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Cuando los caballos se detuvieron, sacó de la calesa una pierna enfundada en una bota militar de caña alta y, luciendo unos guantes de gamuza del estilo del capote, salió corriendo hacia el porche de la izbá.
—A su izquierda, su excelencia —gritó rudamente el cochero desde el pescante y él, inclinándose ligeramente en el umbral para entrar en el porche debido a su elevada altura, fue luego a la izquierda hacia la posada.
Dentro hacía calor, todo estaba seco y limpio, había un icono dorado nuevo en el rincón izquierdo, bajo este, cubierta con un austero mantel, una mesa, detrás de la mesa unos bancos bien limpios; el horno de cocina que ocupaba el rincón más alejado de la derecha estaba quedándose blanco por la tiza, más cerca se alzaba algo parecido a un diván cubierto por unas mantillas moteadas, con el cabecero apoyado contra el horno, a través de las puertezuelas del cual salía el dulce aroma del schi: el repollo, la ternera y el laurel cocinándose.
El recién llegado tiró su capote sobre el banco y resultó todavía más esbelto vestido únicamente con la guerrera y las botas. Des pués se quitó los guantes y con aspecto cansado se pasó la pálida y delgada mano por la cabeza; sus grises cabellos caían sobre las sienes rizándose ligeramente hacía los ojos, el bello rostro alargado y de ojos oscuros mostraba en ciertos lugares ligeras huellas de viruela. No había nadie en la posada y gritó con fuerza, abriendo un poco la puerta que daba al porche:
— ¿Hay alguien ahí?
Acto seguido entró una mujer de cabellos oscuros, también con las cejas morenas y más hermosa de lo que le correspondía por su edad. Parecía una gitana mayor con una oscura pelusilla sobre el labio superior y a lo largo de las mejillas. Tenía el andar ligero, pero estaba rellena y tenía grandes senos bajo la blusa roja y un estómago triangular, como el de las ocas, bajo su falda negra de lana.
— Bienvenido su excelencia —dijo—, ¿quiere comer algo o prefiere un samovar?
El visitante miró de refilón sus redondeados hombros y los ligeros pies embutidos en unas babuchas tártaras desgastadas y respondió de forma entrecortada y sin prestar atención:
—Un samovar. ¿Eres la dueña o trabajas aquí?
—Soy la dueña su excelencia.
— ¿Te mantienes tú sola entonces?
—Así es, yo sola.
—¿Y eso? ¿Acaso eres viuda, para llevarlo tú sola?
—No, no soy viuda, su excelencia, pero de algo hay que vivir. Y me gusta ocuparme de esto.
—Sí, sí, eso está bien. ¡Y qué limpio y agradable lo tienes!
La mujer lo escrutaba todo el rato,
entornando un poco los ojos.
—Me gusta la limpieza —contestó ella—. Cómo
no voy a sa-
ber mantenerme yo sola si crecí en casa de
los señores, Nikolái Alexéyevich.
Él se levantó con presteza, abrió los ojos
y enrojeció. —¡Nadezhda! ¿Eres tú? —dijo apresuradamente.
—Soy yo, Nikolái Alexéyevich —respondió
ella.
—¡Dios mío, Dios mío! —dijo él, sentándose
en el banco y mirándola directamente—. ¡Quién se lo iba a imaginar! ¿Cuántos años
hace que no nos veíamos? ¿Unos treinta años?
—Treinta, Nikolái Alexéyevich. Ahora tengo
cuarenta y ocho y usted debe andar por los sesenta, ¿no?
—Algo así... ¡Dios mío, qué extraño!
—¿Qué es extraño, señor?
—Todo, todo... ¡Pero es que no lo ves!
La distracción y el cansancio
desaparecieron, se puso en pie y comenzó a andar con decisión por la posada
mirando al suelo.
Después se detuvo y enrojeciendo a través
de las canas comenzó a hablar:
—No sé nada de ti desde entonces. ¿Cómo has
acabado aquí? ¿Por qué no te quedaste con los señores?
—Los señores me dieron la carta de horro2
después de lo suyo. —¿Y dónde viviste después?
—Es muy largo de contar, señor.
—¿Dices entonces que no has estado casada?
—No, no me casé.
—¿Por qué? ¿Con esa belleza que tenías?
—No podía hacerlo.
—¿Por qué no pudiste? ¿Qué es lo que
quieres decir?
—¿Qué hay que explicar? ¿Es que ya no se
acuerda de cómo le
amaba?
Se puso tan colorado que hasta se le
saltaron las lágrimas y,
frunciendo el cejo, volvió a echarse a
andar.
—Todo pasa, amiga mía —comenzó a susurrar—:
el amor, la
juventud. Todo, todo. Una historia trivial,
habitual. Con los años todo pasa. ¿Cómo dicen en el libro de Job? "Te
acordarás de ella
como aguas que pasaron".
—Dios le da a cada uno lo suyo. La juventud
pasa para todos,
pero el amor es otro asunto.
Él levantó la cabeza y, deteniéndose, se
sonrió lastimosamente:
—¡No has podido amarme durante un siglo!
—Pues resulta que sí. Por mucho que pasara
el tiempo, yo se-
guí viviendo lo mismo. Sabía que desde
hacía mucho ya no era usted el mismo, que para usted era como si no hubiera
pasado nada, pero... Ya es tarde para reprochar nada, aunque es cierto que me abandonó
con mucha crueldad. ¡Cuántas veces me quise suicidar por la ofensa de la
soledad, por no hablar de todo lo demás! Porque hubo un tiempo, Nikolái Alexéyevich,
en que yo le llamaba Nikolenko y usted me llamaba... ¿recuerda cómo me llamaba?
Y se dignaba a leerme poemas sobre "oscuras avenidas" —añadió con una
sonrisa cruel.
—¡Ay, qué maravillosa eras! —dijo él
balanceando la cabeza—. ¡Qué ardiente, qué bella! ¡Qué talle, qué ojos!
¿Recuerdas cómo te miraba todo el mundo?
Lo recuerdo, señor. Usted también era
enormemente atractivo. Fue a usted a quien le entregué mi belleza y mi ardor.
¿Cómo podría olvidarlo?
—¡Ah! Todo pasa, todo se olvida...
Todo pasa, pero no todo se olvida.
—Sal —le dijo dándose la vuelta y
acercándose a la ventana—, sal, por favor.
Y, sacando un pañuelo y llevándoselo a los
ojos, añadió hablando precipitadamente:
—Ojalá Dios me perdone. Tú, por lo visto,
me has perdona-
do.
Ella se acercó a la puerta y se detuvo:
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