• Sígueme en Facebook>
  • Sígueme en Twitter>
  • Sígueme en Instagram
  • Sígueme en Telegram
  • RSS
  • Banco de Relatos Sonoros de la Red de Bibliotecas de Lorca
    x
    AVISO LEGAL: "No se permite el uso con fines lucrativos, ni la reproducción, comunicación pública, etc. de los contenidos. Siendo el titular de los derechos el Ayuntamiento de Lorca"

    Un bellísimo noviembre (Fragmentos del cap 1 y cap 8) con locución de Elena Hernández


     



    ESCÚCHALO



    “Un bellisismo noviembre” de Ercole Patti Fragmento del cap 1, forma parte del libro del mismo título  editado por la Universidad de Salamanca en el año 2020, con locución de Elena Hernández y acompañados por Reverie de Debussy, en el capítulo 1,  para oboe y arpa y en el  capítulo 8, para cello y piano.



    LEE EL RELATO

    Capítulo uno


    Esa historia comenzó por casualidad una tarde de marzo en una casa de Via Montesano, en Cata­ nía, en el año 1925.


    Tenía lugar una de esas reuniones familiares en las que hermanas, cuñadas, primos, sobrinos y amigos, dvspués de terminar sus recados en las tiendas de la Via Etnea, antes de volver a su casa, se paraban a char­ l.tr en casa de una señora que vivía con su marido y su 111adre anciana en un pisito con dos balcones de esa pvq ueña calle lateral. De canto se podía ver un tramo tle la Via Etnea y la fachada de la iglesia de los Mi­ noriti. La sala de estar donde solían sentarse en círculos invitados y los dueños de la casa era bastante pequeña, llena de silloncitos, sofás estilo liberty y si­llas tapizadas. Cuando el número de visitantes aumen­taba, y la cosa pasaba a menudo, se tenía que recurrir a otros sillines y divanes que eran arrastrados desde l.ts habitaciones cercanas; en estos casos, el saloncito e llenaba como un hormiguero y los invitados daban la impresión de estar amontonados unos encima de otros.

    Aquel era precisamente uno de esos días de hacina­ miento. Además de las cuñadas del ama de casa, dos de ellas acompañadas por sus maridos, se hallaban tam­ bién dos tías que habían venido del pueblo y en lo más concurrido había llegado una amiga con su hermana menor y su hijo Nino de dieciséis años. Hubo movi­ miento de butacas, un sillón de mimbre que estaba en el pasillo se introdujo con dificultad en la sala de estar y en él, acurrucado en el rincón más remoto y oscuro, tomó asiento el chico junto a la tía Cettina, hermana de su madre.

    Esta tía era una mujer de veintiocho años, casada desde hacía algunos años con un representante de
    comercio.

    La conversación estaba muy animada, las mujeres a menudo hablando todas al mismo tiempo levantaban la voz para hacerse oír. Fuera, se habían encendido desde hacía poco las farolas y su reverbe­ración iluminaba apenas el saloncito, inmerso en una dulce penumbra. La luz que provenía del exterior, de una farola cercana entre la Via Montesano y la Via Et­nea, era considerada suficiente por la dueña; la cual, por ahorro, retrasaba en la medida de lo posible el encendido de las bombillas de su casa; de modo que esas reuniones se realizaban siempre en una penum­bra tranquila a la que iba llegando el ruido de Catania a medida que caía la noche.

    La tita Cettina estaba encastrada en la butaca de mimbre casi encima de Nino, quien, para dejarle sitio, se había encogido en un rincón y permanecía sumer­ gido en la oscuridad. La joven hablaba inclinándose hacia adelante, acalorada en la discusión sobre ciertos bañadores que en aquellos días habían llegado a un establecimiento de la Via Etnea.

    Llevaba puesta una falda ancha que casi le llegaba al tobillo y una blusa cerrada alrededor del cuello con doblado alto y oscuro sostenido por pequeñas ba­llenas; una gorra en forma de casquete encapsulaba su cabeza, dejando salir dos mechones de cabello castaño claro. Moviéndose en el estrecho espacio que quedaba en su silla, había terminado por sentarse a medias, sin darse cuenta, en la pierna del sobrino. Nino no se mo­vía, advertía el peso del cálido muslo de la tita sobre él y a cada carcajada de ella sentía el eco y el temblor, en su propia pierna, notando una sensación placentera en ese contacto fortuito. En un momento dado, la tía se movió de nuevo hasta que la rodilla del chico se coló en medio de sus piernas.

    Nino sintió que su rodilla se hundía entre los muslos de ella , que se abrían y de vez en cuando se apretaban en un movimiento que parecía casual. Hablando, la tita se doblaba hacia adelante hasta ponerse casi a horca­jadas apretando la rodilla del chico; y Nino notaba que ella se movía arriba y abajo haciéndole incluso sentir el calor húmedo de la ingle a través de los ligeros panta­lones que cubrían su rodilla.

    Pero llegó el marido de la casera, se encendió la luz y la tía se recompuso. Luego, el marido de la tita fue a recogerla y ella se fue sin saludar siquiera a su sobrino.

    Al chico se le quedó grabada la sensación de calor húmedo en su rodilla y los movimientos que su tía ha­cía, quizás excitada por ese contacto. Al recordarlo des­pués durante días y días, reconstruía la escena y cada vez se convencía más y se daba pruebas a sí mismo de que todo había tenido lugar tal como pensaba y que la tita se había frotado deliberadamente en su pierna hasta humedecerle la rodilla. Lo cual lo había turbado tanto que pasó horas reviviendo la escena en sus más mínimos detalles; la figura de esa joven tía Cettina tan caliente y voluptuosa, abandonada en su pierna hasta el final, y la sensación de sus pantalones mojados en la rodilla ya no pudieron abandonarlo.

    La tita parecía no recordar nada; encontrándose con él en su casa o en otro lugar lo trataba como de costumbre, como se trata a un sobrino de dieciséis años sin considerarlo como hombre.

    Nino vivía con su madre, que había enviudado a los veintiséis años cuando él solo tenía tres; había transcu­rrido toda su vida con ella, con sus hermanas, primas y amigas que venían a verla con sus hijos. Mientras él jugaba con sus primos en su habitación, que era estrecha y larga y un poco oscura y daba a la calle Caronda, desierta en ese tramo hacia la plaza Borgo; las mujeres se entretenían charlando en el dormitorio.

    Un asiduo de esas reuniones era un hombre al que Nino se había acostumbrado a ver en su casa desde pequeño y que para él era una especie de padre: el tío Concetto. En realidad, no tenía un vínculo de verdadero parentesco con Concetto. Pero era un amigo cercano del padre, que había muerto joven y que Nino ni siquie­ra recordaba. Concetto se había ocupado de la viuda y del niño como un miembro de la familia y, desde edad temprana, Nino se había acostumbrado a llamarlo tío. Era un hombre que aquella tarde en Vía Montesano tenía cincuenta años y era bastante gordo. Pero Nino lo recordaba al menos diez años más joven y delgado.

    Durante los primeros años de infancia sus relacio­nes con el tío Concetto fueron de lo más felices. Nino se divertía jugando con él, quien a menudo le traía juguetes divertidos y originales, adivinando sus gustos mejor que los demás parientes que le traían regalos el día de los muertos. En aquellos años, Nino no veía la hora de que el tío Concetto viniera a jugar con él; para ciertos juegos casi lo prefería a los primos que tenían su misma edad.

    A menudo el tío lo llevaba a pasear con su madre; iban a tomar un helado frente al gran puesto de madera del parque de Villa Bellini, iban al cine.

    Algunas mañanas de verano el tío venía a recoger­los con el vehículo y los acompañaba a los baños de Guardia Ognina; allí le enseñó a nadar cuando tenía cuatro años. Nino lo recordaba muy bien: pegado al cuello del tío Concetto en la balsa para familias, chi­llaba de miedo y el tío lo soltaba lento, pero con fuerza le , obligaba a nadar sujetándolo solo con una mano por debajo del estómago, de modo que tenía la impre­sión de nadar sin ninguna ayuda.

    En aquellos años, Nino consideraba al tío Concetto como algo propio, una persona que se encargaba solamente de él, la madre pasaba a un segundo plano.

    Así pasaron algunos años. Nino tenía ya doce y las relaciones con su tío seguían siendo excelentes, aun­
    aunque ya no jugaban tanto como antes. Ahora él empe­zaba a mirar a las chicas, tramando pequeños amores infantiles con niñas de su edad, discutiendo sobre las mujeres con sus compañeros.

    Un día, al regresar de la escuela, encontró a su madre y al tío Concetto sentados uno frente al otro, como otras veces, detrás de los ventanales del balcón, desde donde se podía ver un trocito de la calle Caronda y el establecirniento del barbero de enfrente con dos o tres personas dentro; mirando a los que entraban y salían de la barbería, se afeitaban o se cortaban el pelo. Era uno de los espectáculos más interesantes que se po­ t lían ver desde ese balcón, debido al escaso movimien­to que había en ese tramo de la calle.


    Al entrar en la sala, Nino se dio cuenta de que mamá y su tío estaban con las rodillas juntas; es más, el tío te­nía las rodillas de su madre entre las suyas y una mano encima de la pierna. ¡Quién sabe cuántas veces habían estado en actitudes similares ante el niño!; de hecho, no se movieron. Pero Nino se daba cuenta por primera vez en su vida de que aquel gesto era muy íntimo. Fingió no mirarlos y se dirigió a su habitación, aunque por el rabillo del ojo vio que su tío le estaba acariciando la pierna a mamá con un movimiento lento, deteniéndose a veces para apretarla.

    De repente sintió como una especie de celos de las relaciones entre su madre y el tío.

    Se encerró en su habitación, su cerebro empezó a trabajar: ciertamente, el tío Concetto era el amante de su madre, quién sabe desde hace cuánto tiempo, quizás desde siempre, desde que era apenas un niño y no po­ día entender estas cosas. Ese pensamiento lo inquietó mucho, le provocó una especie de desazón, como algo vergonzoso hecho a sus espaldas que lo ofendía, pero que debía soportar. La idea de que mamá pudiera ha­ cer el amor con un hombre como tantas otras mujeres, como esas de las que él hablaba con sus compañeros, le parecía un abuso intolerable, una horrible traición que lo deshonraba para siempre.

    Regresó allí. Mamá y el tío Concetto conversaban como siempre detrás de la ventana del balcón; ahora el tío ya no tenía sus rodillas entre las suyas ni la mano sobre su pierna; se había distanciado y había encendi­ do un cigarrillo.

    Tal vez Nino se había equivocado acerca de la rela­ ción entre los dos, tal vez le había dado un significado diferente a un gesto cariñoso. Pero las dudas retomaron poco después, tanto que desde ese día empezó a mirar­ los atentamente y se dio cuenta de que su tío a veces la abrazaba y la tocaba. Un día, creyendo que no miraba, lo sorprendió en la cocina besándola en el cuello; otra vez vio a mamá acariciarle el muslo mientras estaban sentados tras el balcón.

    Ver a su madre bajo ese aspecto erótico, como una mujer que hacía el amor mientras el sexo se desper­taba en él, lo perturbó mucho y lo hacía sufrir con un sentimiento mixto de humillación y celos.

    Empezó a espiarla; volvía a casa pensando en sor­prenderlos; siempre captaba algo que reforzaba sus sospechas: una actitud, una mirada, un brazo en el hombro, la mano del tío que jugueteaba con un mechón de cabello de mamá.

    Una tarde dijo que iba al cine con un compañero de regreso a casa de puntillas media hora después. La madre y el tío estaban encerrados en el dormitorio, Nino escuchó sus susurros, acercó el oído a la puerta, le pareció escuchar el sonido de un beso, el crujido de los muelles de la cama y la suave voz del tío que murmuraba algo. Con enorme repugnancia puso el ojo en el agujero de la cerradura y vio una pierna de la mujer desnuda en el borde de la cama; de repente se estiró con horror como si le hubiera salpicado ácido sulfúrico en el ojo.

    Salió sigilosamente con una sensación de desesperación, como si hubiera ocurrido algo irreparable, un hecho que había contaminado para siempre los sentimientos más sagrados y celados de la vida, una profanación sin remedio.

    Se refugió en un camino solitario del jardín de Villa Belini y empezó a llorar; sentía que ya no tenía un lugar limpio y seguro donde refugiarse; mamá había caído al nivel de una mujer cualquiera , al hacer el
    amor en secreto mientras su hijo estaba en la escuela o en el cine con sus compañeros. Se sentía solo e in­defenso en el mundo.

    Comenzó a odiar al tío Concetto como el autor de la más cobarde y horrible traición.

    Pero poco a poco, se fue acostumbrando a esa re­lación que, ahora que había crecido y deseaba a las mujeres, le saltaba a los ojos continuamente. Cuando se daba cuenta de cualquier intimidad entre su tío Y mamá, ya no le prestaba mucha atención, pero se sentía siempre humillado. Y si por casualidad descubra una caricia más profunda o en la casa de campo del tío Concetto cerca de Linguaglossa, donde todos los años él los invitaba por Pascuas, escuchaba de noche algún ruido que no dejaba dudas de que el tío se metía en la cama de su madre; sentía siempre una mezcla de humi­llación y asco, junto a una curiosa forma de excitación erótica que se producía sin que él quisiera, mientras en realidad probaba cierta repugnancia.

    El descubrimiento de la relación de mamá había he­ cho madurar antes de tiempo y avivar aún más sus

    sentidos adolescentes ya encendidos. Ahora las mucha­ chas le interesaban menos, le gustaban las bailarinas semidesnudas que se veían en las carteleras del cine de variedades Olimpia; incluso algunas de las amigas de su madre, que se bañaban con ella en el estableci­ miento Longobardo Guamaccia en la Guardia, inflama­ ban a veces su sensualidad.

    El episodio con tía Cettina en la casa de la Via Montesano lo pilló en el punto álgido de este período de transformaciones.

    Capítulo 8

    Eran ya los últimos días de veraneo. En la vieja casa del tío Alfio solo se habían quedado Cetti­na, el marido, Nino, su madre y el tío con sus dos viejas criadas.

    Era jueves 14 de noviembre. La marcha de Cettina y el marido estaba prevista para el domingo siguiente. Nino y la madre se irían el lunes por la mañana.

    El tiempo, a pesar de las previsiones de Biagio, se mantenía buenísimo y era muy agradable pasear en la viña bajo el sol aún cálido.

    Por la mañana se presentó el aparcero con un cesto de setas recogidas en el castañar; bajo un ligero estra­to de helechos se veían las setas de parasol y boletusl° todavía emperladas de rocío.

    «¡Qué maravilla!», dijo Cettina, «mañana quiero ir yo a recoger».

    Las primeras setas del año daban un poco de me­lancolía, porque precedían siempre al final del vera­neo. Nino, viendo que su madre ya había sacado las maletas y empezaba a prepararlas, tenía un nudo en la garganta, al pensar que se acercaba el día de irse, que cada cual volvería a su casa en Catania, y encontrarse con la tía Cettina sería muy difícil.

    Al alcanzarla un momento en la viña se lo preguntó: «Cuando estemos en Catania ¿podré verte?».

    «Por supuesto. ¿Por qué no deberías verme?». «Pero viviremos lejos en dos casas distintas». «¿Y eso que significa? Habrá ocasión de vernos a menudo».

    «Pero ¿cómo sabré yo cuándo puedo verte?».

    «¡Me verás! Vendré a tu casa, quedaremos en casa de los amigos».

    «Pero ¿yo podré ir a tu casa?».

    «Claro. Como siempre, vendrás con tu madre». «¿Solos ya no nos podremos ver?».

    «Podrá pasar. Claro, no será todos los días». «Yo tengo un deseo enorme de verte sola».

    «En Catania no será tan sencillo. Tienes que darte cuenta. Tienes que comprenderlo».

    «¿Me prometes que nos veremos?».

    «Por supuesto. Pero tú mientras pasa el tiempo con tus amigos, ve al colegio y luego nos veremos».

    «¡No veo la hora de estar contigo!».

    «¡Ahora tú no pienses en esas cosas!, ¿entendido?», dijo Cettina pasándole una mano por la mejilla. «Cuan­do se pueda estaremos de nuevo juntos».

    «¿Cómo hago para no pensar en eso?».

    «Distráete. Ve con tus compañeros y las chicas de tu edad».

    «Las chicas no me gustan para nada. Solo me gustas tú».

    «Yo soy vieja».

    «Tú no eres vieja. Tienes veintiocho años».

    «Para ti soy vieja y tengo marido».

    «Entonces ¿por qué has estado conmigo esas veces, si yo no te gustaba?».

    «¿Quién dice que no me gustabas? ¡Pero no hay que pensar siempre en esas cosas, y ya te he dicho que de eso no se debe hablar!».

    «Yo pienso en ello todo el día».

    «Haces muy mal. No hay necesidad».

    «Y entonces ¿por qué lo hemos hecho?».

    La tía vaciló un momento.

    «Aquella noche había bebido... y luego noté que tenías muchas ganas...», repuso vagamente.

    «¿Y la otra vez en el lagar también? Entonces ¿ya no lo haremos más?».

    «Ahora escúchame bien», dijo Cettina cambiando bruscamente de tono y agarrándolo por el brazo, «tú tienes que comportarte como un hombre. Un hombre no dice todas estas tonterías y no hace estas preguntas infantiles».

    «¿Qué tengo que hacer? ¡Dímelo tú!».

    «Debes actuar como un adulto y sobre todo no dar qué hablar a la gente. Si te acercas a mí con esos ojos de oveja degollada, todos lo entienden. Pórtate como antes, no estés siempre bajo mis faldas, ve más por tu cuenta. Si lo haces», añadió después de una pausa, «te dejaré estar conmigo como a ti te gusta. Será más fácil, porque nadie sospechará nada. ¿Has entendido?».

    «Haré lo que tú quieras. Si estoy seguro de que no te has cansado de mí, esperaré incluso años; nadie sospechará nada», dijo Nino feliz de ser tratado como un verdadero amante.

    Se quedaron un poco callados.

    «¿Estaremos juntos antes de irnos?», preguntó Nino poco después.

    La tía hizo un gesto afirmativo, lo tomó del brazo apoyándose en él; juntos caminaron por la fanega en­tre las vides desnudas.

    La mañana temprano, pasaba de improviso por Cata­nia; volvería en el autobús de la tarde. Cettina hacia las nueve salió a la viña. Nino, fiel al pacto que había hecho con ella, no la siguió para no dar la impresión de estarle siempre pegado. Pero desde la repisa de la cisterna, bajo el gran algarrobo que dominaba la viña, la seguía desde lejos con la vista.

    Desde allí más tarde vio que, entrando por una verja lateral que daba al torrente seco, llegaba Sasá Santagati con la escopeta al hombro; vio que cruzaba la viña hasta alcanzar a la tía en la fanega; juntos prosiguieron el paseo.

    Nino los seguía con la mirada esperando que vol­vieran, yendo quizá hacia la explanada delante de la caseta para disparar; en efecto, pasaba alguna bandada de calandrias. Pero Santagati y la tía prosiguieron len­tamente recorriendo toda la fanega hasta el final; y allí, en vez de volver, entraron en el castañar.

    Nino por un poco vio sus cabezas, los cañones de la escopeta de Santagati y el jersey amarillo de ella per­diéndose entre los castaños, luego ya no los veía.

    Esperó a que volvieran; pero evidentemente los dos seguían el paseo entre los castaños o se habían sentado a charlar al pie de algún árbol.

    Apoyado en el muro que rodeaba la repisa de la cisterna, entre dos maceteros de albahaca y rosas tre­padoras ya medio secas, Nino observaba fijamente el castañar que se había cerrado a espaldas de Cettina y Santagati.

    Un vivo malestar le iba creciendo en el pecho, unas ganas de ponerse a llorar desesperadamente, porque aquel paseo en el castañar no tenía ninguna justifica­ción y tenía el aire de una cita acordada precisamente durante la ausencia del tío Biagio.

    ¿Por qué Santagati, en lugar de llegar por la entra­da principal como siempre, había buscado la verja que daba al terraplén escarpado y pedregoso, cruzando lue­go la viña llena de tierra, muretes y escalones, en lugar de echar por la fanega mucho más cómoda?

    Por más que Nino intentaba justificar de cualquier manera esta entrada clandestina, no conseguía encon­trar excusas creíbles.

    A lo mejor Santagati, siguiendo algún pájaro o cone­jo, se había metido en el terraplén y una vez allí, en lu­gar de irse por el mismo sitio, había pensado entrar por la verja, que tras la vendimia todavía no estaba cerrada con el candado y se podía abrir moviendo el arco.

    Podía ser, pero Nino presentía que era una hipótesis bastante floja. Incluso admitiendo que Santagati había llegado al terraplén cazando, ¿por qué una vez dentro de la viña al ver a la tía, en lugar de ir con ella a la ex­planada delante de la caseta, se había internado en el castañar sin disparar a las calandrias que esa mañana pasaban numerosas? 

    Nino de hecho había notado que mientras Santagati y la tía Cettina caminaban por el sendero, pasaron dos o tres bandadas bajas de calandrias sin que Santagati moviera la escopeta del hombro. Pudiera ser que, al verla sola, Santagati la hubiera conducido conversando hacia el castañar para cortejarla y ella por debilidad o pereza lo seguía sin segundas intenciones, decidida a reaccionar si él hubiera intentado abrazarla. Pero tam­bién esta hipótesis, que Nino se esforzaba por reforzar, hacía agua por todas partes y el muchacho lo sabía. ¿Por qué Cettina debía secundar pasivamente las ma­niobras de Santagati, si no era por el placer o deseo de encontrarse con él en el castañar? Habría sido facilísimo para ella dirigir el paseo hacia la explanada delante de la caseta, induciendo a Santagati a disparar a las calandrias que pasaban en pobladas bandadas sobre sus cabezas; es más, las calandrias habrían sido una excusa perfecta para enfriar los humos del odioso petimetre.

    Entretanto el tiempo pasaba y la pareja no salía del castañar. A Nino le parecía que estaban allí desde un tiempo infinito.

    Pensó ir a buscarlos. Pero la tía, después de lo que habían hablado el día antes, tendría la sensación de que la espiaba; y esto seguramente la molestaría. Ella le había dicho y repetido claramente que sus dudas so­bre Santagati eran absurdas y que entre ella y Sasá no había nada más que amistad. Verse seguida después de habérselo asegurado, podía exasperarla hasta el punto de querer cortar cualquier relación con él, como ya había amenazado.

    Nino permaneció aún en el rellano de la cisterna, con los ojos fijos en la fanega que llegaba hasta el cas­tañar; era por allí por donde saldrían los dos. Su cere­bro continuaba trabajando como un motor silencioso pero aceleradísimo: era la primera vez que Cettina y Santagati daban un paseo de aquel tipo, hasta ahora nunca habían ido juntos al castañar y precisamente iban cuando el tío Biagio no estaba.

    Si se trataba de un paseo inocente podría haber ido con Biagio y no esperar a su ausencia; sobre to­do porque Biagio en los últimos diez días había estado siempre allí, bien dispuesto a ir al castañar o donde fuera, se había ausentado solamente aquel día por po­cas horas; y ellos justo durante esas pocas horas...

    Ante aquellas reflexiones parecía que el mundo se derrumbaba a su alrededor. A cierto punto, pensando en que Cettina quizá estaba en brazos de Santagati, no resistió más; de repente resolvió ir al castañar sin de­jarse ver; entraría desde el lado del bosque donde la densa vegetación de higos chumbos, zarzas y encinas se confundía con los primeros castaños; entrando por allí ellos no podrían verlo. En dos saltos bajo a la viña y se puso a correr; evitan­do la fanega hizo un largo trecho en medio de las vides, saltando muretes y caballones, rompiendo los brotes y sarmientos que le cortaban el paso hasta que llegó a un lado impenetrable del bosque, subió a una roca y desde allí, enganchándose los pantalones y las piernas entre las zarzas, entró al castañar por entre el follaje.

    Era una de las zonas más antiguas; allí los árboles tenían más de veinte años y habían crecido lo bastante para ser talados, sus copas estrechamente entrelazadas formaban un nave bastante alta y umbrosa. Desde allí se divisaba el resto del castañar, más joven y esquil­mado por talas recientes, donde penetraban claros de luz solar que aclaraban blandamente el sotobosque.

    Escondido detrás de un grueso tronco de castaño, marcado por los golpes del hacha que lo había abati­do algún año antes, Nino se puso a mirar.

    Hacia los troncos delgados se extendía el castañar en absoluto silencio; a veces se oía de repente el trino cer­cano de un pájaro, el graznido de un cuervo que salta­ba entre las ramas más altas o la caída ahogada de un erizo de castaña que se desprendía de las ramas más altas y batía en el suelo recubierto de hojas marchitas; estos sonidos acrecentaban la soledad y el silencio del castañar, embebido en la humedad del otoño.

    Nino observaba a su alrededor: desde donde termi­naba la fanega y empezaba el bosque por donde había visto entrar a la pareja, hasta una amplia franja entor­no. Por ninguna parte se descubría un alma. Poniendo la oreja para escuchar si llegaba algún ruido de voces, no se oían más que los solitarios sonidos del bosque deshabitado, susurro de hojas o cantos muy lejanos de pájaros que llegaban desde las viñas y algún escope­tazo distante.

    El corazón le latía con violencia, casi se oía su pe­queño y apresurado latido en aquel silencio. ¿Dón­de habrían podido ir? Quizá se habían internado aún más en el castañar. Salió de su escondite y empezó a avanzar entre los árboles parándose de vez en cuando para escuchar.

    Alcanzó una elevación desde donde veía un trecho más vasto del castañar; tampoco desde allí se veía a nadie. Empezó a andar más rápido, sin pensar ya en esconderse. Con el ansia de descubrir dónde se encon­traban, se había puesto a correr sin darse cuenta.

    Dos veces corriendo tropezó, destrozando dos gran­des y delicadas setas parasol preciosas, que en otros momentos habría recogido contento con mucho cuida­do. En su angustioso avance descubría erizos cerrados que contenían brillantes tesoros marrones, setas exqui­sitas que se le plantaban delante. Mientras saltaba entre los trocos vio surgir entre las hojas un hongo espon­joso, llamado morel", uno de los más buscados, y lo arrancó de una patada furiosa; y setas boletus, lengua de vaca12 y parasol, como en el bosque de los sueños; había de sobra para llenar una gran cesta. Aquella ca­rrera desordenada lo llevaba a bajantes donde crecían las setas mejores y más raras; ni él ni sus parientes ha­bían visto nunca tantos tipos a la vez, ni tan hermosas.

    Corriendo a la búsqueda ya desesperada de Cettina y Santagati se paró a escuchar por una hendidura y vio a sus pies un nido de gorriones caído de un árbol; entre las plumas pegadas dentro había pequeños tro­zos de cascarón, los restos del huevo del que había salido un gorrión, junto a un huevecillo ligeramente rosado todavía intacto; un descubrimiento que poco tiempo antes lo habría llenado de gozo. Sin embargo, le echó el pie encima, aplastando el nido y el peque­ño huevo.

    Tuvo ganas de ponerse a gritar en el silencio enor­me del castañar, llamando a Cettina. ¿Y si habían vuelto saliendo por la viña vecina, por donde se podía pasar a la del tío Alfio justo a la altura del caserón? Corrió hacia esa parte donde a los doce años había ido tantas veces a jugar con los primos, y de nuevo tuvo ganas de gritar el nombre de Cettina; le parecía escuchar el eco de su propio grito en las naves del castañar, como cuando se llamaban con los primos a distancia.

    Cuando llegó donde el bosque linda con la viña del vecino, se subió a un muro derribado; desde allí se veía la extensión de la viña salpicada por las ramas de dos nogales hasta un lejano caserío; no se divisaba a nadie. Pero ¿dónde podían haber ido? Nino bajó de un salto, anhelante como un perro de caza siguiendo las pistas de las presas, y volvió a buscar en el castañar. Ahora intentaba adentrarse en otra zona que de lejos parecía desierta; alcanzó un sendero apenas dibujado entre las hojas que habían trazado los carboneros y las mulas que cargaban los sacos llenos de castañas o troncos largos y delgados atados a los lados que arras­traban por el suelo.

    Antes de adentrarse en esta zona quiso hacer un úl­timo intento y volvió al bosque para mirar si, por casua­lidad, habían vuelto a la viña desde alguna otra parte sin que él los viera. Pero la larga y derecha fanega que llevaba a las casas del tío Alfio estaba desierta y desierta se veía también la explanada delante de la caseta.

    Llegaban de la tranquila campiña ruidos de esco­petas lejanas y cercanas; una bandada de calandrias le pasó baja por encima de la cabeza; un cuervo se refu­gió en picado entre las hojas de una encina del bosque. Una voz que se oía apenas de algún caserío lejano lla­maba: «¡Carmela! ¡Carmela!».

    Nino se quedó un poco mirando. Entonces aún es­taban en el castañar. Con los ojos húmedos de lágri­mas volvió a la carrera.

    Aquella parte del castañar había una ligera pen­diente, con castaños dejados de anteriores talas que se lazaban con poderosos y altísimos troncos.

    Nino se paró de nuevo; en el gran silencio que ha­bía en torno se oyó el crujido de una castaña que fuera del erizo se precipitaba con fragor contra las hojas y los troncos.

    A lo lejos había una caseta medio derribada de esas donde se recogen las castañas a la espera de cargar­las sobre las mulas, y donde alguna vez dormían los leñadores o se paraba algún cazador; se erigía en una pequeña llanura rodeada de altos árboles inmersa en una sombra reparadora.

    Nino se dirigió allí cuando estaba por llegar a la puerta, prefirió dar una vuelta por un lado de la caseta: era una pequeña construcción de piedra lávica, con las paredes sin enlucir, cubierta de tejas rotas por algu­nos sitios. Por una esquina las piedras y un poco del techo se habían hundido, la brecha se había tapado a la buena de Dios, con ramas de árbol. Acercándose a la pared, Nino vio que en lo alto había un agujero, una especie de ventanilla rudimentaria. Le pareció oír un crujido dentro.

    A lo largo de la pared se alargaba un rústico poyo, el muchacho levantó una gran piedra y la puso encima para subir. Desde allí tomó impulso con las puntas de los pies y miró dentro del agujero: vio lo primero dos cañones lustrosos apoyados en la pared de enfrente; bajando la mirada vio a Cettina y Santagati en el suelo sobre un montón de hojas. Ella tenía los muslos com­pletamente al descubierto y él estaba encima. Nino veía las manos blancas de ella que salían de las mangas del jersey amarillo y se abrazaban a los robustos hombros de Santagati, cubiertos con la áspera chaqueta de caza; él apoyaba la boca contra la boca de ella, como si quisiera quitarle el aliento con aquellos bigotes rubios enmarañados sobre el pétalo rosa de ella.

    Al mantenerse sobre las puntas de los pies en la piedra vacilante, Nino perdió el equilibrio y cayó de golpe en las hojas secas. Al ruido se oyó trastorno dentro de la caseta. Nino se levantó de inmediato y se puso a correr antes de que alguien saliera; se puso a correr desesperadamente, con el corazón en la gar­ganta, una rodilla ensangrentada, intentando escon­derse detrás de algún tronco grande; costara lo que costara no quería que ellos dos lo vieran.

    Después de una breve parada detrás del follaje, temiendo que salieran y vinieran a mirar por allí, re­tomó la carrera para alejarse lo antes posible de aquel sitio que le causaba horror.

    Corriendo entrevió por el rabillo del ojo a Santagati delante de la caseta: miraba y ciertamente lo estaba viendo huir atropelladamente; a Nino le parecía que la mirada de Sasá Santagati lo seguía en su fuga con una sonrisa de compasión y de burla.

    Entonces, con la esperanza de que Sasá no lo hu­biera reconocido, engañado por las sombras del cas­tañar, forzó aún más la carrera; el corazón parecía que quisiera partirle el pecho.

    Cettina no era suya, ya no querría saber nada de él, todo había terminado. Se le nubló la vista, se dio un golpe violento con la cabeza contra un tronco, creyó ver un gran relámpago sordo; advirtió un dolor oscu­ro en la mitad de la frente y siguió corriendo. Ape­nas veía, corriendo con la cabeza que le daba vueltas, volvió a golpease contra otro árbol y casi perdió el sentido; tambaleándose empujado por el ímpetu de la carrera se encontró en el borde de un escarpado barranco que atravesaba el castañar, un barranco que conocía muy bien, en el cual había jugado muchas veces con sus primos, escondiéndose detrás de las rocas y las retamas, fingiendo disparar a los enemigos o preparando cordeles de hierba para pillar lagartijas.

    Vio aquel barranco que conocía a sus pies y casi sin darse cuenta del todo de lo que hacía se tiró de cabeza, como si se zambullera en la playa de Guardia Ognina; se golpeó la cabeza violentamente contra una roca y ya no se movió.

    Su cuerpo sin vida quedó con la cara hacia el cielo y las piernas estiradas sobre aquel pedrusco de lava.

    La camisa, a rayas blancas y azules que la madre le había comprado dos días antes en esa tienda de la calle Lincoln y que tanto le había gustado a la tía Ce­ttina, se había desgarrado por un lado. En su cara de adolescente con el pelo rubio descolorido por el sol y el mar, brotó encima del pómulo una mancha roja.

    Desde el campo inmerso en el otoño llegaban es­copetazos de los cazadores que disparaban a las ca­landrias. Era el 15 de noviembre de 1925.


    0 comentarios:

    Publicar un comentario

    En breve aparecerá tu comentario. Gracias por participar

     

    Nosotros te leemos

    Consiste en la creación de un banco de relatos sonoros para facilitar el acceso a la lectura a todas aquellas personas que por cualquier razón (problemas de movilidad, visión, hospitalización, etc.) no puedan hacer uso de los libros de las bibliotecas municipales, y por supuesto para todo aquel que los quiera escuchar.

    Para ello, se van a grabar una serie de lecturas de obras literarias breves con diversas personas (actores, poetas, profesores y periodistas) que generosamente han querido colaborar prestándonos su voz.

    Estas grabaciones se irán publicando a través de los portales de la Red Municipal de Bibliotecas y de la Concejalía de Política Social del Mayor.

    Paralelamente se realizarán talleres de escritura y narración que permitan grabar a los autores sus relatos, ampliando así los cauces de participación de nuestros mayores convirtiéndolos en creadores y narradores de sus propias historias.


    Vistas de página en total

    © Red de Bibliotecas de Lorca. Con la tecnología de Blogger.

    Nuestra Red de Bibliotecas

    Nuestra Red de Bibliotecas la componen 10 centros: Biblioteca "Pilar Barnés", Biblioteca Infantil y Juvenil, y los centros de lectura de; Príncipe de Asturias, La Paca, Almendricos, Purias, Zarcilla, La Hoya, Marchena-Aguaderas y Cazalla


    Generador de Códigos QR Codes código qr

    Red de Bibliotecas de Lorca


    Plaza Real, s/n
    30800 LORCA (Murcia)
    968 473 127 y 968 473 130
    bibliotecalorca@lorca.es