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  • Banco de Relatos Sonoros de la Red de Bibliotecas de Lorca
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    Romance mínimo con locución de Inma Guillén


     


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    "Romance mínimo" de Grazia Deledda forma parte del libro forma parte del libro “Cuentos europeos de amores imposibles”, editado por Clan, el año 2007, con locución de Inma Guillén y música de Frederick Delius- In a summer garden




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    ROMANCE MÍNIMO

    Por Grazia Deledda


    Ahí arriba, en lo alto, contra el fondo azul celeste de las montañas de piedra caliza, bajo un cielo fresco que tiene la dul­zura profunda de los cielos de los paisajes flamencos y que me re­cuerda a los cuadros más conocidos de Van Haanen, nuestra casa verde dominaba el pueblecito. Con su tejado en punta y su ele­gante cornisa blanca, las ventanas góticas del segundo piso y el porche que la rodeaba en todo el primer piso, esbelta, alta, con la pintura verde brillando bajo el sol, parecía una casita china de porcelana, tan fresca y alegre que incluso ahora, a pesar del triste suceso que les voy a contar y que me obliga a irme para siempre, su recuerdo trae una nota alegre a las memorias de mi infancia.

    Han pasado veinte años. Nuestra familia, la noble familia de los Maxu, la más rica del pueblo, la componíamos yo, un elegan­te estudiante de derecho, mi padre, aún más elegante aunque tu­viera cuarenta años recién cumplidos, un caballero aristocrático de montaña que vivía cazando águilas y jabalíes en nuestros in­mensos bosques de robles, y una prima huérfana de la cual él era tutor y yo por supuesto estaba enamorado.

    Pero no siempre la había amado, recuerdo incluso que desde que era un niño sentía una profunda antipatía por ella, segura­mente porque cada vez que nos peleábamos, ella, grande y fuerte (éramos casi de la misma edad), me golpeaba cordialmente como una mocosa, amenazándome siempre con vengarse mejor dentro de unos años.

    Después, cuando a la muerte de su madre vino a nuestra casa, incluso pasé varias noches en blanco corroyéndome por la congo­ja de verme todo el rato junto a esa pequeña furia mimada y ma­leducada, de verla dueña y señora de mi casa, querida por mi pa­dre de quien yo, sólo yo, debía ser el ídolo... Por su parte Gabrie­la o Gella, como la llamábamos, me profesaba muy poco cariño. Percatándose de mi mala recepción, cambió completamente de carácter y, una vez que remitió el dolor por la muerte de la ma­dre, no retomó el antiguo camino, sino que se cerró a mí en una fría reserva que acabó haciéndome odiarla todavía más. No me hablaba casi nunca; pasaba delante mío sin mirarme, y andando arriba y abajo por la casa, imponiéndose sobre todo y sobre todos con una dulzura silenciosa y nueva en ella, parecía que ni siquie­ ra se percatase de mí. Yo temblaba de rabia. Hubiera dado diez años de mi vida porque Gella me hubiera dado el más mínimo motivo para acusarla ante mi padre, y trataba por todos los me­dios de reavivar alguna de nuestras antiguas disputas, pero siem­pre en vano. Yo no le importaba lo más mínimo y como mucho respondía con una sonrisa de desprecio a mis insolentes provoca­ciones, a mis acres alusiones sobre su condición de intrusa en mi casa... Sí, yo era todavía un crío con mis dieciséis años y ella era una señorita precoz que con sus catorce años soñaba sabe Díos con qué cosas. De seguro hubiéramos acabado mal si, al llegar no­viembre, yo no me hubiera ido para mis estudios.

    Nueve meses en la distancia templaron mi antipatía, hasta el punto de regresar con todas las buenas intenciones posibles de ha­cer las paces, pero Gella no había cambiado lo más mínimo de opinión y no sólo me recibió fríamente, sino que, habituada con el tiempo a la nueva casa, ¡me pareció como si me considerara un invitado más que como el dueño!... Y así uno, dos, muchos años. Cansado de tratarla bien y de perseguirla, finalmente yo también terminé por imitarla. Entre Gella y yo no había ninguna confian­za, ningún afecto, ninguna de esas finas atenciones o de esas pe­leas efímeras que son habituales entre personas que conviven bajo el mismo techo. Y mientras que en el pueblo se decía que en cuanto me licenciara me casaría con mi prima, entre nosotros no había ni un vago atisbo de amor, ni el más mínimo pensamiento nos unía, nosotros que nos veíamos cada segundo, nosotros que nos habíamos convertido en dos hermosos jóvenes: yo moreno, elegante, que hacía que a mi llegada todo el pueblo pareciera un hervidero. Y ella delgada, etérea, rubia, con los ojos impenetra­bles, del celeste pálido pero ardiente de las montañas calizas que dominaban nuestra casa, con esa piel rosa aterciopelada en sus mejillas con dos hoyuelos cautivadores cada vez que se dignaba a sonreír, en el cuello, en las orejas pequeñas e incluso en las ma­nos. Siempre vestía de blanco tanto en casa como cuando salía, ni una cinta, ni una joya, ni un solo hilo de color nunca jamás. Y yo que odiaba el blanco, la llamaba con ironía Cassandra Fedele, pero ella, como de costumbre, no le hacía el más mínimo caso a mis bromas.

    Una noche, bastante tarde, al cerrar la ventana de mi habita­ción vi a Gella en la balconada del primer piso. Erguida, inmóvil, con las manos entrelazadas sobre el balaustre. Vestía como siem­pre de blanco, un vestido largo, delicado que la hacía parecer más alta y delgada. Las mangas larguísimas, del codo para abajo, le caían a la hebrea junto a las elegantes caderas, dejando al desnu­do parte de sus brazos, delgados pero bien formados, y sus cabe­llos rizados, indomables, le caían sobre los hombros, la mitad en una trenza y el resto sueltos.

    El rayo de luna que le caía sobre el rostro la hacía tan blanca, diáfana y fantástica que yo, a pesar de estar tan mal dispuesto en su contra, no sólo me vi obligado a confesarme lo hermosa que era, sino que me quedé quieto sobre el alfeizar a contemplarla como una aparición sobrenatural... Pero, ¿qué hacía ahí a esas ho­ras? No recordaba haberla visto nunca tan tarde en el balcón y, sa­biendo lo poco inclinada que era a los encantos de la noche, pensé que esperaba a alguien, recordando de pronto que Gella tenía una edad en la que es imposible que una muchacha bella no tenga un enamorado.

    Si, Gella estaba esperando. De forma instintiva sentí renacer dentro de mí todos los viejos rencores contra mi prima, o al me­nos algo que podría llamar así. Era un sicólogo demasiado poco profundo como para darme cuenta de que en realidad estaba ce­loso, probablemente incluso antes de estar enamorado y, sin per­cibir bien la causa de mi súbita indignación, me pareció que Ge­lla deshonraba nuestra casa con su ligereza de muchacha hablan­do de noche con un hombre. Sentí el cerebro ofuscarse dolorosa­mente, al tiempo que sentía una extraña felicidad pensado que fi­nalmente podría humillarla. Humillarla, ¡oh sí, humillarlal... ¡Verla finalmente inclinar frente a mí esos ojos altivos y misterio­sos, esa frente fría e irónica! ¡Qué victorial... Me volví un niño sin sopesar por un momento mi odiosa y ligera acción, dejé la venta­na, descendí y me presenté junto a Gella con el aspecto de un ma­rido que pillara a su mujer infraganti, diciéndole en voz muy baja pero imperiosa: "¿Qué haces aquí a estas horas?".

    Arrancada bruscamente de sus profundas fantasías, vi como Cella palidecía horriblemente y me miraba aterrorizada, tem­blando de la cabeza a los pies, todas ellas demostraciones agra­vantes que acrecentaban mis sospechas. Pero en un instante se rehizo, recuperó el color y sus ojos centellearon enfadados.

    —¡Lo que quiero y me apetece! —respondió con voz áspera, dándome la espalda y apoyándose sobre la balaustra. Era la pri­mera vez que, desde que estaba en nuestra casa, la veía conmo­verse de esa manera. Por un efecto misterioso su voz me hizo vol-

    en mí y enrojecer por mi poca galantería. Pero demasiado al­tivo como para pedirle excusas, recordando intensamente su ex­traña forma de comportarse conmigo, me contenté con mentirle vilmente como una rata para justificarme:

    —Mira, Gella, me han dicho que tienes amoríos con Anni, el médico y que os habláis cada noche... Si tuviera buenas intencio­nes ya le hubiera pedido tu mano a papá pero... Gella no te ofen­das, te lo digo por tu bien... Al verte tan tarde en el balcón he pensado que lo estabas esperando y he bajado... Pero me parece que es todo mentira... Gella... Yo no les creo... pero si fuese...

    No pude seguir; esa mentira, esa infame mentira me taponaba la garganta, me resecaba los labios. Gella estaba quieta y no res­pondía.

    Quería continuar mi poco loable comedia, quería pedirle perdón, pero no podía hacer nada. Finalmente me fui casi sin dar­me cuenta y regresé a mi ventana preguntándome si no estaba soñando.

    Vi a Gella que seguía ahí, inclinada sobre la balaustra con el rostro entre las manos...

    ¡Lloraba! Un llanto silencioso y desesperado interrumpido de tanto en tanto por sollozos espasmódicos que me agitaban el cuerpo como si fueran descargas eléctricas... No sabría como describir lo que sentí al ver a Gella llorar por mi culpa: maldije mis sospechas y mordiéndome los labios hasta hacerme sangre me quedé ahí apoyado sobre el alfeizar con el corazón explotándome en el pecho.

    La luna seguía cayendo sobre el lejano horizonte abierto, teñido de un leve resplandor rosado que se difuminaba en lo alto en tonos de un violeta azulado, plateado, cenizo y aspiraba la brisa de la noche que me traía el perfume de los mirtos, de las pitas que blanqueaban en la inmensa llanura que se extendía bajo el silen­cioso pueblo y el intenso aroma de las montañas de cal salpicadas por la humedad de la noche otoñal. Un ruiseñor cantaba entre los rosales amarillos de nuestro jardín, y su música delicada y triste despertaba en mí, atrapado por el aspecto pálido del paisaje, ebrio de los húmedos perfumes del viento y con los nervios excitados por el llanto de Gella, una sensación de angustia y voluptuosidad mezcladas que ya había sentido una vez en la ciudad donde estu­diaba al escuchar una sonata melancólica y penosa de Mozart in­terpretada en el piso de una señora tísica y moribunda...

    Me quedé así un tiempo y después de un buen rato me volví a encontrar junto a mi prima con las manos apretadas sobre el hierro frío de la barandilla...

    La luna se había puesto. Sobre el paisaje reinaba ahora una vaga bruma blanca, metálica, y el viento soplaba tan frío que me hacía castañear los dientes. Gella ya no lloraba, ni temblaba tan­to como yo. A pesar de la oscuridad seguía viéndola, toda su fi­gura blanca —incluso los cabellos rubios y los ojos pálidos— a excepción de su rostro y sus manos rosas, y pensé que aquella cara, aquellos labios de coral y aquellas manos debían quemar...

    —Gella—comencé—, no puedo irme a dormir sin haberte pedido perdón... —y ella, enervada, se quedó muda—. Gella —continué—, perdóname si he osado dudar de esa forma de ti. ¡Son las malas lenguas!... Tú eres tan buena que me perdonarás, ano es cierto? Responde... Gella... dime Gella... ¡responde!

    Mañana me voy de esta casa! —respondió ella finalmente con la voz aun sollozante—. He cumplido veintiún años.

    —¿Qué has dicho Gella? ¿Pero estás loca?... —dije yo aterra­do y como ella no continuaba, me acerqué para mirarla bien a la cara. Ella no se movió y yo sentí que el perfume de su vestido se me subía hasta el cerebro. Me quedé aturdido. Una hora y me había enamorado de mi prima hasta perder la razón. Parecería im­posible pero es así. El ambiente, la hora, el arrepentimiento de ha­berla ofendido y calumniado, su llanto, incluso el canto mágico del ruiseñor, el vestido fantástico y mágico de dama del renaci­miento que me recordaba vagamente a Gabriella d'Estrées, la fa­mosa amiga de Enrique IV, el cabello medio suelto, el perfume que la rodeaba... todo contribuía a inflamarme la sangre, obligán­dome a actuar y hablar como si por mis venas corriera un filtro de amor potente, repentino e indomable. Y le dije todo esto in­mediatamente a Gella con frases de fuego, entrecortadas, palpi­tantes y ardientes que ya no recuerdo, que necesitarían diez pági­nas para ser transcritas.

    Cuando callé, cansado y ansioso, Gella me confesó ¡que ella también me amabal... Y en ese momento, entusiasmado, loco, fuera de mí, la estreché de forma casi brutal entre mis brazos, y ella reacia, la besé en la bella boca de coral que encontré fría como la nieve y que, a pesar de mis largos besos de fuego, se mantuvo fría.


    Aquel mes de octubre fue el mes más extraño de mi vida. Por el día Gella y yo seguíamos interpretando nuestros antiguos pa­peles, fríos e indiferentes, pero de noche tenían lugar las citas más ardientes y románticas en la baranda o en la rosaleda del jardín, en la oscuridad azulada de las noches de luna nueva o entre los si­lencios brillantes de los magníficos plenilunios. Únicamente en las noches lluviosas nos veíamos en el pequeño salón negro, cáli­do, al que la luz tenue de la lámpara daba un vago ambiente de santuario. En el antiguo diván bordado con lívidas flores, Gella con su traje blanco parecía una santa medieval, una madona lati­na con reflejos de oro en la cara, y yo, a menudo postrado en la alfombra, adorándola, representaba perfectamente el papel de de­voto. Me enamoraba cada día más. De día en día mi amor iba to­mando unas proporciones inmensas, un amor que de no haber sido correspondido me hubiera matado. De día me revolvía por­que estaba obligado a esconderlo. Gella me había dicho: "No quiero que nadie, ni siquiera tu padre, sepa que nos amamos has­ta que tú no estés en posición de casarte conmigo, es decir, hasta que te licencies. Si dices una sola palabra, si dejas que sospechen lo más mínimo, todo habrá terminado entre tú y yo". Por la no­che sufría: cuando la estrechaba contra mi pecho y cuando la be­saba, escuchando como me decía: "Seré tuya, tuya para siempre y te amaré siempre a ti, sólo a ti.", sufría algo inexplicable; una an­gustia incomprensible, que unida al intenso deseo de encontrar­me con Gella y de sentirme amado por ella, producía una especie de locura en mi confuso cerebro. Todo a mi alrededor me turba­ba y confundía el pasado con el presente y los sueños con la rea­lidad.


    Si en aquella época hubiera escrito un diario, habría com­puesto la novela sicológica más interesante, porque estoy convencido de que ningún hombre ha estado más extraña y completa­mente enamorado que yo.


    Cuando llegó noviembre y me preparé para partir, me pareció como si despertara de un largo sueño. La última noche que pasé con Gella sobre mis rodillas recuerdo haber llorado como un niño, y nunca olvidaré el escalofrío que sentí cuando la escuché decir: "¿Y si a tu retorno me encuentras... muerta?"

    Me miró mientras temblaba con una mirada fría y la oí mur­murar sombría: «Otras veces no te despedías así de mí", pero no me fijé en su mirada ni en sus palabras: lo pensé de nuevo sola­mente más tarde.

    Partí. Los primeros meses parecía absorto: no estudiaba, no comía, no dormía y le escribía largas cartas a Gella que... no le en­viaba porque así lo quería ella, para no provocar sospechas. Pero al poco tiempo me acostumbré a la distancia y con el tiempo mi amor entró en una fase distinta. La seguía amando, más que nun­ca, pero ya no sufría: esperaba. Me dediqué a estudiar con ardor y aprobé los exámenes maravillosamente.

    ¡Un año más y Gella sería mía! ¡Qué sueños, qué proyectos, qué ardientes esperanzas, qué alegría al pensar en la vuelta! La última carta de mi padre me puso sin embargo de mal humor y entriste­ció completamente mi viaje: me pedía que acelerara el regreso y me prometía la más grande de las sorpresas a mi llegada...

    En la mente se me aparecieron los presentimientos más ho­rribles, todos concluían que Gella se había casado con otro... puede que incluso estuviera ya casada, rodeándose de misterio para aterrarme aún más. Sentía vértigo ante aquella idea y pen­ saba incluso en la venganza que tendría que tomar si Gella me hubiera traicionado de esa manera... ¿Pero contra quién, y por quién?... Ninguno de los pocos señores del pueblo era joven, rico, hermoso y aristocrático, como yo, ninguno podía amarla como yo y ninguno podía ofrecerle una posición de señora como la que gozaba en mi casa. ¿Por qué entonces traicionarme des­pués de tantos juramentos y lágrimas, después de nuestros besos y nuestras promesas? En vano intentaba tranquilizarme. Mien­tras la carroza me llevaba al pueblo a través de los campos de­siertos, de los campos cubiertos de robinias lujuriosas que im­pregnaban el aire fresco de la mañana de perfumes de incienso, bajo los bosques de robles y rosales silvestres, me regresaba afila­da a la mente la larga antipatía que había existido entre Gella y yo, los desprecios que le había hecho continuamente, sus ame­nazas de niña mala de vengarse más adelante, su desprecio, su fría enemistad. Me venían a la mente sus labios fríos bajo mis be­sos de fuego y sus ojos impenetrables bajo mi mirada delirante... y aquel pacto horrible de esconder nuestro amor... ¡Estaba per­dido, perdido, perdido! ¡Gella no me había amado un solo ins­tante sino que había fingido amarme para volverme loco, para vengarse traicionándome en un momento dado! Seguro de todo esto, me frotaba las manos presa de la agitación como un obse­so, pero cuando por fin pude atisbar detrás de las alturas marro­nes del horizonte el perfil de mis montañas, todas de color de rosa bajo las primeras caricias del sol y sobre el fondo de oro del cielo, me reí de mis miedos, me llamé loco y continué el viaje sonriendo, completamente ebrio del esplendor de la maravillosa

    mañana, seguro de que Gella me aguardaba con ansiedad, sin pensar más en la prometida sorpresa.

    Encontré a mi padre y a Gella esperándome en el piso bajo, en el comedor, y me sorprendieron inmediatamente tres cosas: los antiguos muebles de la habitación habían desaparecido y habían sido sustituidos por unos nuevos, ricos y espléndidos, papá pa­recía rejuvenecido, elegante, vestido de negro, con los ojos cente­lleantes de alegría (la barba rubia, corta, dividida en la barbilla, le daba un aire divino, que lo cambiaba completamente), y ¡Gella vestía de color!

    Estaba al fondo de la habitación, con los hombros apoyados en la ventana cerrada y aunque su rostro quedara a oscuras sobre el fondo luminoso de los cristales cuya luz le rodeaba los cabellos con una refulgente aureola, me parecía pálida, aunque con los ojos centelleantes, con una sonrisa misteriosa. Todas estas obser­vaciones las hice en un instante y sólo después las pude definir bien. En ese momento estaba tan exaltado que corrí antes hacia Gella que hacia mi padre, con intención de abrazarla. Pero ella me extendió fríamente la mano. Mi padre mientras tanto, contento sin duda de mi insólito arrebato de afecto por Gella, se mesó los bigotes rubios y me dijo con una sonrisa:

    —Abrázala, hombre. ¡Es mi mujer!


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    Para ello, se van a grabar una serie de lecturas de obras literarias breves con diversas personas (actores, poetas, profesores y periodistas) que generosamente han querido colaborar prestándonos su voz.

    Estas grabaciones se irán publicando a través de los portales de la Red Municipal de Bibliotecas y de la Concejalía de Política Social del Mayor.

    Paralelamente se realizarán talleres de escritura y narración que permitan grabar a los autores sus relatos, ampliando así los cauces de participación de nuestros mayores convirtiéndolos en creadores y narradores de sus propias historias.


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