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LÉE EL RELATO
Al cruzar la calle me tomó de la mano y sentí la humedad de su palma.
—Quiero jugar un rato en el parque.
—No, ya es muy tarde. Tenemos que regresar: tu mamá nos espera. Ves, ya no hay nadie. Todos los niños están dormidos.
Cambió la señal. Los vehículos se precipitaron. Corrimos para alcanzar la acera de enfrente. El olor a combustible quemado se disolvió en la frescura de la hierba y las frondas. Los restos de la lluvia se evaporaban o eran absorbidos por tallos, hojas, raíces, nervaduras.
—¿Van a salir hongos?
—Sí, creo que sí.
—¿Cuándo?
—Bueno, me imagino que ya para mañana habrán salido.
—¿Me traes a verlos?
—Sí, pero tienes que acostarte pronto para que te levantes muy temprano.
Caminaba demasiado rápido y la niña tenía que apresurarse para marchar a mi paso.
Se detuvo, alzó los ojos, me miró para cobrar aliento y un tanto avergonzada preguntó:
—Papi: ¿existen los enanitos?
—Bueno, existen en los cuentos.
—¿Y las brujas?
—También, pero sólo en los cuentos.
—No es cierto.
—¿Por qué?
—Yo he visto brujas en la tele, y me dan mucho miedo.
—No tengas miedo. La televisión pasa cuentos —en que salen las brujas— para divertir a los niños, no para que se asusten.
—Ah, entonces todo lo que pasan en la tele son cuentos.
—No, no todo. Es decir... cómo explicarte. No entenderías.
Oscureció. Un firmamento cárdeno surcado de nubes plomizas. En los botes de basura comenzaba la putrefacción de los desechos dominicales -periódicos, latas de cerveza, envolturas de sandwiches. Bajo el rumor lejano del tránsito se escuchaban caer en la hierba gotas de lluvia escurridas de troncos y hojas. El sendero atravesaba un claro entre dos arboledas. En ese momento llegaron hasta mí los gritos: diez o doce niños habían cercado a otro. De espaldas contra un árbol los miraba con temor pero no gritaba para pedir auxilio o piedad.
Mi hija volvió a tomarme de la mano:
—¿Qué están haciendo?
—No sé: peleando. Vámonos de aquí. Ándale, apúrate.
La frágil presión de sus dedos fue como un reproche. Se había dado cuenta: yo era responsable ante ella. Y a la vez mi hija representaba una coartada, una defensa contra el miedo y el exceso de culpa.
Quedamos inmóviles. Alcancé a ver el rostro —la piel oscura enrojecida por las manos blancas— del que era golpeado alegremente entre todos. Grité que se detuvieran. Sólo uno se volvió a mirarme e hizo un gesto de amenaza y desdén. La niña contemplaba todo aquello sin parpadear. El muchacho cayó y en tierra fue pateado. Alguien lo puso en pie y los demás lo abofetearon de nuevo. No me atreví a moverme. Quise pensar que si no intervenía era por proteger a mi hija, por la conciencia de que yo nada podía hacer contra los doce.
—Papi, diles que no hagan eso, regáñalos.
—No te muevas: espérame aquí.
Antes que terminara de hablar los otros se alejaron a todo correr, dispersándose. Me sentí obscenamente libre. Tuve la cobarde esperanza de que la niña pudiera imaginar que huían de mí. Nos acercamos. El chico se incorporó pesadamente. Sangraba por la boca y la nariz.
—Permítame ayudarle, lo llevaré...
Me vio sin responder. Se limpió la sangre con los puños de la camisa a cuadros. Le ofrecí un pañuelo. Ni siquiera una negativa: el desprecio en sus ojos. Algo -un horror indefinible- en la mirada de la niña. En ambos un aura de estafa, un dolerse por la traición.
Nos volvió la espalda. Caminaba arrastrando los pies. Por un instante creía que se desplomaría. Siguió hasta perderse entre los árboles. Silencio.
—Vamos, vámonos ya.
—¿Por qué le hicieron eso si él no les estaba haciendo nada?
—Porque se pelearon, no sé.
—Pero ellos eran muchos.
—Sí, sí.
—Son malos porque le pegaron ¿verdad?
—Claro que sí: eso no debe hacerse.
El parque parecía interminable. Nunca íbamos a alcanzar el autobús. Nunca regresaríamos a la casa. Nunca terminaría de hacerme preguntas ni yo de darle las mismas respuestas que seguramente me dieron a su edad.
—Entonces él es bueno.
—¿Quién?
—El niño al que le sacaron sangre los otros.
—Sí, es decir, no sé.
—¿O es malo también?
—No, no: los malos son los otros por lo que estaban haciendo.
Al fin encontramos un policía. Le conté lo que acababa de presenciar.
—Es irremediable. Pasa todas las noches. Usted hizo muy bien en no meterse. Son peligrosos. Siempre andan armados. Dicen que el parque es sólo para blancos y cualquier cochino negro que ponga aquí las patas sufrirá las consecuencias.
—Pero no hay derecho, eso no puede hacerse.
—¿Lo dice en serio? Así habla la gente del barrio. Pero cuando llega el momento no acepta negros en sus casas ni deja que se sienten en sus bares.
Hizo un gesto afectuoso para la niña y siguió su camino. Comprendí qué términos tan gastados como “la indiferencia del mundo” no estaban ciertamente vacíos. Tres seres -la víctima, mi hija, yo mismo- acabábamos de ser afectados en forma radical por algo que no parecía importarle a nadie más.
Sentí frío, cansancio, ganas de cerrar los ojos. Llegamos a los límites del parque. Tres muchachos negros se cruzaron con nosotros. Nadie me había mirado en esa forma. Vi las navajas de resorte y pensé que iban a echarse sobre nosotros. Siguieron de largo y se internaron en la arboleda.
—Papi ¿qué van a hacer?
—A no dejar que les pase lo mismo que al otro.
—Pero ¿por qué siempre tienen que estar peleando?
—No te puedo explicar, es muy difícil, no entenderías.
Me puse en cuclillas para abotonarle el abrigo. La estreché levemente, con ternura y con miedo. Nos envolvía la humedad de los árboles. El parque avanzaba sobre la ciudad y todo iba a ser de nuevo —o abiertamente— selva.
Al cruzar la calle me tomó de la mano y sentí la humedad de su palma.
—Quiero jugar un rato en el parque.
—No, ya es muy tarde. Tenemos que regresar: tu mamá nos espera. Ves, ya no hay nadie. Todos los niños están dormidos.
Cambió la señal. Los vehículos se precipitaron. Corrimos para alcanzar la acera de enfrente. El olor a combustible quemado se disolvió en la frescura de la hierba y las frondas. Los restos de la lluvia se evaporaban o eran absorbidos por tallos, hojas, raíces, nervaduras.
—¿Van a salir hongos?
—Sí, creo que sí.
—¿Cuándo?
—Bueno, me imagino que ya para mañana habrán salido.
—¿Me traes a verlos?
—Sí, pero tienes que acostarte pronto para que te levantes muy temprano.
Caminaba demasiado rápido y la niña tenía que apresurarse para marchar a mi paso.
Se detuvo, alzó los ojos, me miró para cobrar aliento y un tanto avergonzada preguntó:
—Papi: ¿existen los enanitos?
—Bueno, existen en los cuentos.
—¿Y las brujas?
—También, pero sólo en los cuentos.
—No es cierto.
—¿Por qué?
—Yo he visto brujas en la tele, y me dan mucho miedo.
—No tengas miedo. La televisión pasa cuentos —en que salen las brujas— para divertir a los niños, no para que se asusten.
—Ah, entonces todo lo que pasan en la tele son cuentos.
—No, no todo. Es decir... cómo explicarte. No entenderías.
Oscureció. Un firmamento cárdeno surcado de nubes plomizas. En los botes de basura comenzaba la putrefacción de los desechos dominicales -periódicos, latas de cerveza, envolturas de sandwiches. Bajo el rumor lejano del tránsito se escuchaban caer en la hierba gotas de lluvia escurridas de troncos y hojas. El sendero atravesaba un claro entre dos arboledas. En ese momento llegaron hasta mí los gritos: diez o doce niños habían cercado a otro. De espaldas contra un árbol los miraba con temor pero no gritaba para pedir auxilio o piedad.
Mi hija volvió a tomarme de la mano:
—¿Qué están haciendo?
—No sé: peleando. Vámonos de aquí. Ándale, apúrate.
La frágil presión de sus dedos fue como un reproche. Se había dado cuenta: yo era responsable ante ella. Y a la vez mi hija representaba una coartada, una defensa contra el miedo y el exceso de culpa.
Quedamos inmóviles. Alcancé a ver el rostro —la piel oscura enrojecida por las manos blancas— del que era golpeado alegremente entre todos. Grité que se detuvieran. Sólo uno se volvió a mirarme e hizo un gesto de amenaza y desdén. La niña contemplaba todo aquello sin parpadear. El muchacho cayó y en tierra fue pateado. Alguien lo puso en pie y los demás lo abofetearon de nuevo. No me atreví a moverme. Quise pensar que si no intervenía era por proteger a mi hija, por la conciencia de que yo nada podía hacer contra los doce.
—Papi, diles que no hagan eso, regáñalos.
—No te muevas: espérame aquí.
Antes que terminara de hablar los otros se alejaron a todo correr, dispersándose. Me sentí obscenamente libre. Tuve la cobarde esperanza de que la niña pudiera imaginar que huían de mí. Nos acercamos. El chico se incorporó pesadamente. Sangraba por la boca y la nariz.
—Permítame ayudarle, lo llevaré...
Me vio sin responder. Se limpió la sangre con los puños de la camisa a cuadros. Le ofrecí un pañuelo. Ni siquiera una negativa: el desprecio en sus ojos. Algo -un horror indefinible- en la mirada de la niña. En ambos un aura de estafa, un dolerse por la traición.
Nos volvió la espalda. Caminaba arrastrando los pies. Por un instante creía que se desplomaría. Siguió hasta perderse entre los árboles. Silencio.
—Vamos, vámonos ya.
—¿Por qué le hicieron eso si él no les estaba haciendo nada?
—Porque se pelearon, no sé.
—Pero ellos eran muchos.
—Sí, sí.
—Son malos porque le pegaron ¿verdad?
—Claro que sí: eso no debe hacerse.
El parque parecía interminable. Nunca íbamos a alcanzar el autobús. Nunca regresaríamos a la casa. Nunca terminaría de hacerme preguntas ni yo de darle las mismas respuestas que seguramente me dieron a su edad.
—Entonces él es bueno.
—¿Quién?
—El niño al que le sacaron sangre los otros.
—Sí, es decir, no sé.
—¿O es malo también?
—No, no: los malos son los otros por lo que estaban haciendo.
Al fin encontramos un policía. Le conté lo que acababa de presenciar.
—Es irremediable. Pasa todas las noches. Usted hizo muy bien en no meterse. Son peligrosos. Siempre andan armados. Dicen que el parque es sólo para blancos y cualquier cochino negro que ponga aquí las patas sufrirá las consecuencias.
—Pero no hay derecho, eso no puede hacerse.
—¿Lo dice en serio? Así habla la gente del barrio. Pero cuando llega el momento no acepta negros en sus casas ni deja que se sienten en sus bares.
Hizo un gesto afectuoso para la niña y siguió su camino. Comprendí qué términos tan gastados como “la indiferencia del mundo” no estaban ciertamente vacíos. Tres seres -la víctima, mi hija, yo mismo- acabábamos de ser afectados en forma radical por algo que no parecía importarle a nadie más.
Sentí frío, cansancio, ganas de cerrar los ojos. Llegamos a los límites del parque. Tres muchachos negros se cruzaron con nosotros. Nadie me había mirado en esa forma. Vi las navajas de resorte y pensé que iban a echarse sobre nosotros. Siguieron de largo y se internaron en la arboleda.
—Papi ¿qué van a hacer?
—A no dejar que les pase lo mismo que al otro.
—Pero ¿por qué siempre tienen que estar peleando?
—No te puedo explicar, es muy difícil, no entenderías.
Me puse en cuclillas para abotonarle el abrigo. La estreché levemente, con ternura y con miedo. Nos envolvía la humedad de los árboles. El parque avanzaba sobre la ciudad y todo iba a ser de nuevo —o abiertamente— selva.
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“No entenderías”, cuento escrito por José Emilio Pacheco, contenido en el libro “El principio del placer y otros cuentos", con locución de Susana de Torres Mora, y música basada en “Longtime” de Reman, descargada de Jamendo
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