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Autógrafos de animales
Tina Alcuedano era una de tantas apasionadas por los álbumes, mucho más apasionada que todas las demás «albu- menses» juntas.
Tenía un mueble estilo «álbum» para guardar todos los álbumes en que a través de los años había recogido autógrafos.
La especialidad de Tina al cazar autógrafos era su facilidad en asaltar al incauto, ya que a ella no le importaba que fuera intelectual o almacenero el que ponía un pensamiento en la página en blanco.
Cuando iba a una tertulia literaria no tenía repugnancia de que todos, hasta los mismos transeúntes de las tertulias, que no habían ido sino a curiosear, pusiesen un pensamiento en el álbum. Era la pedigüeña de autógrafos, y a veces en el largo y tranquilo viaje de un tranvía pedía un pensamiento y una firma a los que iban
Cuando la víctima sorprendida le preguntaba «¿qué pongo?», contestaba ella:
—¡Cualquier cosa!
A los pianistas les ponía el álbum sobre el teclado del piano, y ellos entonces no tenían más remedio que poner esa «cualquier cosa» que pedía ella, notas huidas del pentagrama.
Los autógrafos que más le gustaban eran los de los aviadores o gente que fuese a volar, y era la visita asidua de los aeródromos, abriendo su álbum en cuanto ponían pie en tierra.
Tenía autógrafos de criminales, con la despedida antes de irse a las islas lejanas, y los tenía también de las grandes figuras financieras.
Que veía un sacerdote, pues en vez de besarle la mano, abría su álbum, y dándole una pluma estilográfica, siempre bien llena de tinta, le ponía a la firma el libro inútil, que ni inmortaliza ni paga los originales.
A veces, sin darse cuenta, volvía a pedir su autógrafo al que se lo había dado hacía tiempo, y entonces se azoraba y comenzaba a pedir disculpas a aquel con quien reincidía:
—¿Un autógrafo?
—No puedo porque soy analfabeto.
Tina, o la apasionada por los autógrafos, corría —¡cómo no!— a los barcos que llegaban y entonces hacía el recorrido total de la nave sacando firmas y suspiros como el de «¡Ya hemos llegado!» a todas las clases, desde los de primera, hasta los de la cala.
Hasta que un día se le ocurrió a Tina conseguir autógrafos de los animales del Zoológico.
Compró un álbum nuevo de tapas fuertes y se fue al parque
con la intención de que los animales inscribieran su oculto pensamiento en las
páginas impolutas.
Al ponerle a la llama el álbum a la vista, la llama la
escupió y dejó el álbum hecho una lástima.
El antílope al reconocer que el álbum estaba encuadernado
con su piel, se puso furioso.
Comprendió Tina que sólo los animales de garra podían
estampar sus prestigiosas firmas en el álbum, y el león, que tanto se parece al
profesor Einstein, aceptó gustoso el álbum, lo apoyó sobre los barrotes y empleó
su rotunda escritura de Rey de la Selva, dejando sólo una ligera huella de sus
agudas señas dactilográficas.
El leopardo también se prestó gustoso y por fin el chimpancé, después de pensarlo mucho y de chupar un rato la pluma estilográfica, escrituró su luminoso pensamiento.
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