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    El fabricante de medias con locución de Manuel Muñoz Clares


     


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    “El fabricante de medias” de Steen Steensen Blicher , forma parte del libro "Cuentos europeos de amores imposibles" está editado por Clan en el año 2007, con locución de Manuel Muñoz Clares y música de Gabriel Fauré- Pavane, Op. 50



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    EL FABRICANTE DE MEDIAS
    Por Steen Steensen Blicher


    Cuando paseo por el extenso páramo, tan solo distingo el tostado brezo y el cielo azul. Entonces mi corazón es libre y me siento orgulloso, como el beduino que no posee ninguna casa, pero que al mismo tiempo posee todo aquello que ve. Un árabe lo llamaría "mi brezal". ¡Ah! Este desierto de felicidad es tuyo y mío. Es de todos. Es de nadie.

    Cuando contemplo una casa en la lejanía pienso: "Pues sí que está alejada esa casa. Seguramente haya pobreza. La gente se pele ará sobre lo que es tuyo y lo que es mío". Pero cuando estoy su doroso, cansado y sediento, buscando la tienda y la cafetera del árabe, entonces doy gracias a Dios, porque la casa que se encuen tra en la lejanía puede darme agua y cobijo.

    Un caluroso y tranquilo día de septiembre , hace ya unos años, me encontraba allá en el brezal. El viento ni siquiera rozaba el rojo brezo. El aire era caliente y somnoliento. Las colinas que di visaba en la lejanía parecían casas y castillos, personas y animales; como visiones. Una casa se convirtió de repente en una iglesia, y después en una pirámide. Una persona se convirtió en un caba llo, y después en un elefante.

    Cuando ya estaba cansado y sediento, empecé a buscar un ho gar de verdad. Y lo encontré. Vi una auténtica granja y me acer­ qué. Se fue dibujando cada vez con más claridad. No conocía a los habitantes de esa granja. Parecían pobres, aunque sabía que las personas que viven en el brezal suelen guardar oro y plata en un viejo armario. O esconden una gruesa billetera en una chaqueta remendada. Cuando entré en el comedor vi una alcoba repleta de medias, y pensé: "¡Debe tratarse de un rico fabricante de me medias".

    Un hombre de mediana edad, canoso pero fuerte, se levantó y dijo: "Bienvenido. ¿Podría preguntarte de dónde vienes, buen amigo?". El can1pesino del brezal no tiene inconveniente en reci bir a invitados, pero es algo curioso. Le expliqué mi procedencia . Llamó a su mujer, que enseguida sacó algo de comida y dijo: "Come y bebe todo lo que puedas". No hacía falta que lo dijera puesto que estaba hambriento y sediento.

    En mitad de la comida y de una charla política con mi anfi trión, apareció una joven y bonita campesina en el comedor. Pa recía una fina señorita, pero tenía las manos rajás y podía oírse por su forma de hablar que era campesina . Saludó amablemente con la cabeza y volvió a marcharse del comedor.

    -¿Es ésta vuestra hija? -pregunté a los padres .

    -Sí, es nuestra única hija -contestaron.

    -No creo que puedan retenerla durante mucho tiempo
    -dije.

    -¡Díos mío! ¿Qué quieres decir? -preguntó el padre. Pero sonrío al mismo tiempo. Sabía perfectamente a qué me refería.

    -No creo que le falten pretendientes -respondí.

    -¡Hum! -gruñó-. Es cierto, tenemos bastantes preten dientes, pero en cuanto a buenos pretendientes ... eso está por ha blar. Porque, claro, pedirle la mano con un reloj de bolsillo y una pipa de plata, es algo que puede ayudar, ¿no?

    Se inclinó un poco para mirar por la ventana .

    -Mira. Ahí viene uno de ellos: un pastor, ¡ja! Va por ahí con un saco de calzas, pobre tonto. Quiere pedirnos la mano de nues tra hija con dos burros y dos vacas y media, el pordiosero .

    Se refería al hijo de su vecino más cercano, que vivía a más de media milla de allí, y que se acercaba por el camino del brezal. El padre tan solo poseía un pequeño trozo de tierra, y le debía dos cientos escudos al fabricante de medias. El hijo había estado ven diendo calcetines por los alrededores durante un par de años. Y había pedido la mano de la agradable Cecil, pero había obtenido un contundente "¡No!." por respuesta.

    Cecil volvió al comedor y alternó la mirada entre su padre y el joven que se encontraba fuera. Pude comprobar que no estaba de acuerdo con su padre. Cuando el joven vendedor entró por una de las puertas, ella salió por otra. Pero le envió una tierna y afli­ gida mirada.

    El joven dijo: "¡La paz de Dios sea con vosotros! Y buenos días". Mi anfitrión se apoyó sobre la mesa con ambas manos y contestó secamente: "Bienvenido". El joven se detuvo durante un buen rato, contemplando el comedor. Entonces, sacó su pipa del bolsillo y la rellenó. Fue un proceso lento, pero mi anfitrión ni si­ quiera se movió.

    El vecino era un hombre hermoso, rubio, con ojos azules y mejillas sonrosadas. Tenía veinte años, pero todavía lucía un fino vello en la barbilla .Estaba vestido con una bonita chaqueta, pan­ talones anchos, un chaleco de rayas rojas y una pañoleta estam­ pada con flores azules. Me gustó. Tenía un rostro dulce y abierto. Parecía honrado y paciente.

    Estuvieron en silencio durante bastante tiempo. Finalmente, el padre preguntó fríamente: " Dónde vas hoy, Esben?". Esben encendió su pipa antes de responder: "Hoy a ningún sitio. Pero mañana viajaré a Holsteen". Silencio. El joven miró las sillas, eli­ gió una y se sentó. Entonces entraron la madre y la hija. Esben las saludó tranquilamente con la cabeza; no se podía adivinar en qué estaba pensando. Cecil se sentó suspirando y empezó a tejer de, forma ansiosa. Su madre se sentó junto a la rueca y dijo tranquilamente: ''Bienvenido, Esben". - Irás a comerciar? -preguntó el padre

    -Sí, quiero intentar ganar algún dinero en el sur. Por eso quiero pediros que no deis la mano de Cecil hasta que yo no re­ grese. Entonces ya podríamos ver cómo me han ido las cosas.

    Cecil se sonrojó, pero continuó contemplando sus labores. La madre detuvo la rueca y miró fijamente a Esben. Pero el padre contestó, dirigiéndose a mí al mismo tiempo:

    - Cómo puedes pretender que Cecil vaya a esperarte? Tal vez estés ausente durante mucho tiempo. Puede que nunca regreses.

    -Entonces sería su culpa, Michel Kra::nsen -dijo Esben-. Pero le voy a advertir una cosa: si obliga a Cecil a casarse con otro, cometerá una gran injusticia, tanto hacia ella como hacia mí.

    Entonces se levantó, extendió su mano para saludar a los ma­ yores y dijo un seco adiós. A su novia le habló en un tono mucho más suave: "Adiós Cecil. Y gracias por todo lo bueno . Piensa en mí. Que Dios esté contigo y con todos los demás. ¡Adiós!". Se giró hacia la puerta, metió la pipa en su bolsillo y se alejó. Ni si­ quiera se dio la vuelta. El hombre viejo se sonrió, mientras su mu­ jer suspiraba: "Ah, no", y volvía a poner la rueca en marcha. Una lágrima corría por la mejilla de Cecil.

    Pensé en decirles algo a los padres, como que tenían que apre­ ciar más la habilidad y el esmero que el dinero. Pero conocía bien a este tipo de gente: sólo les importa los escudos. Y tal vez tengan razón, pues con dinero se puede conseguir comida, bebida, ropa y casa. E incluso amistad y cariño. Y como dice el campesino: "Donde no hay harina, todo es mohína". Tal vez el amor verda­ dero tan sólo se pueda encontrar en los libros.

    Por ello me limité a decir: "¿Qué pasará si Esben vuelve a casa con un saco de dinero?". Michel sonrió: "Sí, eso sería otra cosa".

    Volví a salir al desierto y agreste brezal. Pude divisar en la le­janía a Esben y el humo de su pipa . Pobre Cecil. Me di la vuelta y pensé para mí mismo: "Si esta granja no estuviera aquí, habría muchas menos lágrimas en este mundo".

    Pasaron seis años hasta que regresé a aquel brezal . Era un tran­ quilo y caluroso día de septiembre, al igual que la otra vez. Esta­ ba sediento y la casa del fabricante de medias era la más cercana. Cuando vi la solitaria granja de Michel Kr:Ensen, recordé a Cecil y a su novio.Tenía curiosidad por saber qué había pasado. Pensé en Esben y Cecil como marido y mujer. Ella con un pequeño so­ bre su pecho, y el abuelo con uno o dos niños más mayores sobre sus rodillas. Imaginé al hábil joven, feliz como vendedor de me­ dias.

    Pero todo había cambiado. Cuando entré en el comedor es­ cuché una dulce voz cantando. Pensé que se trataba de una nana, pero había algo triste en aquella canción, que de hecho termina­ ba así:

    La mayor pena en este mundo, es perder a quien se ama.

    En el comedor se encontraba Cecil, pálida pero todavía her­mosa. Cuando me miró, me di cuenta de que la locura asomaba por sus ojos. Estaba sentada cantando y hacía como que daba vueltas a la rueca, sin embargo no había ninguna rueca. Me pre­ guntó con ansia: "¿Es usted de Holsteen? ¿Ha visto a Esben? ¿Vol­verá pronto ?". Contesté rápidamente : "Sí, volverá pronto. Le manda saludos".

    La madre de Cecil entró en el comedor. Parecía envejecida y desgastada, y no me reconocía: "Bienvenido y siéntese. ¿Puedo preguntarle de dónde viene, buen señor?". Le expliqué que había estado en la granja hacía algunos años. "Dios mío", gritó y aplau- · dió. "Siéntese por favor, y le cortaré un trozo de pan. ¿Puede que también esté sediento?". Ni siquiera esperó mi respuesta y volvió con comida y bebida.

    -¿No está el señor en casa? -pregunté.

    -A mi marido -contestó-, el Señor se lo llevó a su lado hace tiempo, sí, bastante tiempo. Soy viuda desde hace tres años.


    Es una gran pena -dije.

    -Sí -gimió, con lágrimas en los ojos-. Pero no es lo único. ¿No ha visto a nuestra hija?

    Sí -contesté-.Parecía algo rara.

    ¡Está loca! -me contó la mujer y empezó a llorar.

    Y, ¿dónde está Esben? -pregunté.

    Se encuentra en el Reino de Dios -contestó-. ¿No lo sabía usted?

    Recogió sus labores de punto y me empezó a contar:

    -Nosotros y Esben hemos sido vecinos durante muchos años. Cecil y Esben se hicieron buenos amigos, pero no lo sabía­mos. La verdad es que no nos hacía mucha gracia porque Esben no tenía mucho y su padre apenas tenía nada. Pero pensamos que nuestra hija entraría en razón. El era un chico del campo. Corría de un lado para otro con un par de medias y ganaba algo) pero no daba para mucho. Entonces vino a pedir su mano. Mi marido dijo por supuesto que no) y Esben se marchó a Holsteen. Cecil se entristeció un poco) pero mi marido dijo: "Cuando llegue el hombre adecuado) se olvidará de él".

    Poco tiempo después apareció Mads Egelund. Lo conoce? Vive a un par de millas de aquí. Vino y nos pidió la mano ofre­ ciendo una granja y tres mil escudos. Era suficiente. Michel dijo enseguida que sí. Pero Cecil -¡Díos mío!-1 ella se negó.Mima­ rido se enfureció y la regañó. Yo creo que fue demasiado duro) pero quería ser él quien decidiera. Así que él y el padre de Mads se fueron con el cura para correr las amonestaciones para la boda.

    Pasaron dos domingos. Al tercer domingo el cura preguntó:


    Hay alguien que quiera decir algo?". Cecil se levantó de la silla y gritó: "¡Yo quiero! Hay tres veces más claridad para Esben y para mí en el Paraíso que en este sitio)). Intenté acallada) pero ya todos lo habían oído. Nos miraron y me avergoncé. No pensé que Ce­ cil se hubiera vuelto loca. Continuó gritando y nos vimos obliga­ dos a salir de la iglesia con ella.

    Después de aquel día empezó a decir que estaba muerta y que se encontraba en el Paraíso. También dijo que se casaría con Esben tan pronto como él muriera. No hada más que repetir lo mismo) todo el día y toda la noche. Frecuentemente me tumbaba en mi cama y lloraba mientras el resto dormía. A veces pensaba: 'Tal vez lo mejor hubiera sido que Esben y Cecil se hubieran tenido el uno al otro". Los primeros meses estuvo muy alterada. Después se tran­ quilizó pero hablaba muy poco y gemía y lloraba de vez en cuan­ do. No hada nada porque decía: "En el Paraíso cada día es festivo).

    Pasó medio año y no habíamos tenido noticias de Esben. Lle­vaba año y medio fuera. De repente un día Esben entró por la puerta. Acababa de regresar a casa. Enseguida se dio cuenta de que algo malo le pasaba a Cecil.

    Qué estás esperando? -le preguntó Cecil-. El lecho nupcial lleva preparado más de un año. Pero dime) estás muerto o estás vivo?

    -¡Díos mío Cecil! -exclamó-) ¡puedes ver perfectamente que estoy vivo!

    -Eso no es tan bueno -replicó ella-. Pues entonces no puedes entrar por las puertas del Paraíso. Apresúrate en morir porque Mads Egelund quiere llegar primero.

    -Michel ¡Michel! ¿Qué han hecho? -preguntó Esben-.

    Ahora soy un hombre rico. Tengo cinco mil escudos. Mi tío de Holsteen murió soltero y soy su heredero.

    -¿Qué dices? -exclamó mi marido-. ¿Por qué no lo has di­cho antes? Seguro que la chica se puede recuperar.

    Esben sacudió la cabeza) se acercó a nuestra hija y cogió su mano.

    Cecil dijo él-. Entra en razón. Los dos estamos vivos.

    Ahora tus padres dirán que sí, y nos tendremos el uno al otro.

    Pero ella gritó:

    -¡Aléjate! Qué haces aquí? Tú eres una persona y yo soy un ángel celestial.

    Entonces él se dio la vuelta y se echó a llorar. Mi marido dijo:

    -Seguro que puede volver a estar bien. Duerme aquí esta no­ che. Entonces veremos qué dice mañana .

    Se hizo de noche y empezó a tronar y a caer relámpagos. Es­ ben se fue a la cama. Los demás también nos acostamos. Pero pude oír a través de la pared como gemía y lloraba. Creo que tam­ bién estuvo rezando. Entonces me dormí. Cecil dormía en la al­ coba que había frente a nosotros.

    Hacia la una me desperté. Fuera todo estaba tranquilo y la luna brillaba a través de la ventana . Yo estaba tumbada pensando en nuestra desgracia. Todo estaba en calma en la alcoba de Cecil. Tan1poco se oía a Esben. Así que salí a hurtadillas de mi cama para acercarme a la de Cecil. Miré allí pero ella no estaba.

    Me alteré y corrí a la cocina para encender la luz.Entonces subí al comedor, donde Esben dormía. ¡Ah, Señor ayúdanos! Qué vi? Ella estaba sentada en la cama de Esben .La cabeza de él estaba apo­ yada sobre su regazo, estaba pálido como un cadáver y las sábanas estaban rojas de sangre. Yo grité, pero Cecil me hizo señas con una mano mientras con la otra acariciaba la mejilla de Esben.

    -¡Chist! ¡Chist! -dijo- Mi novio duerme ahora dulcemen­ te. Hay que enterrarlo. Entonces entrará en el Paraíso y nos casa­ remos.

    ¡Ay, ay!, ella le había cortado la garganta . El cuchillo se en­contraba en el suelo, junto a la cama.

    Llegado a este punto, la infeliz viuda escondió el rostro entre sus manos y lloró. Finalmente continuó:

    -Esben fue llevado a casa de sus padres, que pensaban que él aún seguía en Holsteen. Sí, gritaron y lloraron cuando vieron que estaba muerto. Era tan joven, y ahora era rico, y encima su novia lo había matado. Michel nunca pudo olvidarlo. No volvió a ser persona. Estuvo enfermo durante varios meses y finalmente mu­rió.

    El mismo día que él falleció, Cecil durmió tres días seguidos.

    Cuando se despertó, había vuelto a la normalidad. Yo estaba sen­ tada junto a su cama. Suspiró, abrió sus ojos, me miró y dijo: " Dónde he estado? Soñé que estaba en el Paraíso y Esben estaba conmigo. Mamá, ¿dónde está Esben? ¿Sabéis algo de él?". Yo le contesté: "No sabemos nada''.

    Cecil gimió:

    -¿Dónde está papá?

    -Tu padre está bien -respondí-. Dios se lo ha llevado con él.

    Entonces empezó a llorar.

    -Mamá, quiero verle.

    -No puedes porque está enterrado.

    -¿Cuánto tiempo he dormido? -preguntó-. ¿Por qué me habéis despertado? Dormía tan plácidan1ente . Soñaba tan a gus­ to. Esben venía cada noche a visitarme, vestido de blanco y con un collar de perlas rojo alrededor del cuello.

    Entonces empezó a gemir de nuevo.

    Pobre criatura. De nuevo era normal, pero no volvió a ser fe­liz. No hablaba nunca, sólo cuando le preguntaban . Cuidaba su trabajo. Nunca se encontraba ni enferma ni sana. Tres meses des­pués apareció Mads Egelund para pedir su mano. Pero ella no lo quería, y él se enfureció.

    Cecil no sabía que había matado a Esben. Pensaba que se había casado en Holsteen o que estaba muerto. Así que, cuando Mads le pidió de nuevo la mano, ella contestó que prefería estar muerta a casarse con él. Y él replicó: "Da igual. Yo tampoco quie­ ro estar con alguien que cortó la garganta de su amado".

    Yo me encontraba en la cocina y lo oí todo. Corrí hacia el co­medor y grité: "¡Mads!¡Mads! Qué estás haciendo?". Pero era de­ masiado tarde. Cecil estaba completamente pálida con la mirada fija. "Tan solo digo la verdad", dijo él. "No puede estar esperan­ do a un hombre muerto durante toda su vida. Adiós y gracias."

    Se fue. Y Cecil nunca volvió a ser normal de nuevo. Mírela. Canta esa canción que compuso cuando Esben se marchó a Hols­ teen. Y piensa que está tejiendo sábanas nupciales . Pero está tran­quila. No hace nada, pero debo estar vigilándola noche y día. Es­ pero que Dios nos lleve pronto con él.

    Al momento entró Cecil en el comedor.

    -No -dijo-. Hoy todavía no lo voy a poder ver. Pero maña­ na vendrá seguro. Debo darme prisa con las sábanas nupciales.

    Se sentó, hizo como que movía la rueca adelante y atrás, y em­pezó a cantar.

    Me fui caminando entristecido. Pensaba en Cecil y su desgra­cia. Entonces escuché el canto de un pájaro solitario. Sonaba como el lamento de mil corazones desgraciados:

    La mayor pena en este mundo, es perder a quien se ama.


    Traducido por Leticia Casañ Jensen.

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    Estas grabaciones se irán publicando a través de los portales de la Red Municipal de Bibliotecas y de la Concejalía de Política Social del Mayor.

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