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La Zarpa
Padre, las cosas que habrá oído en el confesionario y aquí
en la sacristía... Usted es joven, es hombre. Le será difícil entenderme. No
sabe cuánto me apena quitarle tiempo con mis problemas, pero ¿a quién si no a
usted puedo confiarme? De verdad no sé cómo empezar. Es pecado alegrarse del mal
ajeno. Todos lo cometemos ¿no es cierto? Fíjese usted cuando hay un accidente,
un crimen, un incendio. Qué alegría sienten los demás porque no fue para ellos
al menos una entre tantas desgracias de este mundo.
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Usted no es de aquí, padre, no conoció México cuando era una
ciudad pequeña, preciosa, muy cómoda, no la monstruosidad que padecemos ahora
en 1971. Entonces nacíamos y moríamos en el mismo sitio sin cambiarnos nunca de
barrio. Éramos de San Rafael, de Santa María, de la colonia Roma. Nada volverá
a ser igual,... Perdone, estoy divagando. No tengo a nadie con quién hablar y
cuando me suelto... Ay, padre, qué vergüenza, si supiera, jamás me había atrevido
a contarle esto a nadie, ni a usted. Pero ya que estoy aquí. Después me sentiré
más tranquila.
Mire, Rosalba y yo nacimos en edificios de la misma calle,
con apenas tres meses de diferencia. Nuestras madres eran muy amigas. Nos
llevaban juntas a la Alameda y a Chapultepec. Juntas nos enseñaron a hablar y a
caminar. Desde que entramos en la escuela de párvulos, Rosalba fue la más
linda, la más graciosa, la más inteligente. Les caía bien a todos, era amable
con todos. En primaria y secundaria, lo mismo: la mejor alumna, la que portaba
la bandera en las ceremonias, bailaba, actuaba o recitaba en los festivales.
«No me cuesta trabajo estudiar», decía. «Me basta oír algo para aprendérmelo de
memoria.»
Ay, padre, ¿por qué las cosas están mal repartidas? ¿Por qué
a Rosalba le tocó lo bueno y a mí lo malo?. Fea, gorda, bruta, antipática,
grosera, díscola, malingeniosa. En fin... Ya se imaginará lo que nos pasó al
llegar a la preparatoria cuando pocas mujeres alcanzaban esos niveles. Todos
querían ser novios de Rosalba. A mí que me comieran los perros: nadie se iba a
fijar en la amiga fea de la muchacha guapa.
En un periodiquito estudiantil publicaron: «Dicen las malas
lenguas que Rosalba anda por todas partes con Zenobia para que el contraste
haga resplandecer aún más su belleza única, extraordinaria, incomparable».
Desde luego la nota no estaba firmada. Pero sé quién la escribió. No lo perdono
aunque haya pasado más de medio siglo y hoy sea muy importante.
Qué injusticia, ¿no cree? Nadie escoge su cara. Si, alguien
nace fea por fuera la gente se las arregla para que también se vaya haciendo
horrible por dentro. A los quince años, padre, ya estaba amargada. Odiaba a mi
mejor amiga y no podía demostrarlo porque ella era siempre buena, amable,
cariñosa conmigo. Cuando me quejaba de mi aspecto me decía: «Qué tonta eres.
Cómo puedes creerte fea con esos ojos y esa sonrisa tan bonita que tienes». Era
sólo la juventud, sin duda.
A esa edad no hay quien no tenga su gracia. Mi madre se
había dado cuenta del problema. Para consolarme hablaba de cuánto sufren las
mujeres hermosas y qué fácilmente se pierden. Yo quería estudiar Derecho, ser
abogada, aunque entonces daba risa que una mujer anduviera en trabajos de
hombre. Habíamos pasado juntas toda la vida y no me animé a entrar en la
universidad sin Rosalba.
Aún no terminábamos la preparatoria cuando ella se casó con
un muchacho bien que la había conocido en una kermés. Se la llevó a vivir al
Paseo de la Reforma en una casa elegantísima que demolieron hace mucho tiempo.
Desde luego me invitó a la boda pero no fui. «Rosalba, ¿qué me pongo? Los
invitados de tu esposo van a pensar que llevaste a tu criada.»
Tanta ilusión que tuve y desde los dieciocho años me vi
obligada a trabajar, primero en El Palacio de Hierro y luego de secretaria en
Hacienda y Crédito Público. Me quedé arrumbada en el departamento donde nací,
en las calles de Pino. Santa María perdió su esplendor de comienzos de siglo y
se vino abajo. Para entonces mi madre ya había muerto en medio de sufrimientos
terribles, mi padre estaba ciego por sus vicios de juventud, mi hermano era un
borracho que tocaba la guitarra, hacía canciones y ambicionaba la gloria y la
fortuna de Agustín Lara. Pobre de mi hermano: toda la vida quiso hacerse digno
de Rosalba y murió asesinado en un tugurio de Nonoalco.
Pasamos mucho tiempo sin vernos. Un día Rosalba llegó a la
sección de ropa íntima, me saludó como si nada y me presentó a su nuevo esposo,
un extranjero que apenas entendía el español. Ay, padre, aunque no lo crea,
Rosalba estaba más linda y elegante que nunca, en plenitud, como suele decirse.
Me sentí tan mal que me hubiera gustado veda caer muerta a mis pies. Y lo peor,
lo más doloroso, era que ella, con toda su fortuna y su hermosura, seguía tan
amable, tan sencilla de trato como siempre.
Prometí visitada en su nueva casa de Las Lomas. No lo hice
jamás. Por las noches rogaba a Dios no volver a encontrármela. Me decía a mí
misma: Rosalba nunca viene a El Palacio de Hierro, compra su ropa en Estados
Unidos, no tengo teléfono, no hay ninguna posibilidad de que otra vez nos
reunamos.
A esas alturas casi todas nuestras amigas se habían alejado
de Santa María. Las que seguían allí estaban gordas, llenas de hijos, con
maridos que les gritaban y les pegaban y se iban de juerga con mujeres de ésas.
Para vivir en esa forma mejor no casarse. No me casé aunque oportunidades no me
faltaron. Por más amolados que estemos siempre viene alguien a nuestra espalda
recogiendo lo que tiramos a la basura.
Se fueron los años. Sería época de Ávila Camacho o Alemán
cuando una tarde en que esperaba el tranvía bajo la lluvia la descubrí en su
gran Cadillac, con chofer de uniforme y toda la cosa. El automóvil se detuvo
ante un semáforo. Rosalba me identificó entre la gente y se ofreció a llevarme.
Se había casado por cuarta o quinta vez, aunque parezca increíble. A pesar de
tanto tiempo, gracias a sus esmeros, seguía siendo la misma: su cara fresca de
muchacha, su cuerpo esbelto, sus ojos verdes, su pelo castaño, sus dientes perfectos...
Me reclamó que no la buscara, aunque ella me mandaba cada
año tarjetas de Navidad. Me dijo que el próximo domingo el chofer iría a
recogerme para que cenáramos en su casa. Cuando llegamos, por cortesía la
invité a pasar. Y aceptó, padre, imagínese: aceptó. Ya se figurará la pena que
me dio mostrarle el departamento a ella que vivía entre tantos lujos y
comodidades. Aunque limpio y arreglado, aquello era el mismo cuchitril que
conoció Rosalba cuando andaba también de pobretona. Todo tan viejo y miserable
que por poco me suelto a llorar de rabia y de vergüenza.
Rosalba se entristeció. Nunca antes había regresado a sus
orígenes. Hicimos recuerdos de aquellas épocas. De repente se puso a contarme
qué infeliz se sentía. Por eso, padre, y fíjese en quién se lo dice, no debemos
sentir envidia: nadie se escapa, la vida es igual de terrible con todos. La
tragedia de Rosalba era no tener hijos. Los hombres la ilusionaban un momento.
Enseguida, decepcionada, aceptaba a algún otro de los muchos que la pretendían.
Pobre Rosalba, nunca la dejaron en paz, lo mismo en Santa María que en la
preparatoria o en esos lugares tan ricos y elegantes que conoció más tarde.
Se quedó poco tiempo. Iba a una fiesta y tenía que
arreglarse. El domingo se presentó el chofer. Estuvo toca y toca el timbre. Lo
espié por la ventana y no le abrí. Qué iba a hacer yo, la fea, la, gorda, la
quedada, la solterona, la empleadilla, en ese ambiente de riqueza. Para qué
exponerme a ser comparada de nuevo, con Rosalba. No seré nadie pero tengo mi
orgullo.
Ese encuentro se me grabó en el alma. Si iba al cine o me
sentaba a ver la televisión o a hojear revistas siempre encontraba mujeres
hermosas parecidas a Rosalba. Cuando en el trabajo me tocaba atender a una
muchacha que tuviera algún rasgo de ella, la trataba mal, le inventaba
dificultades, buscaba formas de humillada delante de los otros empleados para
sentir: Me estoy vengando de Rosalba.
Usted me preguntará, padre, qué me hizo Rosalba.
Nada, lo que se llama nada. Eso era lo peor y lo que más
furia me daba. Insisto, padre: siempre fue buena y cariñosa conmigo. Pero me
hundió, me arruinó la vida, sólo por existir, por ser tan bella, tan
inteligente, tan rica, tan todo.
Yo sé lo que es estar en el infierno, padre. Sin embargo, no
hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague. Aquella reunión en Santa
María debe de haber sido en 1946. De modo que esperé un cuarto de
siglo. Y al fin hoy, padre, esta mañana la vi en la esquina de Madero y Palma. Primero
de lejos, después muy de cerca. No puede imaginarse, padre: ese cuerpo
maravilloso, esa cara, esas piernas, esos ojos, ese cabello, se perdieron para
siempre en un tonel de manteca, bolsas, manchas, arrugas, papadas, várices,
canas, maquillaje, colorete, rímel, dientes falsos, pestañas postizas, lentes
de fondo de botella.
Me apresuré a besarla y abrazarla. Había acabado lo que nos
separó. No importaba lo de antes. Ya nunca más seríamos una la fea y otra la
bonita. Ahora Rosalba y yo somos iguales. Ahora la vejez nos ha hecho iguales.
Escúchalo
"La zarpa", de José Emilio Pacheco, forma parte del libro “El principio del placer y otros cuentos, Colección Andanzas”, editado por Tusquets, el año 2010, con locución de Marta García Egea, y música basada en “Clean soul” de Kevin Macleod.
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