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“Un tren a la calle vela” de Antonio Luis Páez relato inédito presentado al certamen de relato corto “Biblioteca de Purias”, 2022. Dicho trabajo está firmado con el seudónimo F. Cabrel.
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UN TREN A LA CALLE DE LA VELA (F. Cabrel)
I
A través de la ventanilla, veía pasar el paisaje a la misma velocidad con que quedaba detrás su vida.
Con la pequeña maleta en el asiento de al lado, Francisco viajaba desde el pasado próximo, su vida en Alemania durante los últimos cincuenta años, al pasado remoto, esa vida idealizada en la Lorca que le vio nacer. El traqueteo del tren era el único estimulo eficaz contra el sopor al que su cuerpo le pedía abandonarse.
Cuando el viaje empezó, Lorca era poco más que cinco letras encadenadas entre sí y a su memoria. Sin embargo, los nombres en los andenes que de forma inexorable le acercaban al final del viaje pasaban por delante de Francisco cada vez a mayor velocidad; o acaso era el tiempo el que había cogido prisas por devolverlo de una vez al lugar de donde hace una eternidad partió con su ligero avío en una mano y en la otra la mano de su Huertas.
Una escueta mirada de reojo le confirmó que la pequeña maleta seguía a su lado. No fue necesario bajar la vista hasta el regazo para saber que su libro también estaba ahí. Francisco casi podía recitar de memoria el librito al que se aferraba durante todo el viaje. Quizás lo único aferrable que le quedaba: El niño de la flor en la boca. Se lo mandó su primo Andrés, su casi hermano, con el último paquete que le hizo llegar a Alemania antes de partir él hacia Argentina a probar suerte lejos del polvo y el sudor del secano de Lorca. Argentina, remota, como remota la Alemania donde se fueron Francisco y Huertas, pero aún más lejos. Le contaba Andrés en la carta que acompañaba al paquete que ese libro lo había escrito un conocido suyo que se fue a vivir a Barcelona, y que había decidido llevarse un ejemplar a Argentina y mandarle otro a él, a Francisco, a Alemania; así no se olvidarían ninguno de los dos de su tierra por lejos que estuvieran de ella.
II
Francisco no llegó a saber si su primo Andrés, su casi hermano, finalmente llegó a Argentina o acabó disuelto en el océano, como deben morir los delfines después de dar un majestuoso último salto sobre las olas.
Juntos, Andrés y Francisco habían visto a los delfines desde el castillo de Águilas en una rara ocasión en que pudieron disfrutar de un día de playa con sus familias. La imagen de los delfines detrás de los barcos que se dirigían al puerto, aumentada de forma casi mágica por los prismáticos del hermano mayor de Andrés, quedaría para siempre grabada en la mente de Francisco junto con una pregunta que tardó mucho en saber responder: Cómo morirían los delfines.
Con el tiempo y la falta de noticias de Argentina decidió que, como su primo Andrés, los delfines no morían; se disolvían en el mar.
III
Los años en Alemania fueron felices, si la felicidad es la vida apacible. Tras unos meses buscando acomodo y trabajo asistidos por la pequeña colonia española que los acogió al llegar, aprendiendo a golpe de necesidad idioma y costumbres, Francisco y Huertas solucionaron los problemas cotidianos en un derroche de juventud y ganas.
Francisco, mirando sin ver a través de la ventanilla del tren, no pudo reprimir una sonrisa al recordar los rostros tersos, alegres, invencibles, de esa Huertas y ese Paco, ellos mismos tantos años antes, que, al acabar la jornada, se miraban ilusionados y reían mientras comían un bocadillo compartido antes de acostarse. La sonrisa se desdibujó al apretarse el rostro con el recuerdo del calor de Huertas acurrucada a él en la cama, ganándole el pulso al frío abrazados, tiritando, hasta que el calor entraba en los cuerpos y los dejaba dormidos.
IV
La carta de su cuñada le trajo la noticia de la muerte de su madre. Desde hacía tiempo sola, Carmen, la madre de Francisco, aprendió a suplir con sus vecinas la ausencia definitiva de su marido tras años de ausencias intermitentes. Vivió casi feliz en su pequeña casa de la calle de La Vela, comprada con el dinero de la venta de las piezas de huerta en las que trabajaron ella y Julián toda la vida hasta que él cambió la azada por la paleta de albañil y se fueron al pueblo a vivir. Con su parte de acera barrida, la reja limpia de polvo y los tres geranios regados, las conversaciones a través de cualquier ventana, una vecina por dentro, la otra por fuera cogida a la reja, llenaban de vida la calle y las horas de Carmen.
En esa casa nació su único hijo, Francisco, o Paco, o Paquico, hasta que a los veintiuno las ganas de vida se lo llevaron lejos, a Alemania, más lejos que lejos, con su Huertas de la mano.
En el tren, cada vez más cerca del destino, Francisco, aferrado a su libro, revivió la escena del balonazo que su vecina Mari Eva y él, en uno de sus ratos de juego en la calle de La Vela, propinaron al viejo abuelo Víctor, que, como todos los días, intentaba contrarrestar el frío que le salía de las entrañas absorbiendo los últimos rayos de sol sentado en una silla de anea a la puerta de su casa. Magdalena, la hija del viejo Víctor, les recogió el balón de cuero dejando a los niños sentados junto a una de las paretas de la calle con cara de haber perdido la única oportunidad de diversión que les quedaba esa tarde. Al poco, el abuelo se levantó de su silla; apoyándose en la fachada empedrada entró en su casa y, unos momentos más tarde, volvió a aparecer con su bastón en la mano, bajo el otro brazo el balón y un gesto cómplice en el rostro. –¡Vamos Paquito! ¡no dejes que la Eva te gane; a por otros dos goles! – dijo dejando caer la pelota al suelo.
V
Su vida en común puede resumirse en sus miradas. En ocasiones las vidas se resumen en los hijos, pero Francisco y Huertas no los tuvieron; sin embargo, miradas sí que había, y cada una era un te quiero pensado. Las palabras casi sobraban.
Y un día la mirada de Huertas fue de adiós. Aferrada a la mano de Francisco se dejó llevar por la oscuridad. La mirada de Francisco, la última, fue un agradecimiento por la vida compartida, y el miedo asomó justo a continuación. Cuando la enfermera les separó, el frío invadió la mano de Francisco; aquella misma mano con que cincuenta años antes cogía la de Huertas en la estación de Lorca al montarse en el tren que los condujo al resto de su vida en común.
VI
La colonia española que cincuenta años antes los acogió a su llegada a Alemania, ahora hijos de aquellos primeros amigos, preparó el regreso de Francisco a su tierra. En Lorca se encargaría de lo más necesario su cuñada.
La casa de la calle de La Vela ya estaba dispuesta a acoger algo más que las ausencias a las que estaba tan hecha. La llave de la casita en planta baja acompañaba a Francisco en su viaje de vuelta; esa misma llave que lo acompañó en el de ida con el único motivo de servir de talismán contra la nostalgia.
Los cuatro recuerdos, la mecedora donde había dormido las reconfortantes siestas de los últimos treinta años, cuando la edad empezaba a pedir su tributo, un par de maletas con ropa y unas cuantas herramientas que acaso aún pudieran ser de utilidad ahí donde iba, viajaban adelantadas al propio Francisco en el camión del hijo de otro emigrante de la colonia que una vez al mes hacía el recorrido hasta Almería. Francisco quiso viajar solo; con tiempo para pensar, con tiempo para el recuerdo; sin conversaciones forzadas.
VII
La primera imagen de Francisco al llegar a la estación de Lorca es una pareja de jóvenes a punto de subir al tren con maletas nuevas y una conversación alegre intuida en sus gestos. Francisco ve esa misma imagen en blanco y negro, y ahí están Paco y Huertas a punto de tomar aquel otro tren cincuenta años atrás. Se queda parado en el andén, su mirada no se aparta de la pareja; quiere decirles que no se suban a ese vagón. No sabe adónde van, pero sí que los trenes te pueden llevar a sitios de donde luego no quieres volver.
VIII
El frío de las ausencias es más cortante que el del aire que eriza la piel de Francisco al entrar en la casita de la calle de La Vela, pulcramente arreglada para la ocasión por mediación de su cuñada. Las sombras se resisten a abandonar su sitio a pesar de la luz que se abre paso al desatrancar con esfuerzo las contraventanas.
Su mecedora, la de las siestas, está en el pequeño recibidor de la casa junto al resto de los bultos que partieron días antes que él desde Alemania. Con la misma llave de abrir la puerta, Francisco rompe el plástico del embalaje y aparece ante él la acogedora tapicería granate con flores de lis. Se derrumba en ella y su cuerpo se apaga; el despertar llegará cuando llegue, mientras sueñe no estará solo.
Francisco duerme. Mañana verá qué hacer en su primer día en Lorca tras el viaje; quizás busque la escultura del niño de la flor en la boca que sabe que pusieron en esa plaza cercana, o quizás no busque nada de momento y, cuando se decida a salir a ver la estrecha calle, se siente en el portal a recordar el día en que Mari Eva y él le pegaron, mientras jugaban, el balonazo al abuelo Víctor.
Pero en este punto me toca callar; a partir de aquí entramos en terreno de esos entresijos de la vida que sólo conocen los Franciscos que, en las calles, sentados en sus sillas de anea, buscan el rayo de sol que alivie ese frío que sale de las entrañas.
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