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  • Banco de Relatos Sonoros de la Red de Bibliotecas de Lorca
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    En un pasillo con locución de Pascuala Peñas Sicilia


     



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    “En un pasillo” de Irene Jiménez forma parte del libro “Lugares comunes” editado por Páginas de Espuma, 2007 con locución de Pascuala Peñas Sicilia



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    EN UN PASILLO


    EL LUNES UNA MUJER RONCA le había pedido que estu­viese allí a las cinco de la tarde del día siguiente, pero no fue puntual porque le costó encontrar esa calle secundaria de barrio elegante y ese portal de hierro que estaba mucho más lejos de la boca de metro de lo que su interlocutora le había indicado. Subió las escaleras resoplando, porque dos mujeres con tacones altos y melena rubia charlaban sin pri­ sa con el ascensor abierto; el eco de sus risas, flotando en­ tre los muros, fue lo último que escuchó antes de que la puerta del segundo piso se cerrara tras de ella. Había pla­ neado una disculpa humilde, pero no tuvo ocasión de usar­ la: una chica joven con un cigarro en los labios apuntó su nombre en una lista y le dijo que esperara sentada.


    No se reían las personas que esperaban con ella en lasa­ la, y ni siquiera las vio mirarse unas a otras. No recordaba haber coincidido antes con ninguna de esas caras, pero jun­ tas representaban, como siempre, seis u ocho fórmulas dis­tintas de estar en el mundo: había un adolescente tardío que escuchaba música a través de unos auriculares, y una jo­vencita estudiando unos apuntes subrayados con colores


    fluorescentes, y una señora pálida y algo mayor que ella, y un jubilado. Pensando en la fiebre de Julián y en su madre, que cada día lo atendía con más voluntad y con más torpe­za, se le quitaron las ganas de presentarse como otras ve­ ces; así que también ella colocó su abrigo sobre las rodillas, se encogió sobre una butaca y entornó los ojos, hacién­dose la distraída. La calefacción convertía el cuarto en un horno. Fue dejando que su respiración ansiosa se sosegase, y al cabo de unos minutos se puso a juguetear con la alian­za, cambiándola de un anular a otro, quizás para que si al­guien se decidía a observarla supiese que era pobre, pero que no estaba sola.

    No tardaron demasiado tiempo en ir llamando uno a uno a sus compañeros, que fueron dejando vacía la sala. A las seis y cuarto era ella la única que aguardaba, y entonces se atre­ vió a levantarse del asiento y a dar unos pasos entre dos enor­ mes maceteros de metacrilato. Se fijó en el estuco resplande­ ciente de las paredes y se dijo que era un delito colgar encima esos cuadros disparatados, llenos de manchas oscuras y de grumos. Siguió caminando. En el extremo del cuarto había unas cortinas muy largas que estaban echadas; le costó traba­ jo descorrerlas, porque pesaban lo suyo. Fuera la gente pase­ aba con bolsas llenas de cosas recién compradas. Vio que el cielo se había oscurecido e imaginó con espanto lo que su­ pondría volver hasta la boca del metro sin paraguas, si es que empezaba a llover, para salir luego a la calle y esperar el au­ tobús. Palpó su jersey y sus diminutos agujeros entre punta­ da y puntada. ¿Tendría sitio para resguardase bajo la marque­ sina de la parada, calculó, o habría tantos obreros volviendo del tajo, y tantas mujeres como ella, y tantos, tantos...?

    -¡Alejandra Roda! -escuchó que decían de repente, a su espalda.

    Se volvió. Con impaciencia o con ira, la joven que la había recibido chupaba otro cigarro apoyada en el marco de la puerta . Llevaba unos pantalones de cuero ajustados, y daba golpecitos en el suelo con la punta de unas botas.

    -¡Venga, venga! -la arengó mientras empezaba a guiar­ la a través de un pasillo estrecho-. Que vas a ser la última de un día muy largo.

    Ella le hubiera dicho que sus días empiezan a las siete

    de la mañana, cuando le prepara las tostadas a Antonio, que llega de trabajar, o incluso antes, a las cuatro o a las cinco, cuando Julián empieza a revolverse en la cuna. Le hubiera dicho que a veces ni siquiera hay una noche y un día separados, sino que los dos se confunden en una úni­ca e inacabable sesión de frío y de llantos, atendiendo a un bebé enfermizo y a un hombre exhausto de encajar siempre la misma pieza de las lámparas en una cadena. Pero no dijo nada. La siguió hasta verla girar una mani­ vela a la derecha del corredor; después fue invitada a pa­sar y le dio las gracias. Lo último que pensó antes de atra­vesar la puerta fue que le hubiera gustado probar el cuero de su ropa al tacto.

    Frente a ella tenía a un tipo sentado tras una mesa, mirán­dola a los ojos. Durante un segundo temió reconocer en él a un antiguo compañero de escuela; por suerte enseguida le dijo que se llamaba Federico González y que era el revisor del proceso, y al instante pudo descartar ese nombre de en­ tre los que recitaban sus profesoras al pasar lista. No se le­ vantó del sitio, ni le dio la mano, pero le dijo que podía es­ tar tranquila. Se puso a escribir algo en una ficha y cuando levantó la vista se extrañó de que no se hubiese sentado ya en la silla que habían colocado a la izquierda .

    -Tenía entendido que no es la primera vez que acude us­

    ted a este tipo de pruebas.

    -No, no es la primera vez -le dijo ella, mientras volvía a sentarse con el abrigo en las rodillas. Le dio la impresión de que en cambio sí podía ser la primera vez que él las con­ trolaba, porque de ordinario los revisores no se engomina­ ban para recibir a personas como ella, y tampoco tomaban notas tan minuciosas ni hablaban de usted.

    -Pues verá , Alejandra -volvió a decirle aquel hom­ bre-, lo que espero que haga, tan rápidamente como le sea posible, es ordenar según sus preferencias los seis bo­

    .tes de champú que tiene frente a usted en el mostrador.

    Cada uno tiene debajo un señalador que lo identifica con una letra, y así el primero es A, y el segundo B, etcétera . Quiero que me diga cuál de ellos le resultaría más atrac­tivo en caso de encontrárselo en un estante del supermer­cado. Después quiero que me ordene el resto de los botes, también en función de la opinión que le merezcan los en­vases.

    Ella giró la cabeza, y escuchó el final de sus palabras sin mirarlo . Ese momento siempre le producía una mezcla de excitación y de risa. Alguien la miraba, verdaderamente in­teresado por lo que iba a decirle, y de pronto ella misma se sentía henchida de orgullo por poder prolongar el suspen­se mientras se fijaba en los seis tarros, todos tan parecidos: uno más chato que los demás, otro más espigado, uno ver­ de, otro rosado, los seis con esa etiqueta idéntica de la mar­ ca, el nombre del producto dentro de una pegatina con for­ma de gota cayendo.

    Federico González no paró  de tomar apuntes mientras ella callaba . Se le ocurrió que a lo mejor ser revisor era como ser madre, una tarea que no acaba nunca, multidi­mensional, gigantesca y heroica y secreta.

    -Creo que me quedaría con el bote A -le dijo al fin, sonriendo.

    Él la miró, casi sorprendido, y ella temió haberle estro­peado la estadística.

    -¿Está segura, Alejandra?, ¿es el bote A el primero que compraría en una tienda?

    -Sin duda -le contestó, mientras se hacía cargo de que jamás se permitiría comprar un champú que fuera más ca­ ro que el resto-. Nada más verlo, me fijaría en él.

    Él empezó a tomar notas de nuevo.

    -De acuerdo, entonces -accedió luego, con una mueca comprensiva-. Como usted decida. Y ahora dígame: ¿le gusta porque es un diseño que resulta chic?

    -¿Perdón?

    Debió de resultar una menguada víctima. Federico Gon­zález se retiró un momento sus delgadas gafitas de metal y la miró con cierta ternura, por primera vez.

    -Le pregunto si este bote de champú le resulta elegante, distinguido.

    Ella guardó silencio unos segundos, y también por pri­ mera vez miró a su derecha. Detrás de aquel gran espej o debía de haber dos o tres revisores aún más poderosos riendo. ¿Era Alejandra quien había de decir si algo era distinguido, estaban ellos seguros? Cruzó las piernas y por un momento deseó tener cerca a Antonio. Pensó que estaría cambiando el aceite del coche de su padre antes de que este se fuera a enterrar a un amigo extremeño de la in­ fancia, o que de haber terminado habría bajado al bar a ju ­ gar al dominó.

    -Sí.

    -¿Cómo dice?

    -Que sí. Que es un bote ·distinguido.

    Federico González siguió mirándola y no escribió nada, y entonces ella vio que tenía los ojos azules y que quizás no era una mala persona .

    -¿Podrías decirme...? Lo siento -se disculpó de inme­diato, azorado. Ella vio cómo volvía a apuntalarse el nudo de la corbata, que estaba impecable-. ¿Podría decirme, pa­ra continuar, qué valores destacaría en este bote predilecto?

    -¿Valores?

    -Sí -repuso él-. Dos o tres cualidades bastarán para el estudio.                                              ·

    Ella miró los seis champús y él miró el recambio de su plu­ma estilográfica durante algún tiempo. Alejandra apretó muy fuerte los dientes para no girarse con rencor hacia el espejo.

    -Creo que el bote es bonito -le respondió por fin-. Me gusta porque es bonito, y ya está.

    -De acuerdo, pues -dijo él después de unos segundos,

    volviendo a atender fijamente sus folios. Con pesar, a ella le pareció que se convertía de nuevo en un funcionario dis­ tante. Al fin y al cabo, pensó, también él estaba siendo vi­ gilado-. Ahora debe decirme el orden en el que puntuaría el resto de los champús .

    Ella volvió a mirar el mostrador, y enseguida supo que los

    botes rosados y más menudos molestarían menos en ese aseo diminuto y recargado de tiestos que tenían en el piso. Las bolsas de pañales de Juliancito ocupaban frecuentemente el hueco que había entre el váter y el lavabo, y uno ni siquiera tenía donde colgar los pies cuando se sentaba en la taza.

    -Después elegiría el bote C, y después el E y el F. Los

    últimos serían el By el D.

    Terminó de hablar aceleradamente , porque necesitaba que quienes la observaban desde el otro lado del cristal cre­ yeran que era una mujer decidida. Después se pasó la mano por la melena en un gesto que había visto hacer a una actriz mejicana en un anuncio de televisión, aunque Federico González no se dio cuenta porque estaba tomando notas.

    -Está bien, Alejandra -le dijo de todas maneras, como si también él fuera un hombre decidido-. Está muy bien. Muchas gracias por su colaboración. Puede pasar al despacho contiguo, donde la espera Olga. Encantado de haberla conocido.

    Se levantó de la silla mientras se sonreían el uno al otro, dudando acerca de si responder que también ella estaba en­ cantada de haberlo conocido, pero al final no le salieron las palabras de la boca. Levantó las cejas en un gesto que podía significar cualquier cosa y se dio la vuelta, deseosa de alcanzar la manive la de la puerta.

    -Tenga cuidado al salir del edificio -lo escuchó decir detrás de ella, cuando había empezado a girarla-. Creo que estoy oyendo llover, y la acera resbala mucho.

    Por última vez se volvió y lo tuvo ante sus ojos, con esa corbata azul marino y el pelo cortado a cepillo, el busto del empleado perfecto sobre un escritorio digno. Se preguntó si Federico González usaría por las mañanas el champú del que habían estado hablando, o si su fidelidad a la empresa no llegaría a ese límite. Quiso saber si también él pagaba intereses por un crédito en el banco, o si alguna vez planea­ ba tener un hijo.

    Cerró la puerta tras de ella.

    No tuvo que buscar a Olga, que la estaba esperando al fondo del pasillo, apoyada sobre su mesa. Otra vez daba golpecitos en el suelo con sus botines brillantes, y le pare­ ció más alta y más guapa: ella sí que podía hacerse pasar por la actriz mejicana del anuncio. En la mano derecha sos­ tenía el mismo cigarrillo de siempre, y con la izquierda alzó, nada más verla, un billete naranja y marrón. En su muñeca tintineaban varias pulseras anchas. Ella avanzó so­ bre el parqué sin mirarla a los ojos, porque se los imaginó tan pérfidos como los de los hombres que la habían vigila­ do tras el espejo. Cuando la tuvo delante levantó la mano para alcanzar ese billete que ya era suyo y le pareció que la otra le decía algo, pero no la entendió. Sintió vergüenza y alivio, y recordó la lluvia y lo que cuestan un biberón y un kilo dé manzanas. Después salió.


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