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  • Banco de Relatos Sonoros de la Red de Bibliotecas de Lorca
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    Oscuras avenidas con locución de Paqui García Mateo


     




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    "Oscuras avenidas" forma parte del libro forma parte del libro “Cuentos europeos de amores imposibles”, editado por Clan, el año 2007, con locución de Paqui García Mateo y música Rimsky-Korsakov “Scheherazade”



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    OSCURAS AVENIDAS

    Por Iván Alexéyevich Bunin

    Entre el frío clima de otoño, por uno de los grandes caminos que van a Tula, inundado por la lluvia y cortado por multitud de surcos oscuros, una calesa cubierta de barro, tirada por tres caballos bastante sencillos, con las colas atadas para evitar mancharse, roda­ba hacia una izbá alargada que en uno de sus cuerpos albergaba una estación de postas y en el otro una posada particular donde se podía descansar o pasar la noche, comer algo o pedir un samovar. En el pescante de la calesa se sentaba un robusto muzhik con un espeso armitik atado con un cinturón, serio y de sombrío rostro con una rala y oscura barba que le daba el aspecto de un viejo bandido. Dentro de la calesa iba un esbelto y anciano militar con una enor­me gorra y con el capote gris estilo Nicolás con cuello de castor al­zado. Tenía las cejas todavía oscuras pero el bigote cano que se unía con unas patillas igualmente canas. Llevaba la barbilla rasurada y toda su apariencia tenía ese parecido con Alejandro II que tan ex­tendido estaba entre los soldados durante la época de su reinado; su mirada era interrogativa, severa y al mismo tiempo cansada.


    Cuando los caballos se detuvieron, sacó de la calesa una pier­na enfundada en una bota militar de caña alta y, luciendo unos guantes de gamuza del estilo del capote, salió corriendo hacia el porche de la izbá.

    —A su izquierda, su excelencia —gritó rudamente el cochero desde el pescante y él, inclinándose ligeramente en el umbral para entrar en el porche debido a su elevada altura, fue luego a la iz­quierda hacia la posada.

    Dentro hacía calor, todo estaba seco y limpio, había un icono dorado nuevo en el rincón izquierdo, bajo este, cubierta con un austero mantel, una mesa, detrás de la mesa unos bancos bien limpios; el horno de cocina que ocupaba el rincón más alejado de la derecha estaba quedándose blanco por la tiza, más cerca se al­zaba algo parecido a un diván cubierto por unas mantillas mote­adas, con el cabecero apoyado contra el horno, a través de las puertezuelas del cual salía el dulce aroma del schi: el repollo, la ternera y el laurel cocinándose.

    El recién llegado tiró su capote sobre el banco y resultó todavía más esbelto vestido únicamente con la guerrera y las botas. Des­ pués se quitó los guantes y con aspecto cansado se pasó la pálida y delgada mano por la cabeza; sus grises cabellos caían sobre las sienes rizándose ligeramente hacía los ojos, el bello rostro alarga­do y de ojos oscuros mostraba en ciertos lugares ligeras huellas de viruela. No había nadie en la posada y gritó con fuerza, abriendo un poco la puerta que daba al porche:

    — ¿Hay alguien ahí?

    Acto seguido entró una mujer de cabellos oscuros, también con las cejas morenas y más hermosa de lo que le correspondía por su edad. Parecía una gitana mayor con una oscura pelusilla sobre el labio superior y a lo largo de las mejillas. Tenía el andar ligero, pero estaba rellena y tenía grandes senos bajo la blusa roja y un estómago triangular, como el de las ocas, bajo su falda negra de lana.

    — Bienvenido su excelencia —dijo—, ¿quiere comer algo o prefiere un samovar?

    El visitante miró de refilón sus redondeados hombros y los li­geros pies embutidos en unas babuchas tártaras desgastadas y res­pondió de forma entrecortada y sin prestar atención:

    —Un samovar. ¿Eres la dueña o trabajas aquí?

    —Soy la dueña su excelencia.

    — ¿Te mantienes tú sola entonces?

    —Así es, yo sola.

    —¿Y eso? ¿Acaso eres viuda, para llevarlo tú sola?

    —No, no soy viuda, su excelencia, pero de algo hay que vivir. Y me gusta ocuparme de esto.

    —Sí, sí, eso está bien. ¡Y qué limpio y agradable lo tienes!


    La mujer lo escrutaba todo el rato, entornando un poco los ojos.

    —Me gusta la limpieza —contestó ella—. Cómo no voy a sa-

    ber mantenerme yo sola si crecí en casa de los señores, Nikolái Alexéyevich.

    Él se levantó con presteza, abrió los ojos y enrojeció. —¡Nadezhda! ¿Eres tú? —dijo apresuradamente.

    —Soy yo, Nikolái Alexéyevich —respondió ella.

    —¡Dios mío, Dios mío! —dijo él, sentándose en el banco y mirándola directamente—. ¡Quién se lo iba a imaginar! ¿Cuántos años hace que no nos veíamos? ¿Unos treinta años?

    —Treinta, Nikolái Alexéyevich. Ahora tengo cuarenta y ocho y usted debe andar por los sesenta, ¿no?

    —Algo así... ¡Dios mío, qué extraño!

    —¿Qué es extraño, señor?

    —Todo, todo... ¡Pero es que no lo ves!

    La distracción y el cansancio desaparecieron, se puso en pie y comenzó a andar con decisión por la posada mirando al suelo.

    Después se detuvo y enrojeciendo a través de las canas comenzó a hablar:

    —No sé nada de ti desde entonces. ¿Cómo has acabado aquí? ¿Por qué no te quedaste con los señores?

    —Los señores me dieron la carta de horro2 después de lo suyo. —¿Y dónde viviste después?

    —Es muy largo de contar, señor.

    —¿Dices entonces que no has estado casada?

    —No, no me casé.

    —¿Por qué? ¿Con esa belleza que tenías?

    —No podía hacerlo.

    —¿Por qué no pudiste? ¿Qué es lo que quieres decir?

    —¿Qué hay que explicar? ¿Es que ya no se acuerda de cómo le

    amaba?

    Se puso tan colorado que hasta se le saltaron las lágrimas y,

    frunciendo el cejo, volvió a echarse a andar.

    —Todo pasa, amiga mía —comenzó a susurrar—: el amor, la

    juventud. Todo, todo. Una historia trivial, habitual. Con los años todo pasa. ¿Cómo dicen en el libro de Job? "Te acordarás de ella

    como aguas que pasaron".

    —Dios le da a cada uno lo suyo. La juventud pasa para todos,

    pero el amor es otro asunto.

    Él levantó la cabeza y, deteniéndose, se sonrió lastimosamente:

    —¡No has podido amarme durante un siglo!

    —Pues resulta que sí. Por mucho que pasara el tiempo, yo se-

    guí viviendo lo mismo. Sabía que desde hacía mucho ya no era us­ted el mismo, que para usted era como si no hubiera pasado nada, pero... Ya es tarde para reprochar nada, aunque es cierto que me abandonó con mucha crueldad. ¡Cuántas veces me quise suicidar por la ofensa de la soledad, por no hablar de todo lo demás! Por­que hubo un tiempo, Nikolái Alexéyevich, en que yo le llamaba Nikolenko y usted me llamaba... ¿recuerda cómo me llamaba? Y se dignaba a leerme poemas sobre "oscuras avenidas" —añadió con una sonrisa cruel.

    —¡Ay, qué maravillosa eras! —dijo él balanceando la cabeza—. ¡Qué ardiente, qué bella! ¡Qué talle, qué ojos! ¿Recuerdas cómo te miraba todo el mundo?

    Lo recuerdo, señor. Usted también era enormemente atrac­tivo. Fue a usted a quien le entregué mi belleza y mi ardor. ¿Cómo podría olvidarlo?

    —¡Ah! Todo pasa, todo se olvida...

    Todo pasa, pero no todo se olvida.

    —Sal —le dijo dándose la vuelta y acercándose a la ventana—, sal, por favor.

    Y, sacando un pañuelo y llevándoselo a los ojos, añadió ha­blando precipitadamente:

    —Ojalá Dios me perdone. Tú, por lo visto, me has perdona-

    do.

    Ella se acercó a la puerta y se detuvo:


    —No, Nikolái Alexéyevich, no le he perdonado. Ya que la conversación se ha dirigido hacia nuestros sentimientos le diré di­rectamente que nunca le he podido perdonar. Al igual que en aquel entonces no había nada más valioso para mí en el mundo que usted, tampoco lo hay ahora. Por eso no le puedo perdonar. Pero, ¿para qué recordarlo?, no es cuestión de sacar a los muertos de las tumbas.

    —Sí, sí, no hay porqué hacerlo; ordena que me proporcionen caballos —respondió él, alejándose de la ventana con un rostro severo—. Sólo te diré una cosa: nunca he sido feliz en la vida, no lo pienses, por favor. Perdona si te hiero en tu amor propio pero te lo digo abiertamente: amaba a mi mujer con locura. Pero me traicionó, me abandonó de una forma todavía más insultante que yo a ti. Adoraba a mi hijo, ¡cuántas esperanzas puse en él mien­tras crecía! Y resultó ser un miserable, un despilfarrador, un sin­vergüenza, sin corazón y sin honra... En resumen, esto también es una historia de lo más trivial y común. Que tengas salud, queri­da. Creo que yo también perdí en ti lo más valioso que tenía en la vida.

    Ella se acercó y le besó la mano, él la besó a ella.

    —Ordena que me proporcionen...

    Cuando ya llevaban un rato cabalgando, pensó sombrío: «Sí, ¡qué maravillosa era! ¡Maravillosamente bella!" Recordó avergon­zado sus últimas palabras y el beso en la mano y en ese mismo momento se avergonzó de su vergüenza. "¿Acaso no es cierto que me dio los mejores momentos de la vida?"

    El pálido sol se acercaba a su puesta. El cochero, mientras me­ditaba en algo, azuzó el paso cambiando de surcos todo el rato para elegir los menos sucios. Hasta que al final, con cierta rude­za, lo dijo:

    —Pues ella, su excelencia, se ha quedado mirando por la ven­tana mientras nos íbamos. ¿Es cierto que hace mucho que la co­noce?

    —Hace mucho, Klim.

    —Es una mujer lista. Y todos dicen que se está haciendo rica. Presta dinero y lo devuelve con intereses.

    —Eso no quiere decir nada. —¡Cómo que no! ¿Quién no quiere vivir mejor? Si devuelves en conciencia, no hay ningún mal. Y dicen que ella en esto es jus


    a. ¡Pero dura! Si no lo devuelves a tiempo, atente a las conse­cuencias.

    —Sí, sí, atente a las consecuencias... Arrea a los caballos por favor, que no nos retrasemos...

    El sol bajo brillaba amarillo sobre los campos desiertos, los ca­ballos chapoteaban con regularidad sobre los charcos. Él, con­templando el brillo intermitente de las herraduras, frunció el en­trecejo y pensó: "Sí, atente a las consecuencias. Sí, por supuesto, los mejores momentos. Y no sólo los mejores, ¡maravillosos!; "al­rededor florecía la avenida de escaramujos, se alzaban las oscuras avenidas de tilos..." ¡Dios mío!, ¿qué hubiera pasado después? ¿Qué hubiera pasado si no la hubiera abandonado? ¡Qué absurdo! ¿Esta misma Nadezhda, en lugar de ser dueña de una venta del camino, ¡convertida en mi mujer!, la dueña de mi casa de Peters­burgo y madre de mis hijos?"

    Y, cerrando los ojos, balanceó la cabeza.

    Traducido por Rafael Torres Rabón.

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    Para ello, se van a grabar una serie de lecturas de obras literarias breves con diversas personas (actores, poetas, profesores y periodistas) que generosamente han querido colaborar prestándonos su voz.

    Estas grabaciones se irán publicando a través de los portales de la Red Municipal de Bibliotecas y de la Concejalía de Política Social del Mayor.

    Paralelamente se realizarán talleres de escritura y narración que permitan grabar a los autores sus relatos, ampliando así los cauces de participación de nuestros mayores convirtiéndolos en creadores y narradores de sus propias historias.


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