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    La rival con locución de Ester Sánchez


     




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    “La rival” de Isabelle Eberhardt forma parte del libro “Cuentos europeos de amores imposibles” editado por Clan, 2011 con locución de Ester Sánchez



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    LA RIVAL

    Por Isabelle Eberhardt


    Esta mañana, las lúgubres lluvias cesaron, y el sol se alzó en un cielo puro, limpio de los vapores apagados del invierno, de un azul profundo.

    En el jardín discreto, el gran árbol de Judea tendió sus brazos, cargados de flores de porcelana rosa. Hacia la derecha, la volup­tuosa curva de las colinas de Mustafá se extendió y se alejó entre infinitas transparencias.

    Hubo lentejuelas de oro en las fachadas de las casas. A lo lejos, las pálidas alas de las barcas napolitanas se desplegaron sobre el muaré del golfo tranquilo. Entre el aire templado pasaron soplos acariciantes. Las cosas se estremecieron. Entonces despertó en el corazón del bohemio la ilusión de esperar, de establecerse y de ser feliz.

    Se aisló con aquella a la que amaba, en la pequeña casa lecho­sa en la que las horas goteaban, insensibles, deliciosamente lán­guidas, tras la celosía de madera tallada, tras las cortinas de tintu­ras ajadas.

    Frente a ellos, el gran decorado de Argel los convidaba a una dulce agonía.

    ¿Por qué irse, por qué buscar la felicidad en otra parte, si el bo­hemio la hallaba allí, inefable, en el fondo de las pupilas cam­biantes de la amada, donde sumergía la mirada largamente, lar­gamente, hasta que la angustia indecible de la voluptuosidad mo­liera sus dos seres?

    ¿Por qué buscar espacio, cuando su estrecho retiro se abría al horizonte inmenso, cuando sentían que el universo se resumía en ellos mismos?

    Todo aquello que no era su amor se alejó del bohemio, retro­cedió a unas vagas lejanías.

    Renunció a su sueño de orgullosa soledad. Renegó de la felici­dad de los cobijos azarosos y la carretera amiga, la tiránica amante ebria de sol que se había adueñado de él y que él había adorado.

    El bohemio de corazón ardiente se dejó mecer, a lo largo de horas y días, al ritmo de una felicidad que le pareció eterna.

    La vida y las cosas le parecieron hermosas. También pensó que se había vuelto mejor, pues, con la fuerza brutalmente sana de su cuerpo quebrado y la energía demasiado orgullosa de su deseo languidecido, era más dulce.

    ... Antaño, en los días de exilio, en el aplastante aburrimiento de la vida sedentaria en la ciudad, el corazón del bohemio se en­cogía dolorosamente con el recuerdo de la magia del sol en la lla­nura libre.

    Ahora, recostado sobre un lecho tibio, bajo un rayo de sol que entraba por la ventana abierta, podía evocar en un susurro al oído de la amada las visiones del país de ensueño, con tan sólo una me­lancolía dulcísima, que es como el perfume de las cosas muertas.

    El bohemio ya no añoraba nada. No deseaba sino la duración infinita de lo que era.

    La calurosa noche cayó sobre los jardines. Reinó un silencio en el que tan sólo ascendía un suspiro inmenso, el suspiro del mar que dormía, allá abajo, bajo las estrellas, el suspiro de la tierra al calor del amor.

    Las fogatas brillaban como joyas en la blanda grupa de las co­linas. Otras se desgranaban en ristras de oro a lo largo de la cos­ta; otras se encendían, cuales ojos inciertos, en la sombra atercio­pelada de los grandes árboles.

    El bohemio y su amada salieron a la carretera, por donde no pasaba nadie. Iban de la mano y sonreían en la noche. No habla­ban, pues se comprendían mejor en silencio.

    Lentamente, remontaron las pendientes del Sahel, en tanto que la tardía luna emergía de los bosques de eucaliptos, sobre las primeras ondulaciones menudas de la Mitidja.

    Se sentaron en una piedra.

    Un resplandor azul fluyó por el campo nocturno, y en las hú­medas ramas temblaron penachos de plata.

    Durante mucho tiempo, el bohemio contempló la carretera, la carretera blanca y larga que se perdía a lo lejos.

    Era la carretera del Sur.

    En el alma repentinamente encendida del bohemio se agitaba todo un mundo de recuerdos. Cerró los ojos para ahuyentar esas visiones. Crispó su mano sobre la de su amada.

    Pero, a su pesar, volvió a abrir los ojos. Su antiguo deseo de la tiránica amante ebria de sol se apoderaba otra vez de él. Era de nuevo suyo, con todas las fibras de su ser.

    Al levantarse, echó por última vez una larga mirada a la carre­tera: se había prometido a ella.

    ... Volvieron a la sombra viva de su jardín y se acostaron en si­lencio bajo un gran alcanforero. Sobre sus cabezas, el árbol de Ju­deal extendió sus brazos cargados de flores rosas que en la noche azul parecían violetas.

    El bohemio miró a su amada junto a él. Ya no era más que una visión vaporosa, inconsistente, que iba a disiparse bajo la claridad lunar. La imagen de la amada era difusa, apenas perceptible, muy lejana. Entonces el bohemio, que seguía amándola, comprendió que partiría al alba, y su corazón se encogió.

    Tomó una de las grandes flores carnosas del fragante alcanfo­rero y la besó para sofocar un sollozo.

    El gran sol rojo se había abismado en un océano de sangre, tras la negra línea del horizonte. Rápidamente, el día se apagó y el de­sierto de piedra se ahogó en frías transparencias.


    En un rincón de la llanura se encendieron algunos fuegos. Al­gunos nómadas armados con fusiles agitaron sus largos trapos blancos alrededor de las claras llamas.

    Un caballo atado relinchó.

    Un hombre acurrucado en el suelo, con la cabeza echada ha­cia atrás y los ojos cerrados, cantó como en sueños una antigua cantinela en la que la palabra amor se alternaba con la palabra muerte...

    Después, todo calló en la muda inmensidad.

    Junto a un fuego a medio apagar, estaba acostado el bohemio, enrollado en su chilaba. Con la cabeza apoyada en su brazo fle­xionado, los miembros cansados, se abandonaba al infinito placer de dormirse solo, como un desconocido entre hombres sencillos y rudos, directamente sobre la tierra, la tierra buena y arrullado­ra, en un rincón de desierto que no tenía nombre y al que no re­gresaría jamás.

    Traducido por Cristina Ridruejo Ramos.


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