“Efectos del sueño interrumpido” de Luigi Pirandello forma parte del libro
“Cuentos europeos de fantasmas”, editado por Clan, 2005, con locución de
Santos Campoy y música Claude Debussy. Sonata for flute, viola and harp. L. 137-1. Pastorale
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EFECTOS DE UN SUEÑO INTERRUMPIDO
por Luigi Pirandello
Vivo en una vieja casa que parece la tienda de un chamarilero. Una casa que tiene polvo acumulado de hace ni se sabe cuántos años.
La perpetua penumbra que la oprime tiene algo de la severi dad de las iglesias y reina estancado el rancio olor a viejo y a mar chito de los decrépitos muebles de todos los estilos que la atestan y de las numerosas telas que la ornamentan, preciosas pero ajadas y descoloridas, extendidas y colgadas aquí y allá, a modo de cober turas, telones y cortinas. Yo, por mi parte fumando día y noche, añado a ese rancio olor, en la medida de mis posibilidades, la peste de mis pipas mugrientas. Tan sólo cuando vuelvo de la calle me doy cuenta de que en mi casa no se puede respirar. Pero para alguien que vive como yo vivo... Pero basta, eso no interesa.
El dormitorio
está formado por una especie de alcoba sobre una tarima con
dos escalones; con el techo a ras de
cabeza el arquitrabe sujeto
por dos rechonchas columnas plantadas en el centro. Detrás
de las columnas hay también unas cortinillas que se deslizan por varillas de latón,
para ocultar la cama. La otra mitad de la habitación hace las veces de despacho.
Debajo de las columnas hay un diván pequeño y feúcho, aunque la verdad que muy cómodo,
cubierto con numerosos cojines amontonados, y delante una mesa maciza que cumple
las funciones de escritorio. A la izquierda se encuentra una gran chimenea que nunca
encien do; en la pared de enfrente, entre dos ventanucos, un viejo
anaquel con cadáveres de libros compuestos
por pergaminos amarillentos cosidos. Sobre la repisa de mármol renegrido de la chimenea
hay colgado un cuadro del siglo XVII, medio ahuma d , ue representa la Maddalena inpmitenza, no
sé si es copia u ongmaL pero aunque fuera una copia no carecería de cierto valor.
La figura, realmente grande, está tumbada boca abajo en una gruta; un brazo, con el codo
apoyado en el suelo, sujeta la cabeza; con .la mirada baja lee un libro a la luz
de un farolillo que reposa en tlerra, cerca de una calavera. Ciertamente, el rostro) el magnífico volumen de la
leonina melena suelta, el hombro y los pechos descubiertos a la cálida luz del farolillo, son hermosísimos.
La casa es mía y
no es mía. Pertenece, con todo el mobiliario, a un amigo que hace tres años, antes
de irse a América, me la dejó en garantía por una importante deuda que había contraído
conmigo. Y este amigo no ha vuelto a dar señales de vida, ni he logrado obtener,
tras innumerables demandas y pesquisas, noticia alguna de él.
Así que evidentemente no puedo aún, para recuperar mi dinero,
disponer ni de la casa ni de cuanto contiene.
A pesar de esto,
un anticuario que conozco le hace la corte a esta Maddalena in penitenza y el otro
día trajo a mi casa a un forastero para enseñársela.
El visitante rondaba los cuarenta.
Alto, delgado, calvo, vestía de luto muy
riguroso, como se puede ver aún en provin cias. Hasta la camisa estaba de luto.
También la cara, desolada, transmitía la desgracia de quien acaba de sufrir un grave
golpe. Pero a la vista del cuadro se descompuso totalmente y se cubrió de repente
ambos ojos con las manos, mientras el anticuario le pregunta ba, con extraña
satisfacción:
-¿Es verdad o no?,
¿es o no verdad?
Y aquel, con el rostro
aún entre las manos, asintió varias veces. Las hinchadas venas de su calvo cráneo
parecían a punto de estallar. Sacó de su bolsillo un pañuelo bordado de negro y
se lo llevó a los ojos para enjugar las lágrimas que brotaban sin cesar. Al
final, un visible estremecimiento sacudió su estómago, obturándole la nariz.
Todo muy exagerado,
meridionalmente exagerado. Pero tal vez también sincero.
El anticuario
se puso a explicarme que conocía desde la infancia a la mujer de
aquel señor, que era de su misma tierra:
-Le puedo asegurar
que era la réplica exacta de esta Maddalena . Pero no caí en ello hasta ayer, cuando
mi amigo vino a anunciarme que había muerto, tan joven, hace apenas un mes. Usted
recuerda que vine hace poco a ver este cuadro.
-Ya, pero
...
-Sí, y me dijo entonces
que no podía usted venderlo.
-Y sigo sin poder
hacerlo ahora.
Noté de repente que
el visitante se aferraba a mi brazo, y a punto estuvo de echarse a llorar en mi
hombro, suplicándome que se lo vendiera a cualquier precio: era ella, su mujer,
ella tal cual, ella -toda ella- tal como tan sólo él, su marido, podía haberla visto
en la intimidad (y con estas palabras aludía clara mente a la desnudez de los pechos),
por ello no podía seguir ahí, bajo mi mirada, tenía que entenderlo, ahora que conocía
toda la historia.
Yo lo miraba, aturdido
y consternado, como se mira a un loco, pare iéndome _imposible que dijese tal cosa
en serio, que pudiese 1magmarse senamente que eso que a mi juicio tan sólo era un
cuadro que nunca me había suscitado pensamiento alguno, pudiese convertirse ahora
también para mí en el retrato de su mujer así, con los pechos al aire, como sólo
él podía haberla visto en la intimidad, lo que no le permitía dejarla a la vista
de un extraño.
La excentricidad
de tales pretensiones me produjo un estallido de risa involuntario:
-No, no. Mire, estimado
caballero: yo, a su mujer, nunca la he con?cido; así que esta pintura no puede despertar
en mí los pen satruentos que usted sospecha. Yo sólo veo ahí un cuadro con una
imagen que... vale, exhibe sus...
¡En n:ala hora pronuncié
yo tales palabras! Se me plantó delante,
dispuesto a abalanzarse sobre mí, rugiendo:
-¡Le prohíbo mirarla así, en mi presencia!
Afortunadamente, el anticuario se interpuso, pidién dome perdón y comprensión por aquel pobre insensato, que siempre había sufrido por su mujer unos celos que rozaban la locura, y que duraron hasta su fmal en forma de un amor casi morboso. Después se volvió hacia él y lo conminó a calmarse; le dijo que era estúpido hablarme así, pretender obligarme a venderle el cuadro por razones tan íntimas. ¿Osaba además prohibirme mirarlo?, ¿acaso se había vuelto loco? Y lo sacó a la calle, mien tras repetía sus excusas por una escena que nunca hubiera pen sado que pudiera producirse.
Me quedé tan impresionado que por la noche soñé con ello.
Para ser más exactos, el sueño tuvo lugar a primera hora de la mañana, justo en el momento en que, a la entrada de la habitación, me despertó con un sobresalto la repentina barahúnda de una escaramuza entre gatos que acostumbran a colarse en casa, a saber por dónde, sin duda atraídos por los innumerables ratones que la tienen invadida.
Los efectos de un sueño interrumpido con tal brusquedad, fueron que los fantasmas que en él rondaban, es decir, aquel caballero de luto y la imagen de la Maddalena convertida en su mujer, no tuvieron tiempo, sin duda, de regresar a mi cabeza y se quedaron fuera, en la otra parte de la habitación, al otro lado de las columnas, jus to donde los estaba viendo en mi sueño. De modo que, cuando el alboroto me hizo brincar de la cama y apartar de un manotazo las cortinillas, pude entrever fugazmente una confusión de carnes y de telas rojas y turquesa que volaban hacia la repisa de la chimenea para recomponerse en el cuadro en
un abrir y cerrar de ojos; mientras que en el diván, entre un revoltijo de cojines, él, el visitante, tumbado, se erguía para sen tarse, ya no vestido de negro sino con un pijama de seda celeste con rayas blancas y azules, bajo la luz creciente que entraba por los dos ventanucos, y comenzó a fundirse en la forma y colores de los cojines, desvaneciéndose.
No pretendo explicar lo inexplicable. Nadie ha logrado nunca des lar el misterio de los sueños. Pero el hecho es que, tur ba suno, levanté la .mirada hacia el cuadro sobre la repisa de la chimenea y, por un mstante, pude ver clarísimamente como los ojos de la Maddale11a se reanimaban para apartarse del libro y lan z r e. una ada viva, risueña y llena de una malicia tierna y diabolica . Debieron de ser los ojos soñados de la mujer muerta, los ue fugazmente se animaron en los pintados en aquel cuadro.
Tenía que salir de casa. No sé ni cómo logré vestirme. De vez en cua do, con un e.spanto que bien podéis imaginaros, miraba de refilon aquellos OJOS. Los hallaba siempre bajos y atentos a la lectura, tal como fueron pintados en el cuadro; pero nada me aseguraba ya 9ue, cuand_o yo les diera la espalda,
no aprovecha ran para reaVIvarse y nurarme de nuevo con la misma tierna y diabólica malicia.
Me precipité a la tienda del anticuario que está cerca de mi casa; Le. dije que, si bien no podía vender el cuadro a su amigo, podía sm embargo alquilarle la casa con todo el mobiliario cuadro incluido se entiende, a un precio muy conveniente. '
-Incluso a partir de hoy mismo, si su amigo así lo desea
Había, en esta oferta a quemarropa, tal ansia y tal afán, que el anticuario quiso conocer el motivo. Pero a mí me avergonzaba confesarlo. De momento insistí en que me acompañara al alber gue donde se alojaba su amigo.
Podéis imaginaros cómo me quedé cuando, en una habitación
de dicho albergue, lo vi llegar, apenas levantado de la cama, con el mismo pijama a rayas blancas y azules con el que lo había sor prendido en sueños, cual sombra, en mi habitación, irguiéndose para sentarse en el diván, entre el revoltijo de cojines.
-¡Usted viene de mi casa!, le grité, palideciendo. ¡Usted ha
estado esta noche en mi casa!
Vi como se derrumbaba en un asiento, aterrado, balbuceando:
oh Dios, sL en mi casa, en sueños, él estuvo ahí, y su mujer ...
-Eso es, eso es, su mujer descendió del cuadro. La sorprendí cuando regresaba al mismo. Y usted, ya a la luz del día, desa pareció ahí, en el diván. Admitirá que yo no podía saber, cuando lo vi de repente en el diván, que tuviera usted un pijama como el que lleva. Así que era usted el que estaba, en sueños, en mi casa; y su mujer salió efectivamente del cuadro, como usted mismo sin duda ha soñado. Explíquese esta situación como usted quiera. Tal vez un encuentro de su sueño con el mío. Yo no lo sé. Lo que sí sé es que yo ya no puedo seguir viviendo en esa casa, con usted visitándome en sueños y su mujer lanzándome guiños desde el cuadro. Usted en cambio está libre de mis miedos, puesto que se trata de usted mismo y de su propia mujer. ¡Hágase pues cargo de la pintura que permanece en mi casa! ¿Qué hace aún aquí?, ¿acaso ya no la quiere?, ¿desfallecen sus arrebatos por ella?
-¡Pero se trata de alucinaciones señores míos!, ¡alucinaciones! No paraba, mientras tanto, de exclamar el anticuario.
Qué gracia me hacen todos esos caballeros, hechos y derechos, que, ante un acontecimiento inexplicable, enseguida encuentran una palabra que no significa nada pero que les tranquiliza.
-¡Alucinaciones!
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