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“Un día cualquiera, la lluvia” de Antonio Luis Pàez 2º premio del XXXII Certamen Literario Regional y VII Certamen Nacional de la Asociación de Amas de Casa, Consumidores y Usuarios de Lorca, con locución del autor y música de Respighi nº 3, Notturno. Lento (versión for harp)
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UN DÍA CUALQUIERA, LA LLUVIA
Antonio Luis Páez
La luz tamizada por las espesas nubes coloreaba de gris el cielo y el aire, si puede considerase de algún modo que ser gris es estar coloreado. Esa luz fría podría ser excusa para una tarde recogida al calor de un buen brasero, las faldillas sobre las piernas y quizás de algo dulce y sin hielo al alcance de la mano, pero no era el caso ni del protagonista de la historia ni del narrador que lo seguía de cerca.
En la playa donde comienza este relato era gris la arena, el cielo, las nubes y el agua; en fin, uno de esos días en los que la luz se enciende por la mañana, pero nadie pulsa el botón de los colores.
Con su traje aún impecable, nuestro hombre, hasta ese momento tumbado boca arriba en la arena, se incorporó, contra toda teoría física y sin necesidad de doblez en ninguna de sus articulaciones durante el proceso, en un ángulo perfectamente recto respecto de la arena de la playa. Su mirada se encontró directamente con la presencia masiva del mar que, situado enfrente de él, rompía la monotonía del gris del entorno con unas breves líneas de blanco de espuma, producto de la muerte definitiva de las anodinas olas que proporcionaban al paisaje una mínima inercia; un atisbo de movimiento.
Habiendo estado previamente tendido, como ya sabemos, el hombre sopesó la oportunidad de sacudirse la arena que con seguridad habría quedado prendida de su traje; sin embargo, algo le hizo entender que no tenía sentido dislocar los hombros para limpiar su espalda, mucho menos estando pulcramente trajeado, con lo pesadillesco que puede resultar moverse en un entorno onírico cuando tu naturaleza física no está en consonancia con tus pretensiones. Así, decidió no preocuparse de la arena previsiblemente adherida a su traje y, con la vista fija en el mar, dar sus primeros pasos. Al menos los primeros desde el inicio de esta historia.
No sé a partir de cual deja un paso de ser de los primeros para pasar a ser de los siguientes, pero el caso es que no fueron más de veinte hasta el momento en que sus impecables zapatos quedaron inundados por el mar.
El hombre fijó su vista en la raya del horizonte; cualquier otro habría echado un mínimo reojo a sus zapatos mojados, pero él no. Después del vigésimo paso dio el vigésimo primero y el vigésimo segundo, ya con la pernera del pantalón empapada en el agua salada, y a partir de ahí avanzó mar adentro sin hacer una pausa ni tan siquiera un gesto de incomodidad en el crítico momento en que el líquido elemento alcanzó zonas tradicionalmente más sensibles a las diferencias de temperatura.
Nuestro protagonista, llamémosle J, solo detuvo su avance, casi de forma imperceptible, cuando el agua llegó a la altura de su ombligo, en el momento en que la punta de la corbata comenzó a flotar. Inmediatamente fue consciente de que la menor densidad del material de dicha prenda respecto de la del agua del mar podría ser un inconveniente para proseguir con su plan.
O no…
¿Qué plan?
Tras rebuscar en lo más íntimo de su cerebro, continuó caminando. No había encontrado indicios del más mínimo plan, por tanto, no existía posibilidad de dejar de conseguir algún objetivo. Podía avanzar en su marcha hacia las profundidades del gris ondulante del mar sin miedo a fallar. Si no persigues nada nada puede salir mal.
Las cervicales se estiraron al llegar el momento en que el tibio líquido tocó el cuello proporcionando la posibilidad de una infinitesimal porción de paso más antes de la inmersión total. El agua se vistió de plata, o sea, de un gris brilloso, cuando sus ojos llegaron a la altura de la rasante de la superficie del mar. Una delgada línea en estos abiertos dividió su campo de visión durante la transición entre el aire y el agua. Dos mundos al mismo tiempo; dos formas de gris que J no necesitaba diferenciar ni hay noticias de que tuviera interés en hacerlo.
Una inhalación profunda pretendió compensar el tiempo durante el que su sumergida nariz no había hecho ningún intento por aspirar. Apenas notó la diferencia de densidad entre el aire y el agua al llenar sus pulmones del líquido salado. No parecía tener importancia ese detalle para mantener las constantes vitales en parámetros adecuados para proseguir la marcha. Así que continuó con su avance.
Paso a paso, ya no sabemos cuántos, pero eso carece de importancia a estas alturas del relato, penetró en la pradera de posidonias que bailaban cadenciosamente siguiendo el ritmo de invisibles e improbables corrientes marinas, necesarias, sin embargo, para el swing de este relato.
El avance entre las algas ralentizó la marcha del caminante al enredarse empecinadamente en sus piernas y, más adelante, en todo su cuerpo; sin embargo, y a pesar de la falta de objetivo, J aumento la potencia en el avance para recuperar el ritmo; y lo consiguió. Todo marchaba según un programa inexistente, es decir, todo iba como tenía que ir.
J, tras salir de las praderas de algas, continuó su andadura sobre otros bancos de arena; formaciones rocosas cubiertas de hortalizas marinas variopintas que habríamos podido adjetivar como iridiscentes si no hubiera sido que la realidad es que el arcoíris que de ellas surgía solo lucía los matices del gris; nuevas llanuras de arena ondulada en patrones geométricos sin causa aparente y, tras bajar y subir abismos donde casi apareció la negrura, ascendió la dorsal oceánica en cuya cima pudo revivir la fría sensación del gris plateado de la superficie, que aún quedaba lejos sobre su cabeza. A tal profundidad había llegado en su caminar.
Incontables, al menos para el narrador, eran los pasos que J dio hasta este punto del relato, pero, fuera cual fuera su número, el siguiente paso ya no fue posible.
Habría que haber estado allí para saber si en la cima de aquella montaña submarina había una lámina de cristal que impidió el siguiente paso de J; quizás el mar se acabara en ese punto y daba comienzo otro mar para el que no tenía visado. Es posible que simplemente ocurriera que los pasos de ida de nuestro protagonista se hubieran agotado y ya solo le quedaran pasos de vuelta.
El caso es que, de una forma tan inverosímil como casi todo desde que comenzó la historia, sin entrar en cómo J rotó sobre su eje para mirar hacia el lado contrario, tras un primer paso, el segundo primer paso del relato, comenzó la vuelta a través de dorsales oceánicas, abismos casi negros, llanuras de arena ondulada, formaciones rocosas con hortalizas marinas, más bancos de arena y praderas de posidonias, hasta que llegó a las suaves pendientes que le acercaban a la superficie del mar con apariencia de mercurio.
A vista de pájaro, diremos mejor a vista de gaviota que son más propias en este contexto, la emersión de la cabeza de J podría haberse confundido con la presencia en la superficie del mar de algún tipo de especie desconocida, porque en los escasos minutos que el narrador dedica en este punto a la reflexión no ha encontrado ejemplos de especies submarinas existentes o inexistentes agraciadas con las excrecencias pilosas del cráneo del elegante submarinista que a partir de este párrafo empieza a terminar su regreso a la playa de donde partió.
La salida del agua sigue su proceso previsible; únicamente nuestro andante, nunca nadante, protagonista, tiene un momento de incertidumbre cuando la punta de su corbata vuelve a aparecer ante sus ojos en la horizontal de la superficie del agua, para, poco a poco, paso a paso, ir adoptando la posición ortodoxa de este tipo de prenda cuando se posa, suavemente, sin las estridencias propias de otras prendas menos elegantes, sobre el abdomen de J.
La superficie del mar sigue en calma. Únicamente las finas líneas de espuma de las tímidas olas que se deciden a romper alteran, si se puede considerar así a pesar de la tranquilidad de la alteración, la quietud del paisaje que sigue empeñado en no ser nada más allá del gris con que todo comenzó.
Una vez en la orilla, tras los últimos pasos para salir del agua, rompiendo las huellas dejadas a la entrada con la marca de la suela implantada al revés sobre las existentes, J reincide en llevar la contraria a la humanidad no permitiéndose ni siquiera una mirada de reojo a sus caros zapatos mientras desaguan el agua salada, como suponemos que habríamos hecho todos los demás en su circunstancia.
Paso a paso, ya sobre suelo firme, regresa al punto de partida. Aquí es donde el narrador espera poder contar cómo, de forma poco creíble, nuestro personaje vuelve a tumbarse en la arena tras alguna inverosímil peripecia atlética para llegar al inicio del relato y que sirva también para acabarlo, pero las cosas, como él ya sabe aunque no siempre recuerda, nunca son tan fáciles.
En este preciso momento, con J fuera del agua después de su periplo por los grises de los mundos sobremarino y submarino, comienza a llover.
Sus brazos se tensan, también su rostro que, lentamente, gira hacia las nubes. Las gotas de agua dulce lavan de sal su cara y los párpados sobre sus ojos cerrados; sus fosas nasales aspiran el aire húmedo y llenan sus papilas con el olor de la tierra mojada; con el sabor de la vida para el mundo de donde viene.
Unos pocos pasos más adelante, a estas alturas, cerca del final, dejaremos otra vez sin desvelar el inútil dato preciso de cuantos fueron, J llegó hasta el punto de partida donde daba comienzo esta historia, ahora ya dando la espalda al mar y sin arena adherida a su traje. Su pie hunde la puntera en la arena, a continuación también el otro. Poco a poco avanza en su empeño y las rodillas de J desaparecen en la tierra. Cuando el narrador vuelve a tener noticias del protagonista ya la visión de este, con los ojos semienterrados, está dividida entre la mitad de color gris del cielo plomizo y el más blanquecino gris de la arena donde se sumerge.
La gaviota de turno observó cómo lo que creía una planta pilosa, la parte aún visible de la cabeza, desparecía bajo tierra. Poco a poco, J, apenas pendiente de las evoluciones de su corbata en este pétreo medio, continúo su avance hacia otras profundidades.
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