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Posturas de lector
Después de haber aprendido a leer, nos sorprendió todo lo que requería ser leído, todo lo que nos esperaba entre cortinas. Quizás lo hubiéramos desaprendido todo asustados de las bibliotecas y los archivos que nos apelaban.
De cada lomo de libro salía una querencia y un echarnos los brazos, como esos niños que se quieren ir con nosotros. Entonces sufrimos el primer dolor de cabeza de lector, y nos quedamos como sin sentido en la selva espesa de las letras.
¡Qué jaquecas de leer en la primera infancia, la cabeza metida entre el engranaje de las letras, todo el aplicado a un mecanismo de ruedas pequeñas e innumerables!
Muchos niños han muerto de lectura aguda, y muchos hombres también; pero, sobre todo, en la adolescencia es cuando es más terrible el mal.
Hay tifus de lectura, que alanza a esos jóvenes adolescentes con los que luchan la naturaleza, el instinto, la imaginación libre, y del otro lado, la lectura copiosa y obligatoria.
Se han escrito Artes de saber leer, que son tan amargos como la propia lectura, y que no ayudan a nada. Son como las grageas contra el mareo, que lo acentúan más.
Los lectores luchan contra su rebeldía a leer y estudiar.
En esa necesidad de avanzar en una lectura que no se siente, se han inventado aparatos de suplicio atroces, ataharres terribles: una caña, una piedra atada a la caña, todo eso, unido a un pedal, y cuando el que se distraía o se dormía, ¡pum!, la piedra caía sobre la cabeza del lector, y le hacía un chichón como para aumentar su capacidad de cultura y retentiva.
Mucho se ha utilizado la jofaina de agua fría, en que cae la cabeza del que se duerme, y proverbiales son los estudiantes que estudiaron con dos pesas sostenidas en las manos, que al dormirse se abrían, y las dejaban caer con ruidoso estrépito, pues muchas veces se colocaba algo de hoja de lata debajo.
Hubo el estudiante rabioso contra el sueño, que estudiaba bajo una especie de guillotina feroz, y era la navaja de afeitar colgada sobre su cabeza, la que se había de encargar de vengar su adormilamiento.
Gracias a esas velas y cuerdas de la nave del sueño que el buen vigilante arría, estira y gobierna sobre su pupitre, la lectura marcha sin confusión.
¡Terribles noches ésas en que todo el texto bizquea, se empastela toda la letra, y las des se acuestan, y las oes vuelan como burbujas, y las íes no se encuentran, y las haches se evaporan! Las primeras caligrafías cubistas las leímos en sueños, en rara proyección, todo desparramado, torcido, desnudándose.
¡Difícil lectura! Sólo vencen sus dificultades los que encuentran la postura ideal, la postura que les corresponde entre todas las posturas. Según los caracteres y la fluidez o densidad de la sangre de cada lector, es necesaria una u otra. Hay quien se ha pasado toda la vida buscando la postura mejor, y que si la hubiese encontrado hubiera podido ser un hombre célebre de gran cultura; pero no pudo hallar la postura cómoda para su razón y su paciencia.
Es la primera vez que se ataca con franqueza este estudio de las posturas cómodas al lector. Si lo hubiese escrito en Alemania, ya me habrían nombrado profesor de posturas para lectores en una Universidad de las muchas Universidades desconocidas que hay allí; pero aquí se meterán conmigo todos los que tengan algún arma en la mano.
Así como hay la gimnasia sueca, profundamente científica y de apariencia simple, un sistema de posturas cómodas para acompañar las lecturas difíciles serviría para hacer más digestibles todas las lecturas, incluso las imposibles de digerir.
Ya estoy viendo el cuadro que se podría hacer con sus cuerpos reales y sus cuerpos de puntos suspensivos. ¡Cómo harían definitivamente compatible con su pereza la lectura los grandes holgazanes!
Ahora, ese arte de la postura, abandonado a las improvisaciones de los lectores, es algo caótico y absurdo, aunque a veces, como ese sabio lector colgado de una rama y en teratológica actitud, ha encontrado la postura suprema para leer.
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