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"Ella y yo, solos", de José María Hinojosa , forma parte del libro “La flor de Californía”, con locución de Cesáreo Fernández Pérez y música de Puccini "Madama Butterfly", Act II Aria Un bel di vedremo
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ELLA Y YO , SOLOS
A EMILIO PRADOS
Su carne se había extendido por todo el ambiente y dondequiera que posaba mi dedo índice brotaban luces de bengala de mil colores que venían a fundirse con mi cuerpo desnudo, tostado por el sol, y le daban calidad de cebra vista a través del espectro solar.
Y mi cuerpo llenaba también todo el ambiente infinito porque no existía entre nosotros, ni ante nosotros cosa alguna que lo moldease, que le diese límites y horizontes.
Allí estaba su carne y allí estaba la mía, flotando en la atmósfera, sin corporeidad, reducida -aumentada-hasta quedar transformada en la carne pura de nuestros cuerpos.
Se habían fundido nuestras manos y, unidos, caminábamos entre un bosque de surtidores de agua clarísima, tan finos, que se inclinaban bajo el roce de las miradas fluentes de nuestros ojos.
Una banda de estorninos pasó sobre nosotros. y en el justo momento de estar encima de nuestras cabezas comenzaron a descender dos de ellos, e iban blanqueándose a medida que se nos aproximaban, viniendo a posarse uno en su corazón y otro en el mío, lo único nuestro, con contorno preciso; que se dejaba ver en aquel espacio desierto. Cuando esto sucedió ya están los estorninos de un blanco purísimo, que, al empezar sus cantos, se derramaba, mezclado con ésto, y caía, 'bañándolos, sobre nuestros corazones. Su corazón y el mío estaban suspendidos en el espacio Y al moverse rítmicamente describían curvas de un trazado voluptuoso que quedaban grabadas con las huellas de sangre dejadas por el canto de los estorninos.
Allá en la lejanía perdida un cazador de corazones blancos hizo un disparo y nuestros corazones al ser malheridos desaparecieron de nuestra presencia. Ellos eran la única impureza que conservaban nuestra carne pura. Eramos libres y nuestra libertad se iba extendiendo como una pompa de jabón inmensa hasta llenar todo el Universo. Eramos libres, aunque aún guardábamos un trocito de fuego extraviado entre los pliegues de la carne fluida, un trocito de fuego que turbaba nuestra serenidad con su rescoldo. Fue preciso el rocío de la última noche para llegar a un alba transparente y sin mácula llena de claridades lívidas, sin fuego y sin impurezas.
Cuando quedamos solos, ella y yo, sin prisión y sin roces, comenzaron a brotar los· diálogos sin aristas y las ideas saltaban en espirales sobre ·nosotros dando vida a la luz y dando vida al aire. Nuestras voces dejaban una estela de espuma nacida en alta mar entre horizontes curvos y las palabras se teñían del color de las razas humanas.
Nuestro amor se extendía en ondas concéntricas y el eco se disfrazaba de respuesta al traernos amor de todas direcciones.
La noche y el día se fundieron, llenando por igual todas las horas con su luz y en esta luz fue donde nuestros cuerpos, de carne tan pura, incorpóreos, quedaron en equilibrio eternamente, sin -ser molestados por el vaivén de luces, libres para poder lucha contra el nacionalismo de los pueblos. Así yacen las flores, así mueren los pájaros y así caminaba Cristo descalzo sobre las aguas antes de que en las aguas hubiesen icebergs.
Al llegar la primavera nuestra carne florecida de besos embalsamó con su olor todo el ambiente ilimitado, infinito, por donde ella se extendía y nuestros corazones volvieron a nosotros atraídos por el canto de un estornino reza gado oculto entre las flores y las palabras.
Una nube de flechas, al cruzar el espacio de derecha a izquierda, atravesó nuestra carne sin herida.
(Madrid, 1927)
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