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El hombre del segundo
carruaje iba vestido del mismo modo que el primero, aunque
aún más empapado que el anterior, pues no había cesado el aguanieve; pero un traje
de noche sigue siendo un traje de noche en cualquier lugar del mundo. El conductor
también llevaba el mismo sombrero engrasado y la misma capa impermea ble que el
primero. Cuando el carruaje hubo pasado, la oscuridad engulló las dos lámparas,
la nieve cubrió el rastro de las ruedas , y no quedaron más que las especulaciones
del pastor
acerca de cómo un cabriolé había podido ir a parar hasta aquel lugar de China. No obstante, pronto también éstas se desvanecieron, y el pastor volvió a sus leyendas antiguas y a la contemplación de cosas más serenas.
La tormenta, el frío y la oscuridad hicieron un último esfuerzo y lograron hacer que temblaran los huesos del pastor, que casta ñetearan los dientes de aquella cabeza que divagaba entre fábulas de flores. De repente, había amanecido. Podían ya distinguirse las siluetas de las ovejas, y el pastor las contó. Ningún lobo parecía haberse acercado. No faltaba ninguna. En ese momento apareció el tercer cabriolé con sus lámparas aún encendidas y un aspecto ridículo a la pálida luz de la mañana. Todos venían del Este con el aguanieve; todos se dirigían al Oeste. Y el ocupante del tercer carruaje también vestía un traje de noche.
Entonces el pastor manchú, tranquilamente, sin ninguna curiosidad y aún menos asombro, sino como alguien acostumbrado a ver cualquier cosa que la vida tenga que mostrarle, aguardó allí durante cuatro horas para comprobar si pasaba alguno más. El aguanieve y el viento del Este persistían. Y al fin, al cabo de las cuatro horas, pasó un nuevo carruaje. El cochero iba tan rápido como podía, como si quisiera aprovechar al máximo la luz diurna. Su capa de cochero ondeaba al viento, y en el interior del carruaje un hombre vestido con traje de noche era sacudido de un lado a otro por las irregularidades del camino.
Se trataba, por supuesto, de la célebre carrera de Pittsburg a Piccadilly por el camino más largo. Ésta había comenzado una noche, después de cenar, en casa de Mr. Flagdrop. Y había vencido Mr. Kagg con el honorable Alfred Fortescue; hijo, como todo el mundo podrá recordar, de Bagar Dermstein, quien llegó a convertirse (mediante Carta de Patente) en Sir Edgard Fortescue y, finalmente, en Lord St. George.
El pastor manchú siguió esperando hasta la noche y, cuando comprendió que ya no pasaría ningún otro carruaje, volvió a su casa para cenar. El arroz que le habían preparado estaba caliente y sabía bien, aún mejor, si cabe, después del horrible frío que ha bía traído el aguanieve.Cuando hubo terminado de comer, repasó concienzudamente su experiencia recreando en su interior cada de talle de los carruajes que había visto, pero desde allí su pensamiento se fue deslizando serenamente hacia la gloriosa historia de China, regresando a los tiempos innobles anteriores a la llegada de la calma y, aún más allá, a los días felices del mundo en que dioses y drago nes habitaban la tierra y China era joven. Luego, encendiendo su pipa de opio y dejando fluir sus pensamientos, contempló la futura edad en que ha de producirse el regreso de los dragones.
Durante un largo espacio de tiempo su mente descansó en tan profunda serenidad que ningún otro pensamiento logró apartarla de ella, de modo que al levantarse abandonó su letargo como el hombre que emerge de un baño, renovado, limpio y satisfecho. Así, pues, de sus reflexiones concluyó que todo cuanto había visto en la llanura eran elementos maléficos de la misma naturaleza de los sueños o vanas ilusiones producidas por la acción, la gran enemiga de la calma. Entonces su pensamiento se dirigió a la forma de Dios, el Único, el Inefable, el que se sienta junto al loto blanco negando la acción, y le dio las gracias por haber eliminado de China todas las malas costumbres y enviarlas a Occidente igual que la mujer que arroja la suciedad de su hogar a los jardines vecinos.
Después de aquella gratitud, el pastor volvió a entregarse a la calma, y tras la calma, al sueño.
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