —Cabalmente —replicó el acaudalado comerciante—; pero no vaya usted a creer que se trata de una cosa cualquiera, sino que es menester que sea una obra maestra, un milagro del arte.
—Un milagro del arte, ¡eh! —repitió Mr. Wood. —Si, señor, una pierna maravillosa cueste lo que costare. —Estoy en ello; una pierna que supla en un todo la que usted ha perdido. —No, señor; es preciso que sea mejor todavía. —Muy bien. —Que encaje bien, que no pese nada, ni tenga yo que llevarla a ella, sino que ella me lleve a mí. —Será usted servido. —En una palabra, quiero una pierna…, vamos, ya que estoy en el caso de elegirla, una pierna que ande sola. —Como usted guste. —Conque ya está usted enterado. —De aquí a dos días —respondió el pernero—, tendrá usted la pierna en casa, y prometo a usted que quedará complacido. Dicho esto se despidieron, y el comerciante quedó entregado a mil sabrosas y lisonjeras esperanzas, pensando que de allí a tres días se vería provisto de la mejor pierna de palo que hubiera en todo el reino unido de la Gran Bretaña. Entretanto, nuestro ingenioso artífice se ocupaba ya en la construcción de su máquina con tanto empeño y acierto, que de allí a tres días, como había ofrecido, estaba acabada su obra, satisfecho sobremanera de su adelantado ingenio. Era una mañana de Mayo y empezaba a rayar el día feliz en que habían de cumplirse las mágicas ilusiones del despernado comerciante, que yacía en la cama muy ajeno a la desventura que le aguardaba. Faltábale tiempo ya para calzarse la prestada pierna, y cada golpe que sonaba a la puerta de la casa retumbaba en su corazón. “Ese será”, se decía a sí mismo; pero en vano, porque antes que su pierna llegaron la lechera, el cartero, el carnicero, un amigo suyo y otros mil personajes insignificantes, creciendo por instantes la impaciencia y ansiedad de nuestro héroe, bien así como el que espera un frac nuevo para ir a una cita amorosa y tiene al sastre por embustero. Pero nuestro artífice cumplía mejor sus palabras, y ¡ojalá que no la hubiese cumplido entonces! Llamaron, en fin, a la puerta, y a poco rato entró en la alcoba del comerciante un oficial de la tienda con una pierna de palo en la mano, que no parecía sino que se le iba a escapar. —Gracias a Dios —exclamó el banquero—, veamos esa maravilla del mundo. —Aquí la tiene usted —replicó el oficial—, y crea usted que mejor pierna no la ha hecho mi amo en su vida. —Ahora veremos. Y enderezándose en la cama, pidió de vestir, y luego que se mudó la ropa interior, mandó al oficial de piernas que le acercase la suya de palo para probársela. Pero aquí entra la parte más lastimosa. No bien se la colocó y se puso en pie, cuando sin que fuerzas humanas fuesen bastantes para detenerla, echó a andar la pierna de por sí sola con tal seguridad y rapidez tan prodigiosa, que, a su despecho, hubo que seguirla el obeso cuerpo del comerciante. En vano fueron las voces que éste daba llamando a sus criados para que le detuvieran. Desgraciadamente, la puerta estaba abierta, y cuando ellos llegaron, ya estaba el pobre hombre en la calle. Luego que se vio en ella, ya fue imposible contener su ímpetu. No andaba, volaba; parecía que iba arrebatado por un torbellino, que iba impelido de un huracán. En vano era echar atrás el cuerpo, dar voces que le socorriesen y detuvieran, que ya temía estrellarse contra alguna tapia, el cuerpo seguía a remolque el impulso de la alborotada pierna; si se esforzaba a cogerse a alguna parte, corría peligro de dejarse allí el brazo, y cuando las gentes acudían a sus gritos, ya el malhadado banquero había desaparecido. Tal era la violencia y rebeldía del postizo miembro. Y era lo mejor, que se encontraba a algunos amigos que le llamaban y aconsejaban que se parara, lo que era para él lo mismo que tocar con la mano el cielo. —Un hombre tan formal como usted —le gritaba uno— en consolcillos y a escape por esas calles, ¡eh!, ¡eh! Y el hombre maldiciendo y jurando y haciendo señas con la mano de que no podía absolutamente pararse. Cuál le tomaba por loco, otro intentaba detenerle poniéndose delante y caía atropellado por la furiosa pierna, lo que valía al desdichado andarín mil injurias y picardías. El pobre lloraba; en fin, desesperado y aburrido se le ocurrió la idea de ir a la casa del maldito fabricante de piernas que tal le había puesto. Llegó, llamó a la puerta al pasar; pero ya había traspuesto la calle cuando el maestro se asomó a ver quién era. Sólo pudo divisar a lo lejos un hombre arrebatado en alas del huracán que con la mano se las juraba. En resolución, al caer la tarde, el apresurado varón notó que la pierna, lejos de aflojar, aumentaba en velocidad por instantes. Salió al campo, y casi exánime y jadeando, acertó a tomar un camino que llevaba a una quinta de una tía suya que allí vivía. Estaba aquella respetable señora, con más de setenta años encima, tomando un té junto a la ventana del parlour y como vio a su sobrino venir tan chusco y regocijado corriendo hacia ella, empezó a sospechar si habría llegado a perder el seso, y mucho más al verle tan deshonestamente vestido. Al pasar el desventurado cerca de sus ventanas, le llamó y, muy seria, empezó a echarle una exhortación muy grave acerca de lo ajeno que era en un hombre de su carácter andar de aquella manera. —¡Tía!, ¡tía! ¡También usted! —respondió con lamentos su sobrino perniligero. No se le volvió a ver más desde entonces, y muchos creyeron que se había ahogado en el canal de la Mancha al salir de la isla. Hace, no obstante, algunos años que unos viajeros recién llegados de América afirmaron haberle visto atravesar los bosques del Canadá con la rapidez de un relámpago. Y poco hace se vio un esqueleto desarmado vagando por las cumbres del Pirineos, con notable espanto de los vecinos de la comarca, sostenido por una pierna de palo. Y así continúa dando la vuelta al mundo con increíble presteza, la prodigiosa pierna, sin haber perdido aún nada de su primer arranque, furibunda velocidad y movimiento perpetuo.
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