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SOBRE IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN
Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) es autor de más de quince libros, entre los que destacan, El día de mañana (2011; Premio de la Crítica, Premio Ciutat de Barcelona, Premio de las Letras Aragonesas, Premio Hislibris), La buena reputación (2014; Premio Nacional de Narrativa, Premio Cálamo al Libro del Año) y Derecho natural (2017). También ha publicado el ensayo Enterrar a los muertos (2005) y el libro de relatos Aeropuerto de Funchal (2009).
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“Fruta del tiempo”, de Ignacio Martinez de Pisón, incluido en el libro “Mar de Pirañas”, editado por Menos Cuarto ediciones en Palencia, el año 2012, con locución de Alicia López Portillo, y música basada en “preludio de la gota de agua” de Chopin.
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IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN
Fruta del tiempo
Nuestro perro se llamaba Galo porque lo habíamos
encontrado en el interior de un coche francés abandona-
do. Era, como suele decirse, un chucho de raza indefinida
pero tenía la estampa altiva de un verdadero pointer. A
mí, de hecho, no me extrañaría que por sus venas corrie-
ra sangre de perro cazador, ya que nunca parecía divertir-
se tanto como cuando perseguía liebres y conejos y cuan-
do hozaba en las bocas de las madrigueras. Mi hermana
Inés y yo le dejábamos hacer, y luego le pasábamos un
cepillo por el pelo castaño oscuro para limpiárselo de tie-
rra y de tallitos secos.
Aquella mañana, unas briznas de hierba se le habían
adherido con tal fuerza en la piel que no había manera de
desprendérselas. «No te esfuerces, es inútil», dijo Inés,
pero yo la llamé estúpida y la mandé callar. Ella entonces
me quitó el cepillo e insistió: «Mírame el pelo y sabrás a
qué me refiero». La miré. Mi hermana siempre había sido
muy coqueta, y aquel día había adornado su melena rubia
con tréboles y margaritas. «Hace ya una semana que me
ocurre. Hoy estamos de suerte porque me ha salido un
trébol de cuatro hojas detrás de la oreja», comentó son-
riendo. Yo volví a insultada y le di un empujón que la hizo
caer sobre Galo.
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Durante la comida la acusé. La comida era el único
acto diario en el que coincidíamos todos, pequeños y
mayores. Sintiendo cómo renacía en mí el enojo de unas
horas antes, dije: «Ya está bien. Tenéis que hacerle com-
prender a Inés que una cosa es la realidad y otra la fanta-
sía. Ahora le ha dado por creer que a Galo y a ella les sale
hierba en el pelo. Como siga así, se va a volver loca».
Yo esperaba que reaccionaran asintiendo con la cabe-
za y diciéndole a mi hermana algo así como: «Parece men-
lira que tú seas la mayor». Lo que hicieron fue, sin embar-
go, muy diferente. Mi padre me acercó la bandejita con
cerezas que había en el centro de la mesa y preguntó: «A ti
siempre te han gustado las cerezas. ¿Tendrás bastante con
cstas?». Yo no supe qué contestar y la tía Amalia, que pasa-
ba los veranos con nosotros, ladeó la cabeza y, con el
mismo gesto con que las mujeres se quitan los pendientes,
se llevó la mano al cabello ensortijado para sacar de él un
par de cerezas, luego otro, finalmente tres o cuatro más.
«Cosecha propia», dijo, y todos se echaron a reír.
Si entonces no comentamos nada de esto en el pue-
blo fue un poco por prudencia y otro poco por egoísmo.
Por prudencia, porque los mozos del pueblo eran unos
brutos y a nadie le gusta que le tiren del pelo. Por egoís-
mo, porque aquel año había granizado bastante y el pre-
cio de la fruta estaba muy alto. Mi hermana surtió de fre-
sas nuestra despensa, mi madre de higos y mi padre de
peras. La sirvienta, como era murciana, nos proporcionó
melocotones. Yo mismo produje unas cuantas docenas de
ciruelas verdes, aunque demasiado ácidas para el gusto de
lodoso Cuando salíamos al campo, ocultábamos nuestro
secreto bajo unos grandes sombreros de paja, y los paísa-
nos nos preguntaban si nos habíamos metido en alguna
secta extraña.
Llegó septiembre y nuestro pelo volvió a ser el de
siempre. Guardamos los sombreros en un arcón, satisfe-
chos de que nadie hubiera sospechado nada. El único que
lo pasó mal fue Galo, el pobre. Lo tuvimos todo el tiempo
encerrado en una habitación en la que nunca daba el sol.
Sus racimos de uvas se fueron poco a poco pudriendo y a
mediados de mes mi padre tuvo que sacrificarlo.
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