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  • Banco de Relatos Sonoros de la Red de Bibliotecas de Lorca
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    Bajo el mismo cielo con locución de Nicolás Pérez de Tudela Alcaraz


     


    ESCUCHA EL RELATO


    "Bajo el mismo cielo: el Winnipeg rumbo a Chile", de Núria Martí Constans en Lectura Fácil, editado por La Mar de Fàcil, el año 2011, con locución de Nicolás Pérez de Tudela Alcaraz y música de Isaac Albéniz: Suite Española Op. 47 (1886)


    LEE EL RELATO

    CAMINO HACIA FRANCIA

    Eran los últimos días de la Guerra Civil en España. 

    En Figueres, al norte de Cataluña, las bombas caían una tras otra con un ruido ensordecedor.

    Las casas se hundían.

     
    los hombres y mujeres corrían por las calles, llorando de miedo y de dolor.

     
    Habia llamas y humo por todas partes.

    Teresa y su hija Miranda se habían refugiado en la escuela porque su casa solo era un montón de escombros.

    Ya no tenían familia.

    El padre de Miranda había muerto hacía días en una cruel batalla cerca del río Ebro.

    Y sus abuelos habían quedado enterrados

    bajo las paredes de la casa destruida por las bombas.

    Teresa y Miranda, que solo tenía 8 años,

    estaban muy asustadas.

    Sentadas en el suelo, bajo una mesa,

    se abrazaban fuertemente, cerraban los ojos y temblaban. Solo querían huir.



    Cuando los aviones dejaron de lanzar bombas, se levantaron.

    Teresa cogió la mano de la pequeña Miranda y las dos salieron al patio de la escuela.

    Se pusieron a andar deprisa hacia la estación.

    -Hacia dónde vamos, madre? —preguntó Miranda. —Nos marcharemos a Francia, el país vecino,

    porque allí no hay ninguna guerra —le respondió Teresa.


    La estación estaba llena de gente y los trenes estaban parados en las vías con las puertas cerradas.

    Algunos hombres gritaban para que viniera el jefe de estación y las abriera. Otros golpeaban los cristales de las ventanas. Muchos niños lloraban, se pasaban una mano sucia por la cara y con la otra se agarraban a la falda de su madre. Todo el mundo miraba de un lado a otro sin saber qué hacer.

    Entonces llegaron unos soldados con fusiles que, al momento, abrieron las puertas de los trenes. Enseguida, la muchedumbre se puso a gritar y a correr hacia los vagones

    I pocos segundos, las entradas de los trenes quedaron bloqueadas con muchos hombres, mujeres, niños, niñas, abuelos y abuelas que querían subir.

    Teresa, muy angustiada, pensó que si se acercaba a un tren, con los golpes y los empujones, podía escapársele la mano de la pequeña Miranda. Y se quedó de pie donde estaba, con su hija al lado. Además, no estaba segura de que aquel tren fuera realmente a Francia. —Iremos a pie hasta Francia.

    A ti te gusta andar, ¿verdad?

    —dijo Teresa a Miranda.

    Y Miranda afirmó con la cabeza sin decir nada de nada.

    Muy tristes, se dieron la vuelta y empezaron a caminar hacia la carretera.

    vieron que había muchas personas que avanzaban hacia el norte.

    Los hombres, abatidos, con la mirada perdida, cargaban sobre su espalda colchones de lana enrollados y atados con cuerdas.

    Las mujeres llevaban en brazos a niños envueltos en manteletas húmedas del frío.

    Era el mes de enero.

    Cuanto más se acercaban a los Pirineos, las montañas que tenían que cruzar para llegar a Francia, sentían más intensa, en la cara, la fuerza del viento. Caían copos de nieve y los campos estaban helados, blancos.

    A ratos, Teresa llevaba a Miranda a cuestas para darle un poco de calor.

    También pasaban asnos que acarreaban en el lomo a hombres heridos y camiones llenos de soldados derrotados, delgados y mal vestidos.

    El camino era muy largo y empinado.

    Además, los aviones enemigos aún los perseguían. Desde el aire, disparaban ráfagas de tiros con las ametralladoras, matando a muchas personas que quedaban tendidas, con los ojos abiertos, en los márgenes de los caminos.


    Anduvieron horas y horas hasta que llegaron a la frontera muy cansadas, con los pies mojados y las manos entumecidas'.

    Esperaban que los franceses los recibirían con los brazos abiertos.

    Pero los policías franceses no dejaban pasar a nadie.

    Teresa estaba desesperada.

    ¿Cómo iban a continuar? ¿Cuándo podrían comer? Tenían mucha hambre y solo les quedaba un trozo de pan seco que un buen hombre les había dado por el camino.

    Se sentaron en el suelo,

    que estaba muy frío y empapado de agua sucia. Teresa cogía a Miranda. No la desamparaba. La abrazaba fuerte, muy fuerte.

    —Todo esto pasará, ya lo verás —le decía—.

    Pasará y tendremos una casa con una chimenea encendida. Habrá camas con sábanas limpias y una mesa puesta con platos llenos de sopa calentita.

    Cuando hablaba así a Miranda,

    ella también se lo creía.

    De esa manera, la espera se hacía más corta.
    Al final, por la noche, cuando ya se veía una luna enorme y redonda pintada en el cielo,

    dejaron entrar en Francia a mujeres y niños.

    ¡Vamos, adelante, que nadie se detenga! gritaban los policías franceses con mala cara.

    Teresa y Miranda corrieron por la carretera, sin saber muy bien hacia dónde se dirigían.

    Entonces tomaron un camino estrecho entre los árboles y se adentraron en el bosque.

    Cada vez estaban más lejos de la carretera, tan llena de caras desconocidas y cansadas.

    LA MASÍA

    Hacía un buen rato que caminaban arrastrando los pies debido al cansancio, cuando vieron luz en una masía.

    Era una casa grande, con un establo para las vacas a un lado y un cercado para los cerdos en el otro. Teresa llamó a la puerta con temor.

    —¿Quién llama a estas horas? —dijo una voz aguda de mujer.

    —Me llamo Teresa y voy con mi hija Miranda. Estamos solas y venimos de Cataluña.

    Por favor, ¡ayúdenos! —explicó Teresa.

    La puerta de madera se abrió un poco

    dejando ver la cara ancha y roja de una campesina. La mujer quería comprobar quién llamaba y miró detenidamente por la rendija antes de abrir del todo.

    —De acuerdo, pasad. Hace frío y el viento sopla fuerte.
    ¡Ay, señor! ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —les dijo.


    Teresa habló de la guerra, de las bombas, y de la caminata por la montaña.

    Miranda miraba a su alrededor con los ojos muy abiertos. Allí estaba la chimenea encendida y la mesa puesta que su madre le había dicho que encontrarían.

    —¿Os gusta la sopa de pan? Hay de sobra!

    —dijo la campesina.

    Casi sin responder, se sentaron las dos en unas sillas de madera bajas, mientras la buena mujer llenaba los platos hondos de sopa caliente.

    La campesina se llamaba María y tenía una hija de la misma edad de Miranda. La niña se llamaba Sara.

    El padre de Sara era un hombre muy serio y callado.

    Casi nunca abría la boca, solo para comer.

    Pero la noche en que Teresa y Miranda llegaron a la masía, sí habló.

    —Tendréis que dormir en la misma cama

    —les dijo de mala gana—. Esto no es ningún hostal.

    Teresa y Miranda asintieron con la cabeza.

    No había ningún problema en compartir cama. Unas horas antes, cuando estaban en la carretera y la negra noche las envolvía, pensaban que tendrían que dormir bajo un árbol. Ahora, en cambio, estaban en una casa de verdad.

    —No hagáis mucho caso a mi marido —dijo María—. Siempre protesta, pero es incapaz de hacer daño a nadie.

    A la mañana siguiente, Sara fue a despertarlas con una sonrisa en la cara.

    —1Es hora de desayunar! —dijo muy alegre.

    Teresa pensaba que era imposible encontrar a una familia más buena en toda Francia.

    Sara y Miranda se hicieron muy amigas.

    Ayudaban en las tareas de la casa y, cuando acababan, jugaban todo el rato.

    Les gustaba imaginar que eran madres y, a menudo, mecían una muñeca invisible en sus brazos.

    Cuando Teresa lo vio dijo que ella les haría una muñeca de verdad. María le trajo trozos de trapos viejos y Teresa los cosió con paciencia.

    Eran retales de tela de todos los colores, unos a rayas verdes, otros con florecillas rosas y otros a cuadros rojos.

    Los cosió como si fueran una bolsa con la forma de una muñeca, los rellenó de paja y puso dos botones grandes y negros, en el lugar de los ojos.

    Al final, cosió unos cuantos hilos de lana en la cabeza, que figuraban el pelo.

    La muñeca era un poco rara, pero gustó mucho a Miranda y a Sara.

    Todo el día la paseaban por la casa.

    Y a la hora de comer, la sentaban en su regazo un rato cada una.

    Miranda era feliz.

    Por eso se tapaba los oídos cuando Teresa le decía que algún día tendrían que marcharse.

    No podían volver a su hogar porque los enemigos se habían apropiado del país. Tampoco eran francesas.

    Era imposible que se quedaran en Francia para siempre. Cada día que pasaba,

    Teresa estaba más preocupada por el futuro.




    UN BARCO RUMBO A CHILE

    Un día Teresa acompañó a María al pueblo a buscar arroz, y tabaco para su marido. Entraron en un estanco, donde también vendían periódicos, y Teresa pudo leer los titulares.

    Decían que se preparaba otra guerra en Europa y que Francia estaba en peligro.

    Eso inquietó aún más a Teresa.

    También pudo leer una breve noticia que estaba en la primera página del periódico. Un poeta de Chile, un país de América del Sur, había llegado a Francia. Se llamaba Pablo Neruda.

    Pablo Neruda también era político y había tenido una idea fantástica.

    Sabía que en Francia había muchas personas pobres que habían huido de la guerra de España.

    Y quería ayudarlas.

    Consiguió un barco antiguo y enorme y mandó instalar muchas camas en su interior. El barco iría a Chile, el país de Pablo Neruda, lleno de hombres, mujeres y niños.

    El presidente de Chile había prometido que todos los que llegaran en el barco podrían quedarse. Teresa abrió mucho los ojos cuando leyó la noticia.

    El corazón le latía deprisa como si quisiera escapársele del pecho.

    Chile estaba muy lejos y tendrían que navegar muchos días para llegar, pero aquel viaje significaba la libertad.

    Podrían empezar cn otro lugar.


    Buscaría trabajo y podrían tener una casita. Y Miranda iría a la escuela.


    En el periódico decía que los que desearan subir al barco debían escribir una carta a Pablo Neruda.


    De vuelta a la masía, Teresa se puso a escribir. Le costaba, porque casi no había ido a la escuela y tenía mala letra, pero lo consiguió.

    En la carta, pedía a Pablo Neruda que ella y su hija Miranda pudieran subir al barco.

    Por fin Neruda les había escrito y aseguraba que Teresa y Miranda podrían viajar a Chile. Hicieron las maletas despacio porque les daba mucha pena irse.

    Pero llevaban poca cosa, solo un par de vestidos que Teresa había hecho y alguna ropa que María le había dado para Miranda. Por eso enseguida lo tuvieron todo listo.

    la noche antes de su partida, en la masía nadie podía dormir.
    A todos les entristecía que Teresa y Miranda se fueran, incluso al padre de Sara.

    Cuando ya amanecía y oyeron cantar al gallo, todos se levantaron.



    Después de desayunar, llegaron los abrazos y las lágrimas.


    Las dos chiquillas, Miranda y Sara, casi no podían hablar de tanto llorar.


    Pasaron semanas y Teresa ya había perdido la esperanza de recibir respuesta. Pero, de repente, una mañana, el cartero trajo un sobre del señor Pablo Neruda
    —Llévate la muñeca —dijo Sara a Miranda, al final—. Así te acordarás de mí.

    Miranda apretó la muñeca contra su pecho prometiendo a Sara que volvería
    y tomó el camino sin soltar la mano de Teresa

    El puerto de donde zarpaba el barco estaba lejos. Tuvieron que tomar un tren y el viaje duró varias horas.

    En el muelle, había muchas personas de todas las edades que esperaban para embarcar.

    Las chimeneas negras del barco eran inmensas y ya humeaban.

    Había también una pasarela larga y estrecha que iba del muelle al barco.

    Antes de alcanzarla, Teresa vio a un hombre alto y grande, vestido de blanco y con sombrero, que estaba sentado tras una mesa.

    Era Pablo Neruda.

    Tenía un montón de papeles delante con listas de nombres, y daba una tarjeta de color a cada persona que subía al barco.

    A Teresa y a Miranda, les dio dos tarjetas amarillas y empezaron a andar por la pasarela.

    Fue entonces cuando Teresa se fijó en algo que no había visto.

    En el casco del barco resaltaban unas letras pintadas. Era un nombre muy extraño, una palabra que desconocía.

    Incluso no sabía muy bien cómo sc leía.

    Decía Winnipeg y era el nombre del barco.

    —¿Lo has visto, Miranda? —dijo Teresa—. El barco que nos llevará a Chile,

    ese país tan lejano, se llama Winnipeg. ¿Te gusta?

    Miranda asintió con la cabeza y por primera vez desde hacía muchas horas sonrió con esperanza.


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