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Agotadora, sin duda, amigo Lerrin —afirmaba
Marcel.
—Deberías inventar algún artilugio capaz de
salvarnos de estos tormentos más propios de un infierno bíblico. Mi pobre
Isabella se derrite poco a poco, y tanto sofoco está consiguiendo apagar la
belleza que tanto me cautivó al principio.
Marcel Berkowitz reía y negaba con la
cabeza:
—No nos engañas. Ni a estos pobres
estudiantes, que todavía no conocen el verdadero sentido de la palabra
matrimonio, ni a mí. No nos engañas... Sabemos que Isabella podría tener un
paño de llagas sobre la cara y aun así...
—Aun así seguiría siendo el mayor consuelo
para mi marchito espíritu.
Marcel Berkowitz volvía a reír, y su amigo
Lerrin puso las dos manos sobre el respaldo de su silla para dejar caer todo el
peso de su cuerpo sobre aquel apoyo y comenzar a respirar con dificultad.
Parecía
sentirse exhausto, triste y nervioso. Con ese nerviosismo que precede a las catástrofes y con esa tristeza impaciente que conduce a un estado de alarma insoportable y perpetua.
En una mesa próxima dos hombres jugaban al ajedrez y, un poco más allá, junto a la puerta de un ristorante muy pequeño y no demasiado limpio, cuatro o cinco puestos de fruta se protegían del sol del atardecer mediante grandes toldos que a veces eran de rayas y a veces de un único color mate, generalmente oscuro. Bajo esos toldos se cobijaban el tendero y también los compradores que, después de sortear los montones de cajas apiladas alrededor de los puestos, después de haber esquivado un coche de color verde con matrícula de Roma E22116, las jardineras de piedra pletóricas de frondosas plantas de flores rojas, los contenedores de basura y alguna bicicleta, llegaban por fin a la báscula donde el tendero pesaba sus piezas de fruta en el interior de unas bolsas azules de plástico.
—¿Qué te ocurre, Lerrin?
Marcel Berkowitz no obtuvo respuesta, y continuó preguntando:
—¿Aún sigues encontrándote así? ¿Todavía no has aceptado que a la gente le encanta hablar y le encanta que alguien escuche? Lo último que debemos hacer, mi querido amigo, es plantearnos si los demás van a juzgar lo que hacemos y lo que no hacemos.
—Yo ya no me planteo nada... No... Es cierto. No estoy hablando en broma.
—¿La joven Isabella ha obrado el milagro de quitarte de encima la sombría carga de tener que pensar?
En cierto modo. Sí... Ya sabes que Isabella no puede comportarse como una persona normal. Es incapaz de hacerlo. Y yo he de asumirlo. He dejado de hacer planes o de sugerir cualquier propósito común.
—¡Por Dios, Lerrin! ¿A ese extremo has llegado?
Nunca sabemos a qué extremos somos capaces de llegar.
No todo el mundo soportaría vivir así, como tú —dijo Marcel.
Tampoco sabemos en qué estado seremos capaces de vivir —casi repitió el profesor Lerrin.
No tanto, mi estimado profesor. No tanto... Es sólo cuestión de no ceder.
—¿No ceder? ¿No ceder...? —Lerrin se quedó mirando el perfil irónico de su amigo, y sonrió—: Siempre hay que ceder. Al menos ante una criatura como Isabella.
Pues entonces supongo que habrás de buscar una vía de escape. Algún alivio para esa dependencia.
Sí. Ciertamente... Creo que lo tengo. Es algo básico, pero creo que lo tengo. Aunque pueda parecerte extraño, conservo una maleta junto a la puerta de nuestro apartamento. Al principio, durante los primeros días, estaba allí porque no sabíamos dónde meterla. No había sitio en los armarios. Pero, ahora, esa maleta en el recibidor, justo al lado de la puerta de la calle, me parece algo simbólico. La maleta ya está allí, dispuesta y siempre visible... Para cuando ella decida prescindir de mí.
—Tanta rendición... Tanta sumisión no puede ser sincera.
—De todas formas —continuó el profesor—, no creo que pueda considerarme un hombre desafortunado. Ya sabes que he procurado toda mi vida no atarme a ningún lugar.
—A pesar de que ahora no puedas evitar estar atado a una persona.
Desde la terraza en que se había sentado Marcel Berkowitz se veían las contraventanas marrones, casi siempre abiertas, de un Forno del que, de vez en cuando, surgía un joven con una camiseta de tirantes y unos pantalones manchados de blanco para fumar un cigarrillo. La delicadeza con que aquel chico bajaba los párpados sobre unos ojos insólitamente somnolientos, la prudencia con que estiraba la corta longitud de su cuello para expulsar el humo hacia arriba hacían que adquiriera una nobleza propia de los legítimos descendientes nos libros desperdigados sobre la mesa, y que parecía no desear alzar o girar la cabeza y correr el riesgo de encontrarse con una sonrisa cuyos propósitos podría desconocer. Parecía querer recuperar su acostumbrado y amable estado de ánimo, tal vez quebrado tras la breve intervención de su amigo Lerrin, y reconquistar cierta sensación de alivio al descubrir que las cosas seguían funcionando como debían.
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