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Ella le hubiera dicho
que sus días empiezan a las siete
de la mañana, cuando
le prepara las tostadas a Antonio, que llega de trabajar, o incluso antes, a las
cuatro o a las cinco, cuando Julián empieza a revolverse en la cuna. Le hubiera
dicho que a veces ni siquiera hay una noche y un día separados, sino que los dos
se confunden en una única e inacabable sesión de frío y de llantos, atendiendo
a un bebé enfermizo y a un hombre exhausto de encajar siempre la misma pieza de
las lámparas en una cadena. Pero no dijo nada. La siguió hasta verla girar una mani
vela a la derecha del corredor; después fue invitada a pasar y le dio las gracias.
Lo último que pensó antes de atravesar la puerta fue que le hubiera gustado probar
el cuero de su ropa al tacto.
Frente a ella tenía a un tipo sentado tras una mesa, mirándola a los ojos. Durante un segundo temió reconocer en él a un antiguo compañero de escuela; por suerte enseguida le dijo que se llamaba Federico González y que era el revisor del proceso, y al instante pudo descartar ese nombre de en tre los que recitaban sus profesoras al pasar lista. No se le vantó del sitio, ni le dio la mano, pero le dijo que podía es tar tranquila. Se puso a escribir algo en una ficha y cuando levantó la vista se extrañó de que no se hubiese sentado ya en la silla que habían colocado a la izquierda .
-Tenía entendido
que no es la primera vez que acude us
ted a este tipo de
pruebas.
-No, no es la primera
vez -le dijo ella, mientras volvía a sentarse con el abrigo en las rodillas. Le
dio la impresión de que en cambio sí podía ser la primera vez que él las con trolaba,
porque de ordinario los revisores no se engomina ban para recibir a personas como
ella, y tampoco tomaban notas tan minuciosas ni hablaban de usted.
.tes de champú que
tiene frente a usted en el mostrador.
Cada uno tiene debajo
un señalador que lo identifica con una letra, y así el primero es A, y el segundo
B, etcétera . Quiero que me diga cuál de ellos le resultaría más atractivo en
caso de encontrárselo en un estante del supermercado. Después quiero que me ordene
el resto de los botes, también en función de la opinión que le merezcan los envases.
Ella giró la cabeza,
y escuchó el final de sus palabras sin mirarlo . Ese momento siempre le producía
una mezcla de excitación y de risa. Alguien la miraba, verdaderamente interesado
por lo que iba a decirle, y de pronto ella misma se sentía henchida de orgullo por
poder prolongar el suspense mientras se fijaba en los seis tarros, todos tan parecidos:
uno más chato que los demás, otro más espigado, uno ver de, otro rosado, los seis
con esa etiqueta idéntica de la mar ca, el nombre del producto dentro de una pegatina
con forma de gota cayendo.
Federico González
no paró de tomar apuntes mientras ella callaba
. Se le ocurrió que a lo mejor ser revisor era como ser madre, una tarea que no
acaba nunca, multidimensional, gigantesca y heroica y secreta.
-Creo que me quedaría
con el bote A -le dijo al fin, sonriendo.
Él la miró, casi
sorprendido, y ella temió haberle estropeado la estadística.
-¿Está segura, Alejandra?,
¿es el bote A el primero que compraría en una tienda?
-Sin duda -le contestó,
mientras se hacía cargo de que jamás se permitiría comprar un champú que fuera más
ca ro que el resto-. Nada más verlo, me fijaría en él.
Él empezó a tomar
notas de nuevo.
-De acuerdo, entonces
-accedió luego, con una mueca comprensiva-. Como usted decida. Y ahora dígame: ¿le
gusta porque es un diseño que resulta chic?
-¿Perdón?
Debió de resultar
una menguada víctima. Federico González se retiró un momento sus delgadas
gafitas de metal y la miró con cierta ternura, por primera vez.
-Le pregunto si este bote de champú le resulta elegante, distinguido.
Ella guardó silencio
unos segundos, y también por pri mera vez miró a su derecha. Detrás de aquel gran
espej o debía de haber dos o tres revisores aún más poderosos riendo. ¿Era Alejandra
quien había de decir si algo era distinguido, estaban ellos seguros? Cruzó las piernas
y por un momento deseó tener cerca a Antonio. Pensó que estaría cambiando el aceite
del coche de su padre antes de que este se fuera a enterrar a un amigo extremeño
de la in fancia, o que de haber terminado habría bajado al bar a ju gar al dominó.
-Sí.
-¿Cómo dice?
-Que sí. Que es un
bote ·distinguido.
Federico González
siguió mirándola y no escribió nada, y entonces ella vio que tenía los ojos azules
y que quizás no era una mala persona .
-¿Podrías decirme...?
Lo siento -se disculpó de inmediato, azorado. Ella vio cómo volvía a apuntalarse
el nudo de la corbata, que estaba impecable-. ¿Podría decirme, para continuar,
qué valores destacaría en este bote predilecto?
-¿Valores?
-Sí -repuso él-.
Dos o tres cualidades bastarán para el estudio. ·
Ella miró los seis
champús y él miró el recambio de su pluma estilográfica durante algún tiempo.
Alejandra apretó muy fuerte los dientes para no girarse con rencor hacia el espejo.
-Creo que el bote
es bonito -le respondió por fin-. Me gusta porque es bonito, y ya está.
-De acuerdo, pues
-dijo él después de unos segundos,
volviendo a atender
fijamente sus folios. Con pesar, a ella le pareció que se convertía de nuevo en
un funcionario dis tante. Al fin y al cabo, pensó, también él estaba siendo vi
gilado-. Ahora debe decirme el orden en el que puntuaría el resto de los champús
.
Ella volvió a mirar
el mostrador, y enseguida supo que los
botes rosados y más
menudos molestarían menos en ese aseo diminuto y recargado de tiestos que tenían
en el piso. Las bolsas de pañales de Juliancito ocupaban frecuentemente el hueco
que había entre el váter y el lavabo, y uno ni siquiera tenía donde colgar los
pies cuando se sentaba en la taza.
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