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Empezó a sonar
una milonga. El viejo de inmediato dejó el vaso sobre la barra y dio media
vuelta y abordó a una chica muy joven y muy guapa que pasó caminando enfrente
de nosotros. Se fueron a bailar la milonga.
Increíble —le
dije al mesero, observando cómo el viejo y la chica se movían rígidamente por
la pista. Ella era bastante más alta que él.
—Viene todas las
semanas.
—¿Quién, ese
viejo?
Se toma una sola
cerveza a lo largo de la noche mientras va sacando a todas las chicas. Tres
piezas por chica, que es la costumbre.
Nos quedamos
callados, mirándolo. El viejo bailaba muy serio, muy concentrado, como contando
sus pasos.
—Hace unos años
murió su esposa —me dijo el mesero después de un rato—, y él se entristeció
mucho, se deprimió mucho, tanto que tuvo que ser hospitalizado.
Concluyó la
tercera milonga y el viejo soltó a la chica y pareció agradecerle con un ligero
movimiento de la cabeza.
Uno de los
médicos de ese hospital, al verlo tan deprimido, le recetó el tango. Como
terapia. Desde entonces viene aquí todos los sábados.
Ahora bailaba
con una chica pálida y delgada, vestida de negro.
Supongo que el
tango le salvó la vida.
El mesero lo
dijo sonriendo entre tierno y malicioso. Gardel cantaba con voz rasposa sobre
la pinta brava de un varón.
Agarró un bodoque de barro húmedo y mientras lo amasaba con la mano me dijo que su mamá había sido una experta en degollar gallinas.
—Teníamos una
granja, cerca de Fraijanes.
Caminé hasta la
cafetera grande y metálica. Me serví otro poco. Me quedé mirando los moldes de
yeso apilados sobre una estantería.
—No sé por qué
mi mamá había decidido criar gallinas. Yo era muy niño. Pero recuerdo que
empezó con diez o doce gallinas y un gallo pinto y en nada de tiempo ya había
llenado la granja de gallinas y las vendía por todas partes.
Estaba
arrancando pedacitos de barro y luego pegándolos a la escultura como si fueran
pedacitos de chicle sucio.
—Mi hermano y yo
la acompañábamos los fines de semana. El gallo era nuestra mascota. Había que
limpiarlo y darle de comer, supuestamente, pero cuidándonos de sus espuelas. Se
llamaba Adán.
Giró un poco la
escultura, acaso buscándole un ángulo nuevo o un detalle incompleto.
—Pero lo que más
nos gustaba era ver a mi mamá degollando gallinas.
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