• Sígueme en Facebook>
  • Sígueme en Twitter>
  • Sígueme en Instagram
  • Sígueme en Telegram
  • RSS
  • Banco de Relatos Sonoros de la Red de Bibliotecas de Lorca
    x
    AVISO LEGAL: "No se permite el uso con fines lucrativos, ni la reproducción, comunicación pública, etc. de los contenidos. Siendo el titular de los derechos el Ayuntamiento de Lorca"

    Marcel Berkowitz con locución de Manuel Marín Manzano


     




    ESCUCHA EL RELATO


    “Marcel Berkowitz” de Pilar Adón forma parte del libro “El mes más cruel” editado por Impedimenta, 2010 y con locución de Manuel Marín Manzano



    LEE EL RELATO



    VARCEL BERKOWITZ

    Bajo unos arcos de piedra iluminados con la única .13 finalidad de crear en los clientes de las nutridas te­rrazas estivales la ilusión de que la luz, como la guerra, podía llegar a ser eterna, los muchachos advirtieron cómo Marcel Berkowitz saludaba con una mano al pro­fesor Lerrin, y cómo comentaba casi en un susurro que aquel infeliz que se acercaba a ellos y al que miraba sin dejar de sonreír estaba gastando toda su fortuna en el hipódromo, cuando podía haberla invertido en algún interminable viaje a Grecia con esa encantadora mujer, Isabella, que había ido a encontrar en un hotel de lujo. Lerrin avanzaba pausadamente hacia él, ajustándose los puños de la camisa limpia y seca que parecía haberse puesto en ese mismo instante. Poco después pasaba un largo brazo por la espalda de Marcel Berkowitz, y se asombraba de la agotadora ola de calor que venía inva­diendo la ciudad desde hacía tres semanas:

    Agotadora, sin duda, amigo Lerrin —afirmaba Marcel.

    —Deberías inventar algún artilugio capaz de salvar­nos de estos tormentos más propios de un infierno bí­blico. Mi pobre Isabella se derrite poco a poco, y tanto sofoco está consiguiendo apagar la belleza que tanto me cautivó al principio.

    Marcel Berkowitz reía y negaba con la cabeza:

    —No nos engañas. Ni a estos pobres estudiantes, que todavía no conocen el verdadero sentido de la pa­labra matrimonio, ni a mí. No nos engañas... Sabemos que Isabella podría tener un paño de llagas sobre la cara y aun así...

    —Aun así seguiría siendo el mayor consuelo para mi marchito espíritu.

    Marcel Berkowitz volvía a reír, y su amigo Lerrin puso las dos manos sobre el respaldo de su silla para dejar caer todo el peso de su cuerpo sobre aquel apoyo y comen­zar a respirar con dificultad. Parecía 

    sentirse exhausto, triste y nervioso. Con ese nerviosismo que precede a las catástrofes y con esa tristeza impaciente que conduce a un estado de alarma insoportable y perpetua.

    En una mesa próxima dos hombres jugaban al ajedrez y, un poco más allá, junto a la puerta de un ristorante muy pequeño y no demasiado limpio, cuatro o cinco puestos de fruta se protegían del sol del atardecer me­diante grandes toldos que a veces eran de rayas y a veces de un único color mate, generalmente oscuro. Bajo esos toldos se cobijaban el tendero y también los compradores que, después de sortear los montones de cajas apiladas alrededor de los puestos, después de haber esquivado un coche de color verde con matrícula de Roma E22116, las jardineras de piedra pletóricas de frondosas plantas de flores rojas, los contenedores de basura y alguna bicicle­ta, llegaban por fin a la báscula donde el tendero pesaba sus piezas de fruta en el interior de unas bolsas azules de plástico.

    —¿Qué te ocurre, Lerrin?

    Marcel Berkowitz no obtuvo respuesta, y continuó preguntando:

    —¿Aún sigues encontrándote así? ¿Todavía no has aceptado que a la gente le encanta hablar y le encanta que alguien escuche? Lo último que debemos hacer, mi querido amigo, es plantearnos si los demás van a juzgar lo que hacemos y lo que no hacemos.

    —Yo ya no me planteo nada... No... Es cierto. No estoy hablando en broma.

    —¿La joven Isabella ha obrado el milagro de quitarte de encima la sombría carga de tener que pensar?

    En cierto modo. Sí... Ya sabes que Isabella no puede comportarse como una persona normal. Es in­capaz de hacerlo. Y yo he de asumirlo. He dejado de hacer planes o de sugerir cualquier propósito común.

    —¡Por Dios, Lerrin! ¿A ese extremo has llegado?

    Nunca sabemos a qué extremos somos capaces de llegar.

    No todo el mundo soportaría vivir así, como tú —dijo Marcel.

    Tampoco sabemos en qué estado seremos capaces de vivir —casi repitió el profesor Lerrin.

    No tanto, mi estimado profesor. No tanto... Es sólo cuestión de no ceder.

    —¿No ceder? ¿No ceder...? —Lerrin se quedó mi­rando el perfil irónico de su amigo, y sonrió—: Siem­pre hay que ceder. Al menos ante una criatura como Isabella.

    Pues entonces supongo que habrás de buscar una vía de escape. Algún alivio para esa dependencia.

    Sí. Ciertamente... Creo que lo tengo. Es algo bási­co, pero creo que lo tengo. Aunque pueda parecerte ex­traño, conservo una maleta junto a la puerta de nuestro apartamento. Al principio, durante los primeros días, estaba allí porque no sabíamos dónde meterla. No había sitio en los armarios. Pero, ahora, esa maleta en el recibi­dor, justo al lado de la puerta de la calle, me parece algo simbólico. La maleta ya está allí, dispuesta y siempre visible... Para cuando ella decida prescindir de mí.

    —Tanta rendición... Tanta sumisión no puede ser sincera.

    —De todas formas —continuó el profesor—, no creo que pueda considerarme un hombre desafortuna­do. Ya sabes que he procurado toda mi vida no atarme a ningún lugar.

    —A pesar de que ahora no puedas evitar estar atado a una persona.


    Desde la terraza en que se había sentado Marcel Berkowitz se veían las contraventanas marrones, casi siempre abiertas, de un Forno del que, de vez en cuan­do, surgía un joven con una camiseta de tirantes y unos pantalones manchados de blanco para fumar un ci­garrillo. La delicadeza con que aquel chico bajaba los párpados sobre unos ojos insólitamente somnolientos, la prudencia con que estiraba la corta longitud de su cuello para expulsar el humo hacia arriba hacían que adquiriera una nobleza propia de los legítimos descen­dientes nos libros desperdigados sobre la mesa, y que parecía no desear alzar o girar la cabeza y correr el riesgo de encontrarse con una sonrisa cuyos propósitos podría desconocer. Parecía querer recuperar su acostumbrado y amable estado de ánimo, tal vez quebrado tras la breve intervención de su amigo Lerrin, y reconquistar cierta sensación de alivio al descubrir que las cosas seguían funcionando como debían.


    Finalmente, uno de los estudiantes se atrevió a pre­ guntar:

    -¿Comprender el significado de qué, señor Ber­ kowitz? ¿A qué se refiere?

    Marcel Berkowitz cerró los ojos, y murmuró:

    -El significado de la renuncia, querido niño. La tan penosa pero balsámica renuncia a la propia dicha...

    A lo lejos, el profesor Lerrin estaba a punto de inter­ narse en un pasadizo mal ventilado y cubierto por un techo viejo y lleno de goteras, que daba a una galería de arte. Con las manos escondidas en los bolsillos del pantalón, el profesor Lerrin desaparecería por completo de la vista de Marcel Berkowitz sin volver la mirada ha­ cia él. Entraría en aquel pasillo estrecho cuyas paredes presentaban una extraña e interesante forma, y después se dejaría atrapar por el orden pulcro y hermético de la galería de arte, con la obvia intención de perderse en su interior y poder olvidarse así de las palabras ingeniosas y de los comportamientos ejemplares.



    Trabajé en el jardín esmeralda. El sol me invadió los ojos.

    ¿Y si fuera necesario para volar

    imitar el mimoso movimiento de los pájaros? Recurrir a un elemento más ligero que el aire. El humo.


    0 comentarios:

    Publicar un comentario

    En breve aparecerá tu comentario. Gracias por participar

     

    Nosotros te leemos

    Consiste en la creación de un banco de relatos sonoros para facilitar el acceso a la lectura a todas aquellas personas que por cualquier razón (problemas de movilidad, visión, hospitalización, etc.) no puedan hacer uso de los libros de las bibliotecas municipales, y por supuesto para todo aquel que los quiera escuchar.

    Para ello, se van a grabar una serie de lecturas de obras literarias breves con diversas personas (actores, poetas, profesores y periodistas) que generosamente han querido colaborar prestándonos su voz.

    Estas grabaciones se irán publicando a través de los portales de la Red Municipal de Bibliotecas y de la Concejalía de Política Social del Mayor.

    Paralelamente se realizarán talleres de escritura y narración que permitan grabar a los autores sus relatos, ampliando así los cauces de participación de nuestros mayores convirtiéndolos en creadores y narradores de sus propias historias.


    Vistas de página en total

    © Red de Bibliotecas de Lorca. Con la tecnología de Blogger.

    Nuestra Red de Bibliotecas

    Nuestra Red de Bibliotecas la componen 10 centros: Biblioteca "Pilar Barnés", Biblioteca Infantil y Juvenil, y los centros de lectura de; Príncipe de Asturias, La Paca, Almendricos, Purias, Zarcilla, La Hoya, Marchena-Aguaderas y Cazalla


    Generador de Códigos QR Codes código qr

    Red de Bibliotecas de Lorca


    Plaza Real, s/n
    30800 LORCA (Murcia)
    968 473 127 y 968 473 130
    bibliotecalorca@lorca.es