Han pasado veinte años. Nuestra familia, la noble familia de los Maxu, la más rica del pueblo, la componíamos yo, un elegante estudiante de derecho, mi padre, aún más elegante aunque tuviera cuarenta años recién cumplidos, un caballero aristocrático de montaña que vivía cazando águilas y jabalíes en nuestros inmensos bosques de robles, y una prima huérfana de la cual él era tutor y yo por supuesto estaba enamorado.
Pero no siempre la había amado, recuerdo incluso que desde que era un niño sentía una profunda antipatía por ella, seguramente porque cada vez que nos peleábamos, ella, grande y fuerte (éramos casi de la misma edad), me golpeaba cordialmente como una mocosa, amenazándome siempre con vengarse mejor dentro de unos años.
Después, cuando a la muerte de su madre vino a nuestra casa, incluso pasé varias noches en blanco corroyéndome por la congoja de verme todo el rato junto a esa pequeña furia mimada y maleducada, de verla dueña y señora de mi casa, querida por mi padre de quien yo, sólo yo, debía ser el ídolo... Por su parte Gabriela o Gella, como la llamábamos, me profesaba muy poco cariño. Percatándose de mi mala recepción, cambió completamente de carácter y, una vez que remitió el dolor por la muerte de la madre, no retomó el antiguo camino, sino que se cerró a mí en una fría reserva que acabó haciéndome odiarla todavía más. No me hablaba casi nunca; pasaba delante mío sin mirarme, y andando arriba y abajo por la casa, imponiéndose sobre todo y sobre todos con una dulzura silenciosa y nueva en ella, parecía que ni siquie ra se percatase de mí. Yo temblaba de rabia. Hubiera dado diez años de mi vida porque Gella me hubiera dado el más mínimo motivo para acusarla ante mi padre, y trataba por todos los medios de reavivar alguna de nuestras antiguas disputas, pero siempre en vano. Yo no le importaba lo más mínimo y como mucho respondía con una sonrisa de desprecio a mis insolentes provocaciones, a mis acres alusiones sobre su condición de intrusa en mi casa... Sí, yo era todavía un crío con mis dieciséis años y ella era una señorita precoz que con sus catorce años soñaba sabe Díos con qué cosas. De seguro hubiéramos acabado mal si, al llegar noviembre, yo no me hubiera ido para mis estudios.
Nueve meses en la distancia templaron mi antipatía, hasta el punto de regresar con todas las buenas intenciones posibles de hacer las paces, pero Gella no había cambiado lo más mínimo de opinión y no sólo me recibió fríamente, sino que, habituada con el tiempo a la nueva casa, ¡me pareció como si me considerara un invitado más que como el dueño!... Y así uno, dos, muchos años. Cansado de tratarla bien y de perseguirla, finalmente yo también terminé por imitarla. Entre Gella y yo no había ninguna confianza, ningún afecto, ninguna de esas finas atenciones o de esas peleas efímeras que son habituales entre personas que conviven bajo el mismo techo. Y mientras que en el pueblo se decía que en cuanto me licenciara me casaría con mi prima, entre nosotros no había ni un vago atisbo de amor, ni el más mínimo pensamiento nos unía, nosotros que nos veíamos cada segundo, nosotros que nos habíamos convertido en dos hermosos jóvenes: yo moreno, elegante, que hacía que a mi llegada todo el pueblo pareciera un hervidero. Y
ella delgada, etérea, rubia, con los ojos impenetrables, del celeste pálido
pero ardiente de las montañas calizas que dominaban nuestra casa, con esa piel
rosa aterciopelada en sus mejillas con dos hoyuelos cautivadores cada vez que
se dignaba a sonreír, en el cuello, en las orejas pequeñas e incluso en las manos.
Siempre vestía de blanco tanto en casa como cuando salía, ni una cinta, ni una
joya, ni un solo hilo de color nunca jamás. Y yo que odiaba el blanco, la
llamaba con ironía Cassandra Fedele, pero ella, como de costumbre, no le hacía
el más mínimo caso a mis bromas.
Una noche,
bastante tarde, al cerrar la ventana de mi habitación vi a Gella en la
balconada del primer piso. Erguida, inmóvil, con las manos entrelazadas sobre
el balaustre. Vestía como siempre de blanco, un vestido largo, delicado que la
hacía parecer más alta y delgada. Las mangas larguísimas, del codo para abajo,
le caían a la hebrea junto a las elegantes caderas, dejando al desnudo parte
de sus brazos, delgados pero bien formados, y sus cabellos rizados,
indomables, le caían sobre los hombros, la mitad en una trenza y el resto
sueltos.
El rayo de luna que le caía sobre el rostro la hacía tan blanca, diáfana
y fantástica que yo, a pesar de estar tan mal dispuesto en su contra, no sólo
me vi obligado a confesarme lo hermosa que era, sino que me quedé quieto sobre
el alfeizar a contemplarla como una aparición sobrenatural... Pero, ¿qué hacía
ahí a esas horas? No recordaba haberla visto nunca tan tarde en el balcón y,
sabiendo lo poco inclinada que era a los encantos de la noche, pensé que
esperaba a alguien, recordando de pronto que Gella tenía una edad en la que es
imposible que una muchacha bella no tenga un enamorado.
Si, Gella estaba esperando. De forma instintiva sentí renacer dentro de mí todos los viejos rencores contra mi prima, o al menos algo que podría llamar así. Era un sicólogo demasiado poco profundo como para darme cuenta de que en realidad estaba celoso, probablemente incluso antes de estar enamorado y, sin percibir bien la causa de mi súbita indignación, me pareció que Gella deshonraba nuestra casa con su ligereza de muchacha hablando de noche con un hombre. Sentí el cerebro ofuscarse dolorosamente, al tiempo que sentía una extraña felicidad pensado que finalmente podría humillarla. Humillarla, ¡oh sí, humillarlal... ¡Verla finalmente inclinar frente a mí esos ojos altivos y misteriosos, esa frente fría e irónica! ¡Qué victorial... Me volví un niño sin sopesar por un momento mi odiosa y ligera acción, dejé la ventana, descendí y me presenté junto a Gella con el aspecto de un marido que pillara a su mujer infraganti, diciéndole en voz muy baja pero imperiosa: "¿Qué haces aquí a estas horas?".
Arrancada bruscamente de sus profundas fantasías, vi como Cella palidecía horriblemente y me miraba aterrorizada, temblando de la cabeza a los pies, todas ellas demostraciones agravantes que acrecentaban mis sospechas. Pero en un instante se rehizo, recuperó el color y sus ojos centellearon enfadados.
—¡Lo que quiero y me apetece! —respondió con voz áspera, dándome la espalda y apoyándose sobre la balaustra. Era la primera vez que, desde que estaba en nuestra casa, la veía conmoverse de esa manera. Por un efecto misterioso su voz me hizo vol-
en mí y enrojecer por mi poca galantería. Pero demasiado altivo como para pedirle excusas, recordando intensamente su extraña forma de comportarse conmigo, me contenté con mentirle vilmente como una rata para justificarme:
—Mira, Gella, me han dicho que tienes amoríos con Anni, el médico y que os habláis cada noche... Si tuviera buenas intenciones ya le hubiera pedido tu mano a papá pero... Gella no te ofendas, te lo digo por tu bien... Al verte tan tarde en el balcón he pensado que lo estabas esperando y he bajado... Pero me parece que es todo mentira... Gella... Yo no les creo... pero si fuese...
No pude seguir; esa mentira, esa infame mentira me taponaba la garganta, me resecaba los labios. Gella estaba quieta y no respondía.
Quería continuar mi poco loable comedia, quería pedirle perdón, pero no podía hacer nada. Finalmente me fui casi sin darme cuenta y regresé a mi ventana preguntándome si no estaba soñando.
Vi a Gella que seguía ahí, inclinada sobre la balaustra con el rostro entre las manos...
¡Lloraba! Un llanto silencioso y desesperado interrumpido de tanto en tanto por sollozos espasmódicos que me agitaban el cuerpo como si fueran descargas eléctricas... No sabría como describir lo que sentí al ver a Gella llorar por mi culpa: maldije mis sospechas y mordiéndome los labios hasta hacerme sangre me quedé ahí apoyado sobre el alfeizar con el corazón explotándome en el pecho.
La luna seguía cayendo sobre el lejano horizonte abierto, teñido de un leve resplandor rosado que se difuminaba en lo alto en tonos de un violeta azulado, plateado, cenizo y aspiraba la brisa de la noche que me traía el perfume de los mirtos, de las pitas que blanqueaban en la inmensa llanura que se extendía bajo el silencioso pueblo y el intenso aroma de las montañas de cal salpicadas por la humedad de la noche otoñal. Un ruiseñor cantaba entre los rosales amarillos de nuestro jardín, y su música delicada y triste despertaba en mí, atrapado por el aspecto pálido del paisaje, ebrio de los húmedos perfumes del viento y con los nervios excitados por el llanto de Gella, una sensación de angustia y voluptuosidad mezcladas que ya había sentido una vez en la ciudad donde estudiaba al escuchar una sonata melancólica y penosa de Mozart interpretada en el piso de una señora tísica y moribunda...
Me quedé así un tiempo y después de un buen rato me volví a encontrar junto a mi prima con las manos apretadas sobre el hierro frío de la barandilla...
La luna se había puesto. Sobre el paisaje reinaba ahora una vaga bruma blanca, metálica, y el viento soplaba tan frío que me hacía castañear los dientes. Gella ya no lloraba, ni temblaba tanto como yo. A pesar de la oscuridad seguía viéndola, toda su figura blanca —incluso los cabellos rubios y los ojos pálidos— a excepción de su rostro y sus manos rosas, y pensé que aquella cara, aquellos labios de coral y aquellas manos debían quemar...
—Gella—comencé—, no puedo irme a dormir sin haberte pedido perdón... —y ella, enervada, se quedó muda—. Gella —continué—, perdóname si he osado dudar de esa forma de ti. ¡Son las malas lenguas!... Tú eres tan buena que me perdonarás, ano es cierto? Responde... Gella... dime Gella... ¡responde!
Mañana me voy de
esta casa! —respondió ella finalmente con la voz aun sollozante—. He cumplido
veintiún años.
—¿Qué has dicho
Gella? ¿Pero estás loca?... —dije yo aterrado y como ella no continuaba, me
acerqué para mirarla bien a la cara. Ella no se movió y yo sentí que el perfume
de su vestido se me subía hasta el cerebro. Me quedé aturdido. Una hora y me había
enamorado de mi prima hasta perder la razón. Parecería imposible pero es así.
El ambiente, la hora, el arrepentimiento de haberla ofendido y calumniado, su
llanto, incluso el canto mágico del ruiseñor, el vestido fantástico y mágico de
dama del renacimiento que me recordaba vagamente a Gabriella d'Estrées, la famosa
amiga de Enrique IV, el cabello medio suelto, el perfume que la rodeaba... todo
contribuía a inflamarme la sangre, obligándome a actuar y hablar como si por
mis venas corriera un filtro de amor potente, repentino e indomable. Y le dije
todo esto inmediatamente a Gella con frases de fuego, entrecortadas, palpitantes
y ardientes que ya no recuerdo, que necesitarían diez páginas para ser
transcritas.
Cuando callé, cansado y ansioso, Gella me confesó ¡que ella también me amabal... Y en ese momento, entusiasmado, loco, fuera de mí, la estreché de forma casi brutal entre mis brazos, y ella reacia, la besé en la bella boca de coral que encontré fría como la nieve y que, a pesar de mis largos besos de fuego, se mantuvo fría.
Aquel mes de octubre fue el mes más extraño de mi vida. Por el día Gella y yo seguíamos interpretando nuestros antiguos papeles, fríos e indiferentes, pero de noche tenían lugar las citas más ardientes y románticas en la baranda o en la rosaleda del jardín, en la oscuridad azulada de las noches de luna nueva o entre los silencios brillantes de los magníficos plenilunios. Únicamente en las noches lluviosas nos veíamos en el pequeño salón negro, cálido, al que la luz tenue de la lámpara daba un vago ambiente de santuario. En el antiguo diván bordado con lívidas flores, Gella con su traje blanco parecía una santa medieval, una madona latina con reflejos de oro en la cara, y yo, a menudo postrado en la alfombra, adorándola, representaba perfectamente el papel de devoto. Me enamoraba cada día más. De día en día mi amor iba tomando unas proporciones inmensas, un amor que de no haber sido correspondido me hubiera matado. De día me revolvía porque estaba obligado a esconderlo. Gella me había dicho: "No quiero que nadie, ni siquiera tu padre, sepa que nos amamos hasta que tú no estés en posición de casarte conmigo, es decir, hasta que te licencies. Si dices una sola palabra, si dejas que sospechen lo más mínimo, todo habrá terminado entre tú y yo". Por la noche sufría: cuando la estrechaba contra mi pecho y cuando la besaba, escuchando como me decía: "Seré tuya, tuya para siempre y te amaré siempre a ti, sólo a ti.", sufría algo inexplicable; una angustia incomprensible, que unida al intenso deseo de encontrarme con Gella y de sentirme amado por ella, producía una especie de locura en mi confuso cerebro. Todo a mi alrededor me turbaba y confundía el pasado con el presente y los sueños con la realidad.
Si en aquella época hubiera escrito un diario, habría compuesto la novela sicológica más interesante, porque estoy convencido de que ningún hombre ha estado más extraña y completamente enamorado que yo.
Cuando llegó noviembre y me preparé para partir, me pareció como si despertara de un largo sueño. La última noche que pasé con Gella sobre mis rodillas recuerdo haber llorado como un niño, y nunca olvidaré el escalofrío que sentí cuando la escuché decir: "¿Y si a tu retorno me encuentras... muerta?"
Me miró mientras temblaba con una mirada fría y la oí murmurar sombría: «Otras veces no te despedías así de mí", pero no me fijé en su mirada ni en sus palabras: lo pensé de nuevo solamente más tarde.
Partí. Los primeros meses parecía absorto: no estudiaba, no comía, no dormía y le escribía largas cartas a Gella que... no le enviaba porque así lo quería ella, para no provocar sospechas. Pero al poco tiempo me acostumbré a la distancia y con el tiempo mi amor entró en una fase distinta. La seguía amando, más que nunca, pero ya no sufría: esperaba. Me dediqué a estudiar con ardor y aprobé los exámenes maravillosamente.
¡Un año más y Gella sería mía! ¡Qué sueños, qué proyectos, qué ardientes esperanzas, qué alegría al pensar en la vuelta! La última carta de mi padre me puso sin embargo de mal humor y entristeció completamente mi viaje: me pedía que acelerara el regreso y me prometía la más grande de las sorpresas a mi llegada...
En la mente se me aparecieron los presentimientos más horribles, todos concluían que Gella se había casado con otro... puede que incluso estuviera ya casada, rodeándose de misterio para aterrarme aún más. Sentía vértigo ante aquella idea y pen saba incluso en la venganza que tendría que tomar si Gella me hubiera traicionado de esa manera... ¿Pero contra quién, y por quién?... Ninguno de los pocos señores del pueblo era joven, rico, hermoso y aristocrático, como yo, ninguno podía amarla como yo y ninguno podía ofrecerle una posición de señora como la que gozaba en mi casa. ¿Por qué entonces traicionarme después de tantos juramentos y lágrimas, después de nuestros besos y nuestras promesas? En vano intentaba tranquilizarme. Mientras la carroza me llevaba al pueblo a través de los campos desiertos, de los campos cubiertos de robinias lujuriosas que impregnaban el aire fresco de la mañana de perfumes de incienso, bajo los bosques de robles y rosales silvestres, me regresaba afilada a la mente la larga antipatía que había existido entre Gella y yo, los desprecios que le había hecho continuamente, sus amenazas de niña mala de vengarse más adelante, su desprecio, su fría enemistad. Me venían a la mente sus labios fríos bajo mis besos de fuego y sus ojos impenetrables bajo mi mirada delirante... y aquel pacto horrible de esconder nuestro amor... ¡Estaba perdido, perdido, perdido! ¡Gella no me había amado un solo instante sino que había fingido amarme para volverme loco, para vengarse traicionándome en un momento dado! Seguro de todo esto, me frotaba las manos presa de la agitación como un obseso, pero cuando por fin pude atisbar detrás de las alturas marrones del horizonte el perfil de mis montañas, todas de color de rosa bajo las primeras caricias del sol y sobre el fondo de oro del cielo, me reí de mis miedos, me llamé loco y continué el viaje sonriendo, completamente ebrio del esplendor de la maravillosa
mañana, seguro de que Gella me aguardaba con ansiedad, sin pensar más en la prometida sorpresa.
Encontré a mi padre y a Gella esperándome en el piso bajo, en el comedor, y me sorprendieron inmediatamente tres cosas: los antiguos muebles de la habitación habían desaparecido y habían sido sustituidos por unos nuevos, ricos y espléndidos, papá parecía rejuvenecido, elegante, vestido de negro, con los ojos centelleantes de alegría (la barba rubia, corta, dividida en la barbilla, le daba un aire divino, que lo cambiaba completamente), y ¡Gella vestía de color!
Estaba al fondo de la habitación, con los hombros apoyados en la ventana cerrada y aunque su rostro quedara a oscuras sobre el fondo luminoso de los cristales cuya luz le rodeaba los cabellos con una refulgente aureola, me parecía pálida, aunque con los ojos centelleantes, con una sonrisa misteriosa. Todas estas observaciones las hice en un instante y sólo después las pude definir bien. En ese momento estaba tan exaltado que corrí antes hacia Gella que hacia mi padre, con intención de abrazarla. Pero ella me extendió fríamente la mano. Mi padre mientras tanto, contento sin duda de mi insólito arrebato de afecto por Gella, se mesó los bigotes rubios y me dijo con una sonrisa:
—Abrázala, hombre. ¡Es mi mujer!
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