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El teléfono aulló por todo el apartamento.
Eran más de las diez de la noche y yo estaba en la cocina terminando la cena
cuando el pitido me sobresaltó. No era extraño que sonara, ni siquiera a pesar
de lo tardío de la hora. Lo extraño era que el sonido procedía del teléfono de
casa. No del móvil, skype, facetime o zoom, no. Ese vetusto terminal que la
compañía telefónica te obliga a mantener y cuyo número, en nuestro caso, jamás
habíamos compartido con nadie. Miriam entró en la cocina con el inalámbrico en la
mano y la sorpresa en la cara. <Te llaman>, me dijo. <¿Quién?>.
<Dice que es Bruto>. Me quedé estupefacto, ¿sería una broma de mal gusto?
Tomé el aparato, <Vigila la cena, por favor>, le dije a mi mujer mientras
caminaba hacia la habitación que hacía las veces de despacho durante esos días.
Me senté en el escritorio, frente al ordenador y, al fin, contesté la llamada
de mala gana. <¿Quién es?>. <Disculpe las horas, profesor, pero no he
podido llamarle antes>, dijo al otro lado una educada voz de hombre. <Espero
que usted y toda su familia se encuentren bien. Soy Nico>. Repasé
mentalmente, pero aquel nombre no me decía nada. <¿Qué Nico?> espeté,
comenzando a desesperarme por aquella llamada inesperada e indeseada. <Nico.
Nicolás Miranda>, contestó casi entre risas, divertido, <¿Acaso se ha
olvidado usted ya de mí?>.
En el preciso instante en el que pronunció
nombre y apellido me di cuenta de que se avecinaban problemas. Difícilmente una
llamada nocturna puede traer algo bueno, menos aún si entra a través de un
número que nadie conoce. Pero si además es realizada en persona por el
todopoderoso jefe del gabinete del presidente del Gobierno, ya no cabía la
duda: algo malo, muy malo, estaba ocurriendo. O iba a ocurrir. <Nicolás…
¿Cómo estás?>, conteste sin poder disimular la sorpresa. <Bien, luchando,
profesor, ya sabe usted. Momentos difíciles, saldremos de esta,
juntos-y-juntas-no-hay-obstáculos, en fin… Pero, si le parece, dejaremos las
preguntas sobre la salud para más tarde. Necesitamos>, dijo separando y remarcando
cada una de las sílabas de la palabra y repitiéndola con igual cadencia una vez
más, <necesitamos una pequeña ayuda por su parte. Vístase. Pasarán a
recogerlo en diez minutos. No se preocupe, serán solo unas pocas horas, pero he
querido llamarle personalmente para agradecerle de antemano su colaboración con
el Gobierno: nunca lo podremos>, de nuevo el silabeo, <repito, nunca lo
podremos olvidar. Nos vemos enseguida, profesor>.
Permanecí con el teléfono en el oído
durante casi un minuto, escuchando el tono que indicaba que la llamada había
finalizado. No entendía nada. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez
que vi a Nicolás? Estaba desconcertado. Finalmente salí del despacho y me
dirigí a la habitación para vestirme. <Marco, la cena ya está>, me dijo
Miriam desde la cocina. <Tengo que irme…me han llamado de la Universidad…un
problema con el proceso telemático, luego te cuento>, pero para entonces yo
ya tenía puesto el pantalón y me abotonaba la camisa. <¿Y puedes salir?>,
<Sí, me recogen del Decanato, tienen permiso para circular>.
A los nueve minutos exactos sonó el
timbre. Al abrir la puerta encontré a dos treintañeros, vaqueros y cortavientos
deportivos, uno rapado al cero y otro con un gradado de esos de futbolista
mediático, probablemente policías de nueva hornada, aspirantes a un ascenso
rápido. <Buenas noches, doctor Miralles. ¿Está preparado?>. <Sí, me
despido y nos vamos>. El futbolista me extendió dos cajas de cartón,
<Tome. De parte del señor Miranda: un pequeño obsequio, por las molestias>.
Guantes de látex y mascarillas quirúrgicas: tenía clase Nicolás, no se le podía
negar. Dejé las cajas en el recibidor y entré en el salón para despedirme. Mi
mujer y mi hija estaban sentadas a la mesa. <¿Dónde vas papá?>, <A
trabajar, vuelvo en un rato, no te preocupes. Y no te olvides de que te toca
inhalador dentro de media hora>. <Papá, ¡que tengo quince años!>.
Mientras atravesaba la puerta de salida, reparando en la presencia muda de los
paquetes recién regalados, pregunté a mis escoltas, <¿Hacen falta medidas de
protección?>, <No es necesario, doctor. Pero sí haría falta que dejara su
teléfono móvil en casa>. Esa sí era una buena medida de protección.
El ford negro estaba aparcado en segunda
fila, los cuatro intermitentes inundaban de destellos anaranjados la calle.
Amablemente me abrieron la puerta de atrás del vehículo, me senté y nos
marchamos. Las calles estaban completamente desiertas. Había visto esas mismas
imágenes en los telediarios una y otra vez durante las últimas semanas, es
cierto, pero hasta que no lo contemplas con tus propios ojos sigues
confundiendo la realidad con el último blockbuster hollywodiense; solo
recorriendo las vacías calles de Madrid podía hacerme a la idea de que era
real, estaba pasando; la vida no era música y aplausos desde los balcones, sino
asfalto vacío, farolas solitarias, un silencio aterrador. No hay nada hecho
por la mano del hombre que el tiempo no destruya.
Tras poco más de quince minutos de
trayecto llegamos: el Palacio Presidencial. Fastuoso nombre para un complejo de
oficinas de los años 70, decadente, gris en estética y espíritu, laberíntico,
ampliado una y otra vez de manera deslavazada para dar cabida a una mastodóntica
administración que no paraba de crecer con cada nueva sesión de investidura. El
ford dejó atrás el edificio principal, destinado a despacho y residencia del
presidente, y nos condujo hasta un anexo al oeste del mismo, de una sola
planta, una alargada losa de hormigón sin más ventanas que unas pequeñas
aberturas parecidas a saeteras medievales. El Búnker, ese era el nombre con el
que los gobiernos se referían al centro estratégico de operaciones especiales,
o algo así, terminología propia de una serie americana; La Ratonera, según los
periodistas; el edificio de las crisis o, mejor dicho, de los marrones.
El vehículo se detuvo en la parte trasera,
el escolta mediático descendió y me abrió la puerta. Nos plantamos ante una
puerta metálica y esperamos a que, a través de la cámara de seguridad, nos
dieran el visto bueno y se abriera el pesado portón. Un largo vestíbulo oscuro,
apenas iluminado por unos débiles leds que emitían su destello azul desde el
suelo, un militar sentado ante un arco de seguridad al inicio del mismo.
<Buenas noches. Es el doctor Marco Miralles. No, no hace falta que lo
anotes, viene a ver al Boss>, señaló el escolta mientras atravesaba con
decisión el arco. Yo me detuve antes de franquearlo. <¿Dónde dejo el reloj y
el anillo?>, pregunté, buscando la típica bandejita de plástico que suele
reposar junto a esta maquinaria. <No, doctor, no es un detector de
metales>, espetó mi acompañante, <Se trata de…cómo decirlo…una especie de
termómetro gigante… sí, eso es>. Lo atravesé manteniendo la respiración. El
militar, tras realizar la pertinente comprobación en una pantalla, me dio el
visto bueno. Avanzamos por el corredor en silencio, solo nuestros pasos
resonaban sobre el pavimento de hormigón, ninguna luz se filtraba por las
pequeñas puñaladas laterales que ejercían de ventanas. Accedimos a un ascensor
y descendimos durante unos cuantos segundos, no sabría precisar hasta qué
planta del subsuelo. Un largo y frío pasillo, misma iluminación, mismas paredes
de hormigón armado pero, ahora sí, varias puertas metálicas definiendo su
perímetro. Avanzamos hasta que mi acompañante se detuvo ante una de ellas,
<Espere aquí, enseguida vuelvo>, me dijo mientras volteaba el picaporte y
la atravesaba. Antes de que cerrara pude escrutar una amplia habitación, una
larga mesa y diversas personas a su alrededor: uniformes de todos los colores,
medallas de todos los tamaños, algunas batas verdes o blancas,… cada uno con el
atuendo oportuno para hacer valer su opinión; rostros y cargos habituales en
cada comparecencia ante los medios de comunicación. Apenas un par de minutos
después de su entrada regresó mi cicerone, volví a seguirlo y penetramos en una
habitación contigua. <Enseguida vendrá el señor Miranda>, espetó antes de
cerrar la puerta y marcharse. Paredes desnudas, una mesa metálica, un ordenador
portátil plegado, un par de sillas: más que un despacho, una sala de
interrogatorios.
De repente se abrió la puerta y un
sonriente Nicolás Miranda la atravesó. Delgado, diez o doce kilos menos que la
última vez que lo vi, lentillas en lugar de las antiguas gafas, traje a medida;
diría que incluso más pelo. <Gracias por venir, profesor, y perdone las
horas y la espera>. <No te preocupes, Nico…Nicolás>, titubeé mientras
me levantaba para estrechar su mano. <Nico, llámame Nico, me hace más
joven>, señaló mientras envolvía mi diestra con decisión y la rodeaba
completa y enérgicamente con ambas manos. <Pero siéntese, por favor>,
añadió mientras él mismo se acomodaba en una de las sillas y comenzaba a
preguntarme con un encanto trabajado y mostrando de manera constante las palmas
de sus manos. <¿Cómo lleva la Complutense las clases a distancia? Usted se
habrá adaptado bien, estoy convencido. ¿Problemas para investigar? Claro,
imagino. ¿Y la familia?, ¿bien todos? Me alegro. Es una situación difícil, es
cierto, pero saldremos, juntos-no-hay-obstáculos, ya sabe>, señaló aludiendo
de nuevo, como en nuestra breve conversación telefónica, al eslogan repetido
una y otra vez en los medios de comunicación durante las últimas semanas y, por
supuesto, sin dejarme responder a ninguna de sus preguntas.
<Pero bueno, vayamos a lo que nos ha
reunido>, dijo juntando las falanges de sus manos y dibujando un triángulo
entre ambas. <No daré rodeos, profesor. La cosa está mal. Peor de lo que se
pueda imaginar. Los daños provocados por este desastre son incalculables a
nivel social y económico. Nuestro país vive sus peores momentos en décadas. Y
el Gobierno necesita ahora a los mejores>, concluyó mientras sacaba un
paquete de tabaco del bolsillo interior de la chaqueta.
El jefe del gabinete del presidente del
Gobierno… Aquel muchacho sentado al final del aula al que di clases hace muchos
años, regordete, sin amigos, con faltas de ortografía en sus trabajos que
presentaba siempre el último día de plazo. Pero dotado de una verborrea y una
incontinencia verbal capaz de destrozar cualquier chaleco antibalas; la persona
que acaba ganando el debate por la rendición, completamente exhausto, del
adversario.
<¿La epidemia está descontrolada? ¿Van
a seguir muriendo centenares de personas a pesar del confinamiento?>, acerté
a preguntar. <Sí…eso sí… ¡Claro!>, señaló Nicolás, <pero eso no es lo
peor>. <¿Qué puede haber peor que eso?>, le interrogué. Nicolás guardó
unos segundos de silencio que se hicieron eternos. Parecía que realmente le
costara horrores armar las palabras que sus labios estaban a punto de
pronunciar. <Las encuestas, profesor. Las encuestas son trágicas>.
¿Cómo había llegado ese estudiante gris a
convertirse en el hombre que susurraba al oído al líder de la nación? Una vez
superado el curso académico, un cinco raspado y porque las prácticas orales lo
habían salvado, le perdí la pista. A pesar de sus capacidades dialécticas, no
era el alumno del que se esperara un salto estelar a la primera línea. Pasados
los años, colaborando yo con un gobierno provincial, escuché hablar de un joven
becario que, según decían, tenía la capacidad de seducir a cualquier dirigente
con palabras de elogio y vituperio, especialmente en los momentos más
difíciles. Era Nico. Cuando saltó el escándalo, siempre hay un escándalo, da lo
mismo la administración que sea, comenzaron los habituales apuñalamientos por
la espalda; es en esas situaciones cuando los buitres se imponen a las águilas:
depuración de responsabilidades, cascada de ceses, tú más, cortina de humo,
caras nuevas. Y Nico a la derecha de la nueva presidenta de la Comunidad. Desde
ahí, y saltando de bancada en bancada, hasta el Palacio Presidencial.
Meteórico. Me equivoqué, lo reconozco. No supe detectar su enorme habilidad
para lo que requieren los tiempos modernos.
Guardé silencio. No solo es ciega la
fortuna, sino que también vuelve ciegos a quienes acaricia. Nicolás
encendió un cigarrillo y expulsó una inmensa bocanada de humo antes de
continuar. <Los medios, profesor, nos dan un cuatro. Los amigos me refiero.
Las encuestas de nuestro centro sociológico que hemos filtrado dicen que cinco,
pero ya sabe usted a quién y cómo se pregunta. Meses de confinamiento, economía
destrozada, paro y la gente harta de estar en casa. Semanas y semanas sin un
mísero partido de fútbol. Hemos aguantado durante un tiempo con las galas
enlatadas y los conciertos desde el salón. Incluso el paseo clandestino por la
playa del expresidente nos ha dado un poco de tregua. Pero ha llegado el momento
de las soluciones drásticas: su momento, profesor>. <Pero lo que necesita
el Gobierno son científicos, investigadores, médicos…>. <Los tengo ahí al
lado>, me cortó Nicolás, <a los mejores del país. De todos los
hospitales, de las mejores universidades. ¿Sabe lo que están haciendo ahora
mismo? Esperando hasta que la prensa salga del Palacio para poder regresar a
casa. La vacuna vendrá desde China cuando esos especuladores quieran sacarla en
paquetes de 24, 36 o 48 dosis, terminada y testada. Pero no será mañana,
profesor. Ni mañana, ni pasado. Por eso es su momento: lo necesitamos a usted.
A un experto en retórica. A un mago de las palabras. Al mejor escritor de
discursos políticos>.
Me hubiera gustado sentirme halagado e inflar
mi ego de negro político tan poco dado al reconocimiento. Pero en lugar de ello,
solo podía pensar una cosa: estábamos jodidos. Profundamente, aterradoramente,
abismalmente quizá, sí, los adverbios que uno quiera; pero jodidos.
<Nicolás, yo,….>, <Profesor, la cagamos, lo reconozco. Minusvaloramos
el problema y actuamos tarde. Hicimos la primera comparecencia pública cuando
los muertos superaban el centenar: calma, todo controlado, no caigan en bulos;
el discurso de siempre redactado por los de siempre. Cuando llegamos al millar
optamos por los consultores de estrategia y por la unidad, ya lo habrá visto
usted, la campaña no ha ido mal, los medios han agradecido la inyección de
millones en cuñas, anuncios y faldones. Pero la curva seguía y seguía. Y fue
entonces cuando…>. Esta vez fui yo el que cortó la alocución: <…lo de
Kennedy>. De primero de Ciencias Políticas. Un político guapo, simpático y
sonriente citando a John Fitzgerald Kennedy… El tópico número uno: craso error.
Nicolás asintió, <Cuando lo vi ya era tarde, no pude parar la emisión>,
dijo mientras tiraba la colilla al suelo y la aplastaba bajo la suela de sus
zapatos de cuero italiano. <Era Churchill lo que necesitabais. Siempre es
Churchill en esas situaciones>, dije. <Lo sé, profesor. Ahora lo sé. Lo
hemos intentado en las últimas ruedas de prensa con el lenguaje bélico, lo
habrá visto. Pero vamos tarde. Además, no nos pega: nosotros somos mamá. Y el
país necesita un padre, como usted diría>.
Mi vieja teoría, es cierto, parte de mi
tesis doctoral sobre los discursos a través de la historia. Todavía seguía
impartiéndola cada octubre. En épocas de bonanza los votantes quieren que su
gobierno sea mamá, que lo cuide, le dé de comer y lo mime. En las dificultades
la sociedad demanda al padre: rigidez, seguridad, mano dura. <No sé qué
diría tu ministra de Igualdad sobre la teoría>, alegué con cierta sorna.
<Hace tres semanas que no sabemos nada de ella. Por suerte. Su labor
gubernamental está siendo desde instagram. Todos salimos ganando…>. <¿Te
puedo decir una cosa?>. <Para eso le hemos traído, profesor>.
<Tengo una nueva teoría acorde con los tiempos. Sois un gobierno de revista,
a todo color, divertidos, guapos, simpáticos, los mejores colegas de copas. El
gobierno perfecto para tiempos de bonanza. Pero todo ha cambiado de la noche a
la mañana. No es tiempo para gobiernos de revista, tampoco para los de
periódico. Ha llegado el momento de los gobiernos de esquela. Y a vosotros se
os ha descosido el lomo y ya no podéis ni siquiera graparlo para que las
páginas no salgan volando>.
Nicolás sonrió, se levantó de la silla,
caminó hasta la puerta y la abrió. Al otro lado le entregaron una carpeta.
Regresó y la puso sobre la mesa. <Ahí lo tiene, profesor. El nuevo gobierno
de concentración nacional: militares, médicos, algún periodista, un par de
diputados de la oposición, por supuesto; creo que está también el rector de su
universidad…>. No me atreví ni a tocar la carpeta. Nicolás prosiguió, <El
presidente lo anunciará mañana en prime-time con un discurso llamado a levantar
el ánimo nacional y a concentrar el esfuerzo de hombres y mujeres para superar
la crisis más grande desde… un esfuerzo
titánico que a cambio… En fin, ya sabe. El discurso que las televisiones
repetirán durante semanas, que aparecerá en youtube antes de cada vídeo, que se
reproducirá en los banners de amazon, que saltará en los plug-in de los blogs
de recetas o de entrenamiento en casa,… Su discurso, profesor. No tendrá queja
del caramelo que le estoy regalando>.
La melodía era como la de las sirenas
llamando a Ulises, no lo podía negar: igual de bella, igual de peligrosa.
Pero…<Nicolás, hace años que dejé de escribir para políticos. Además, no
tengo ninguna relación con el gobierno ni con lo que está sucediendo>,
señalé. <Profesor, usted es un patriota. Su país le está llamando a filas.
Todos tenemos que arrimar el hombro en estos difíciles momentos. Usted nos echa
una mano y, al mismo tiempo, ¿quién sabe?, quid pro quo, como usted bien
diría. ¿Cómo van las ventas de su libro? ¿Se llamaba El discurso político a
través de la historia, verdad? Muy interesante, lo disfruté mucho. ¿Quizá
le gustaría ir a Tv4 a presentarlo? La cadena está batiendo récords de share
cada noche... O, a ver qué le parece, tal vez el Ministerio de Educación
debería convertirlo en lectura obligatoria para, digamos, 2º de Bachillerato;
quizá haya llegado el momento de reforzar al fin el aprendizaje de las
Humanidades, querido profesor>. <¿Y si me niego? Estar contentos con
lo que poseemos es la mejor de las riquezas, ¿recuerdas?…>. <Claro,
claro, su clásica cita…me gusta. No pasaría nada, por supuesto. Está en su
derecho, este es un país libre y siempre lo será. Claro que entonces quizá
alguien filtre a la televisión pública que lo escribió usted>. <¿El
qué?>. <El discurso a lo Kennedy. ¿Qué diría la comunidad académica? ¿Qué
diría el nuevo ministro de…déjeme que piense….de Universidad, Ciencia y
Progreso Comunitario?… Sí, será un digno cargo para su amigo el rector…>. El
animal zalamero estaba desapareciendo para convertirse, al fin, en el tigre que
siempre había sido. Y la presa, es decir, yo, no sabía cómo escapar de sus
garras, de las afiladas garras de un gobierno agonizante y, por tanto, más
peligroso que nunca.
<Marco>, dijo apoyando las palmas de
la mano sobre la mesa, <¿hasta cuándo abusarás de mi paciencia?>.
El golpe. Ante mi silencio, continuó, <Tengo una reunión con los
influencers, no puedo perder más tiempo contigo>, el “usted” y el “profesor”
habían desaparecido. <Tienes que hacerlo. Nadie sabrá jamás que has estado
aquí, nuestro encuentro no ha dejado ningún rastro. Ni para bien ni para mal.
Pórtate bien, échanos una mano y a cambio obtendrás nuestra gratitud y un
número de teléfono al que llamar cuando las cosas se pongan putas. Que ya te
adelanto que se van a poner. Tengo una UVI móvil en la puerta que puedo enviar
a cualquier rincón de Madrid en menos de diez minutos; tengo al final del
pasillo un equipo médico experto dotado con la mejor tecnología; y, en cuanto
los chinos saquen la vacuna, tendré una caja aquí, en este mismo despacho, justo
en el lugar donde ahora está el ordenador. Y tú tienes casi cincuenta años. Y
una mujer en casa. Y una hija adolescente. Asmática. ¿Cómo se llamaba?
¿Claudia, Flavia,…? Livia, eso es. No podía ser de otra forma en un amante de
los clásicos romanos, de Cicerón, en un profesor cuyas lecciones siempre iban
dirigidas a Bruto, los Brutos, sus alumnos>, sonrió afilando la comisura de
sus labios antes de concluir, <Marco, hazlo y tendrás lo que necesites
cuando lo necesites. Ese es el resumen>. Hay enfermedades del alma más
perniciosas que las del cuerpo.
El partido había terminado, era inútil
prolongar la negociación. <¿Cuánto tiempo tengo?>. <Los datos de
mañana van a ser malos. Malos de cojones. Emitiremos el discurso en directo a
la hora del telediario para cargarnos las escaletas. El técnico del
teleprompter necesita un par de horas para meterlo, y yo tengo que revisarlo y
ensayarlo antes, claro. Así que…para las once de la mañana>. <¿Cuándo
hablaré con el presidente para apuntar sus ideas y…?>. <No será necesario.
Ya te las adelanto yo. Pocas “r” vibrantes, a veces se le atragantan. No te
pases con las esdrújulas, se cortan en el teleprompter y pierde el hilo. No te
vayas más allá de los veinte minutos, la gente cambia de canal y pone una
película; tampoco menos, el tiempo justo para el discurso, las cuatro preguntas
que le van a hacer mañana, devolvemos la conexión, el último anciano recuperado
y un dj en la ventana que entretiene a sus vecinos, deportes y el tiempo,
cielos limpísimos>. <¿Y en cuanto a las medidas, coste, temporización,
normativas que va a implementar el nuevo Gobierno…?>. <En la carpeta
tienes cuanto necesitas>. La abrí al fin: un folio con una lista de nombres,
el nuevo Gobierno. Encima, un post-it amarillo: un solitario número de real decreto.
Nada más. Se lo mostré extrañado. <Algo se te ocurrirá, siempre has tenido
grandes ideas. Y si son buenas, ya las incorporaremos al decreto antes de que
salga publicado en el BOE el domingo por la noche>.
Nicolás miró la hora en su reloj de
titanio y se levantó. <Me tengo que marchar ya, profesor. Y usted tiene una
larga noche por delante, no quiero interrumpirle más>, volvía la cortesía al
trato. Me estrechó la mano y la sobó entre sus dos palmas. <Y muchas
gracias, profesor. Sabíamos, repito, sabíamos que podíamos confiar en usted. Es
un buen profesional y un mejor ciudadano. Hacen falta los esfuerzos de todos,
ya sabe, juntos-y-juntas-etcétera>, dijo riéndose mientras se alejaba. Desde
la puerta se dio la vuelta, <Se me olvidaba: hemos tenido que recuperar el
lenguaje inclusivo. Las asociaciones, cría cuervos, ya sabe cómo es esto.
Españoles y españolas. O, el pueblo. Eso nunca pasa de moda>, añadió
cerrando la puerta.
Encendí el ordenador, me quité la
chaqueta, la coloqué sobre el respaldo de la silla que hasta hace unos
instantes había sido ocupada por el jefe del gabinete y me solté la corbata.
Tenía un trabajo que hacer y no pensaba demorarlo más, no tenía sentido. Abrí
el word y comencé a teclear; el inicio había surgido como por arte magia en mi
cabeza nada más acabar la conversación. Sí, a veces pasa. “Amigos y amigas,
ciudadanos y ciudadanas, compatriotas. Prestadme atención…”. Sí, eso era lo que
hacía falta en estos momentos: un entierro.
El mismo ford negro me dejó a las puertas
de casa pasadas las diez de la mañana. Me apeé del vehículo. Llovía bajo un
cielo gris. Atrás quedaba la noche en vela, exordio, el frío hormigón, narratio,
la dureza de la silla metálica, argumentatio, el sueño, peroratio,…
lo de siempre. Me detuve durante un instante mientras la lluvia mojaba mi
cabeza, la ropa, los zapatos. Una referencia clásica en la mente, pero no
latina, esta vez, no. Bíblica. Mateo 16, 26: ¿de qué le sirve al hombre
ganar el mundo entero si pierde su alma? De manera instintiva palpé el
bolsillo interior de mi americana y noté la dureza acartonada de la tarjeta de
visita. Un número de teléfono. Nueve cifras. Abrí el portón y entré. Tenía
tiempo de ducharme y dormir un rato antes de verlo por televisión. Sería un
buen discurso.
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