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CAMINO HACIA FRANCIA
Eran los últimos días de la Guerra Civil en España.
En Figueres, al norte de Cataluña, las bombas caían una tras otra con un ruido ensordecedor.
Las casas se hundían.
los hombres y mujeres corrían por las calles, llorando de miedo y de dolor.
Habia llamas y humo por todas partes.
Teresa y su hija Miranda se habían refugiado en la escuela porque su casa solo era un montón de escombros.
Las mujeres llevaban en brazos a niños envueltos en manteletas húmedas del frío.
Era el mes de enero.
Cuanto más se acercaban a los Pirineos, las montañas que tenían que cruzar para llegar a Francia, sentían más intensa, en la cara, la fuerza del viento. Caían copos de nieve y los campos estaban helados, blancos.
LA MASÍA
Hacía un buen rato que caminaban arrastrando
los pies debido al cansancio, cuando vieron luz en una masía.
Era una casa grande, con un establo para las vacas a un lado y un cercado para los cerdos en el otro. Teresa llamó a la puerta con temor.
—¿Quién llama a estas horas? —dijo una voz
aguda de mujer.
—Me llamo Teresa y voy con mi hija Miranda.
Estamos solas y venimos de Cataluña.
Por favor, ¡ayúdenos! —explicó Teresa.
La puerta de madera se abrió un poco
dejando ver la cara ancha y roja de una campesina. La mujer quería comprobar quién llamaba y miró detenidamente por la rendija antes de abrir del todo.
—De acuerdo, pasad. Hace frío y el viento
sopla fuerte.
¡Ay, señor! ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —les dijo.
Teresa habló
de la guerra, de las bombas, y de la caminata por la montaña.
Miranda miraba a su alrededor con los ojos muy abiertos. Allí estaba la chimenea encendida y la mesa puesta que su madre le había dicho que encontrarían.
—¿Os gusta la sopa de pan? Hay de sobra!
—dijo la campesina.
Casi sin responder, se sentaron las dos en unas sillas de madera bajas, mientras la buena mujer llenaba los platos hondos de sopa caliente.
La campesina se llamaba María y tenía una hija de la misma edad de Miranda. La niña se llamaba Sara.
El padre de Sara era un hombre muy serio y callado.
Casi nunca abría la boca, solo para comer.
Pero la noche en que Teresa y Miranda
llegaron a la masía, sí habló.
—Tendréis que dormir en la misma cama
—les dijo de mala gana—. Esto no es ningún
hostal.
Era imposible que se quedaran en Francia para siempre. Cada día que pasaba,
Teresa estaba más
preocupada por el futuro.
Un día Teresa acompañó a María al pueblo a buscar arroz, y tabaco para su marido. Entraron en un estanco, donde también vendían periódicos, y Teresa pudo leer los titulares.
Decían que se preparaba otra guerra en
Europa y que Francia estaba en peligro.
Eso inquietó aún más a Teresa.
También pudo leer una breve noticia que estaba en la primera página del periódico. Un poeta de Chile, un país de América del Sur, había llegado a Francia. Se llamaba Pablo Neruda.
Pablo Neruda también era político y había tenido una idea fantástica.
Sabía que en Francia había muchas personas
pobres que habían huido de la guerra de España.
Y quería ayudarlas.
Consiguió un barco antiguo y enorme y mandó instalar muchas camas en su interior. El barco iría a Chile, el país de Pablo Neruda, lleno de hombres, mujeres y niños.
El presidente de Chile había prometido que todos los que llegaran en el barco podrían quedarse. Teresa abrió mucho los ojos cuando leyó la noticia.Buscaría trabajo y podrían tener una casita. Y Miranda iría a la escuela.
En el periódico decía que los que desearan subir al barco debían escribir una carta a Pablo Neruda.
De vuelta a la masía, Teresa se puso a escribir. Le costaba, porque casi no había ido a la escuela y tenía mala letra, pero lo consiguió.
A todos les entristecía que Teresa y Miranda se fueran, incluso al padre de Sara.
Cuando ya amanecía y oyeron cantar al gallo, todos se levantaron.
Después de desayunar, llegaron los abrazos y las lágrimas.
Las dos chiquillas, Miranda y Sara, casi no podían hablar de tanto llorar.
Pasaron semanas y Teresa ya había perdido la esperanza de recibir respuesta. Pero, de repente, una mañana, el cartero trajo un sobre del señor Pablo Neruda
—Llévate la muñeca —dijo Sara a Miranda, al final—. Así te acordarás de mí.
Miranda apretó la muñeca contra su pecho prometiendo a Sara que volvería
y tomó el camino sin soltar la mano de Teresa
El puerto de donde zarpaba el barco estaba lejos. Tuvieron que tomar un tren y el viaje duró varias horas.
En el muelle, había muchas personas de todas las edades que esperaban para embarcar.
Las chimeneas negras del barco eran inmensas y ya humeaban.
Había también una pasarela larga y estrecha que iba del muelle al barco.
Antes de alcanzarla, Teresa vio a un hombre alto y grande, vestido de blanco y con sombrero, que estaba sentado tras una mesa.
Era Pablo Neruda.
Tenía un montón de papeles delante con listas de nombres, y daba una tarjeta de color a cada persona que subía al barco.
A Teresa y a Miranda, les dio dos tarjetas amarillas y empezaron a andar por la pasarela.
Fue entonces cuando Teresa se fijó en algo que no había visto.
En el casco del barco resaltaban unas letras pintadas. Era un nombre muy extraño, una palabra que desconocía.
Incluso no sabía muy bien cómo sc leía.
Decía Winnipeg y era el nombre del barco.
—¿Lo has visto, Miranda? —dijo Teresa—. El barco que nos llevará a Chile,
ese país tan lejano, se llama Winnipeg. ¿Te gusta?
Miranda asintió con la cabeza y por primera vez desde hacía muchas horas sonrió con esperanza.
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