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Luis Martínez Reche |
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Carta de un octogenario (I)
Rebasados los ochenta, el anciano reflexiona en voz alta. La habitación en semi penumbra una tarde de verano es testigo mudo de los pensamientos que acuden a su mente. Los ojos acuosos y la voz débil es acompañada de un gesto significativo de la mano apuntala lo que cuenta: “Mi mujer murió cuando más falta nos hacíamos. Cuando llegados a esa edad donde los hijos ya vuelan solos y no es necesaria nuestra tutela, podíamos haber disfrutado de otra etapa de la vida, más sosegada, calmados los arrebatos pasionales y las locuras de juergas interminables acompañados del alcohol y partidas de cartas. El pesar por las cosas que no le dije en vida, la abnegación en el trabajo diario, su constancia por tener siempre a punto la organización de la casa. La ropa limpia, la comida en su punto… Me pesa el remordimiento porque ahora pasados los años me doy cuenta que mi vida no fue todo lo honesta como yo creía. No hay marcha atrás. No se puede rebobinar y devolver el pasado. Llevo muchos años solo, con mis recuerdos, que se hacen más nítidos conforme cumplo años. La compañía de un vaso de vino los hace aún más frescos. En esta situación la confesión de un viejo tiene escaso auditorio. Por eso agradezco doblemente tu compañía. Temo las tinieblas de la noche. Pienso que no veré el amanecer de otro día. La soledad del dormitorio arrebujado en invierno bajo gruesas mantas de lana. La urgencia a las llamadas de la incontinencia urinaria de una próstata cada vez más grande y dilatada. Escucho la radio y más que escucharla la tengo en la mesita de noche haciendo ruido en vano intento de compañía. Los días se suceden sin apenas atractivo que me estimule el aliciente y la ilusión por algo nuevo. Bueno, sí, espero impaciente que llegue el fin de semana para que venga mi hijo a verme. Lo hace invariablemente los últimos años desde que quedé solo. El ritual es siempre el mismo, pero aunque, igual, no deja de ser muy grato. Mi hijo me acompaña y escucha, no es la compañía que me gustaría tener, pero sé que su atención es desinteresada y honesta, que su cariño hacía mi es fuerte, al que correspondo. No somos ninguno de los dos, hombres de palabras huecas. El ideario político, aunque distante no es lo suficiente para crear tensiones. Por encima de la discusión está el cariño mutuo. Esa es otra paz que ha llegado con los años. En otro tiempo cuando los dos éramos más jóvenes e inmaduros cada uno en nuestra responsabilidad, los choques eran frecuentes. Quizás no acerté a ser buen padre y me pesó esa carga asumida a temprana edad. Pudo haber palabras, gestos y decisiones que enturbiaron nuestras relaciones. Ahora las contemplo en la distancia como parte de un tiempo absurdamente perdido. ¿Era necesario que me quedara solo para que afloraran los mejores sentimientos? Quizás. Cuando viene me prepara la comida que compartimos. Incluso me la deja etiquetada y empaquetada en el congelar, para que no tenga que acudir al restaurante. Es el afán que le impulsa para que disfrute más de la casa y no R 2 tenga que someterme a los menús diarios, que por repetidos terminas cansándote. Los aperitivos los hacemos sentados uno frente a otro tomando unos vasos de vino. Mi hijo prepara la comida alternando la elaboración de lo que prepara con la charla sobre política o temas de actualidad mientras tomamos el vino. Es un momento ciertamente feliz. El declive físico es evidente, pero lento. Pienso en la edad que tengo y me estremezco por lo bien que me encuentro. Rebasé hace algunos años los ochenta. Una cortina blancuzca cruza la pupila de los ojos. El oculista dice que es un principio de cataratas, pero que todavía no se pueden operar hasta que no estén más avanzadas. Ciertamente la vista es necesaria para conducir el coche, ver la televisión y atender las necesidades inmediatas, que tampoco son muchas. Me afeito con máquina eléctrica que me compró mi hijo, casi al tacto. Por lo que me quedan rodales de pelos que identifico mientras me paso las manos por la cara. En el gabinete sicológico que certifica mi aptitud para conducir, paso las pruebas sin problemas. Cuando firman mi papel que acredita que estoy “apto” será por algo ¡digo yo! A veces le doy un roce al coche. Casi siempre es en los giros, pero es que la gente deja el coche aparcado de cualquier manera. Conduzco para ir a comer al restaurante cercano. No está lejos pero sí lo suficiente para que no me apetezca ir andando. Sobre todo al término de la comida. El sopor que me produce el inicio de la digestión supone un inconveniente para andar. El ritual es siempre el 3 mismo. Suelo comer temprano. Saco el coche de la cochera y llego sin novedad al restaurante. Veo bien. La comida se inicia con una ensalada de tomate, cebolla y aceitunas y una botella de vino la que aligero con tres o cuatro vasos. No cae entera, pero le falta poco. Me gusta la sopa de fideos caliente. Me resucita. Luego un trozo de pescado o pechuga de pollo a la plancha constituye el segundo plato. Y de postre un flan casero que los hacen buenísimos. Reconozco que soy un galgo, que me gusta lo dulce. Me duele esa rutina. Pero no he tenido otro remedio que asimilarla”. La Torrecilla, 23 de julio de 2017
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"Carta de un octogenario", de Luis Martínez Reche, publicado en la revista "Cultura y Mujer", edición digital, de Lorca, con locución de Luis Martínez Reche, y música basada en “Mer calme” de Christian Dalmont.
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