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Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
—¡Cochero! –oye de pronto Yona–. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. Al través de las pestañas
cubiertas de nieve ve a un militar con
impermeable.
—¿Oyes? ¡A
Viborgskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un
latigazo al caballo, que se sacude la nieve
del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al
caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
—¡Ten cuidado! –grita otro cochero invisible, con cólera–. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
—¡Vaya un
cochero! –dice el militar–. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe
amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de
despertarse de un sueño profundo.
—¡Se diría que
todo el mundo ha organizado una conspiración
contra ti! –dice con tono irónico el militar–. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar
una palabra.
El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
—¿Qué hay?
Yona hace un nuevo
esfuerzo y contesta con voz ahogada:
—Ya ve usted, señor...
He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...
—¿De veras?... ¿Y de qué murió?
Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve
aún más hacia el cliente y dice:
—No lo sé... De una de
tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el
hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.
—¡A la derecha! –se oye
de nuevo gritar furiosamente–. ¡Parece que estás
ciego, imbécil!
—¡A ver! –dice el
militar–. Ve un poco más aprisa. A este paso
no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el
cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el
látigo.
Se vuelve repetidas
veces hacia su cliente, deseoso de seguir la
conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.
Por fin, llegan a
Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente
se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su
caballo. Se estaciona ante una taberna y
espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un
blanco cendal caballo y trineo.
Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y
chepudo.
—¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte
copecs por los tres!
Yona coge las riendas,
se endereza. Veinte copecs es demasiado
poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
Los tres jóvenes,
tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie.
Por fin se decide que vaya de pie el
jorobado.
—¡Bueno; en marcha!
–le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda–. ¡Qué gorro llevas,
muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...
—¡El señor
está de buen humor! –dice Yona con risa forzada–.
Mi gorro...
—¡Bueno, bueno! Arrea
un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no
andas más aprisa te administraré unos
cuantos sopapos.
—Me duele la cabeza –dice uno de los
jóvenes–. Ayer, yo y Vaska nos
bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
—¡Eso no es verdad!
–responde el otro– Eres un embustero,
amigo, y sabes que nadie te cree.
—¡Palabra de
honor!
—¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni
un céntimo. Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe
atipladamente.
ji, ji!... ¡Qué buen humor!
—¡Vamos, vejestorio!
–grita enojado el chepudo–. ¿Quieres ir más aprisa o no?
Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!
Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento
que se le antoja
oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes
y dice:
—Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo.
Murió la semana pasada...
—¡Todos nos hemos de
morir!–contesta el chepudo–. ¿Pero quieres ir
más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir
a pie.
—Si quieres que vaya
más aprisa dale un sopapo –le aconseja uno de sus
camaradas.
—¿Oyes, viejo
estafermo? –grita el chepudo–. Te la vas a ganar
si esto continúa.
Y, hablando así, le da
un puñetazo en la espalda.
—
ji, ji, ji! –ríe, sin
ganas, Yona–. ¡Dios les conserve el buen
humor, señores!
—
Cochero, ¿eres casado?
–pregunta uno de los clientes.
-Yo? !ji, ji, ji! ¡Qué
señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo
me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero
a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en
lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
Y vuelve de nuevo la
cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en
este momento el chepudo, lanzando un
suspiro de satisfacción, exclama:
—¡Por fin, hemos llegado!
Yona recibe los veinte
copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue
con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
Su tristeza a cada momento es más
intensa. Enorme, infinita, si
pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero.
Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.
—¿Qué hora es? –le pregunta, melifluo.
—Van a dar las diez –contesta el otro–. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la
puerta.
Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil
dirigirse a la gente.
Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue,
agita el látigo.
—No puedo más –murmura–. Hay que irse a acostar. El caballo, como si hubiera entendido las palabras
de su viejo amo, emprende un
presuroso trote.
Una hora después Yona
está en su casa, es decir, en una vasta y
sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de
cocheros. La atmósfera es pesada,
irrespirable. Suenan ronquidos.
Yona se arrepiente de haber vuelto,
tan pronto. Además, no ha ganado casi
nada. Quizá por eso –piensa– se siente tan
desgraciado.
En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
—¿Quieres beber? –le pregunta Yona.
-Sí.
—Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?...
La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
Yona exhala un suspiro. Experimenta
una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo;
pero no ha tenido aún ocasión
de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarlo con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó
su hijo, lo que ha sufrido, las
palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que
también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando,
compadeciéndole! Lo mejor sería
contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles
dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
Yona decide ir
a ver a su caballo.
Se viste y sale a la cuadra.
El caballo,
inmóvil, come heno.
—¿Comes? –le dice Yona, dándole
palmaditas en el lomo–. ¿Qué se le va a
hacer, muchacho? Como no hemos ganado
para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera
reemplazado. Era un
verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto... –Tras una corta pausa, Yona continúa–: Sí, amigo...,
ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera... Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...
El caballo sigue comiendo heno,
escucha a su viejo amo y exhala
un aliento húmedo y cálido.
Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.
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